Solarística. La otra Verona
Por Luis Kimball
1
Si en casa de los Capuleto el baile de máscaras hubiera
ido trenzando su aroma a tragedia, bordando con delgados hilos de seda la trama
delicada entre el sonsonete valseado de El
mar del amor de Phil Philips, ninguno habría notado qué diferencia hacían aquellos
antifaces: El doctor de la peste –los de nariz larga y puntiaguda, como un
cuervo cabeceando, cansado de esperar la medianoche– definiría a cuadro,
proyectando escorzos de sombra, el expresionismo alemán de aquel futuro insospechado.
Máscaras nacidas ya para doblarse sobre la muerte, llenas
de algodones y formol, o sonreír con rojos y diamantes (cualquiera ve que
hablan de la misma sangre sobre el rostro herido hecho granada, llenándose a
mitades, como un reloj de agua, de estrellas en la noche).
Qué esconden los brillos negros y cristalinos como la
plata de los antifaces veroneses y de los vestidos largos; las polichilenas, bautas,
mattaccinos, colombinas y larvas; máscaras del mal. Troncos ligeros de falda
sobre falda, entrando a rediles; acuartelando en telones ricamente bordados, enjaezando
pedrería y con incontables perlas engarzadas sobre bieses (los de las más
jóvenes, resaltando delicias ocultas, los de las más venerables, que en su
mayoría detallaban más gordura en el tronco que en las caderas, invitando a la
sevicia de la grotesca vejez, por agregar esencias de humores a la noche).
Este rockanrol lento y valseado a cuatro tiempos en
manera torpe y simétrica, aunque es de menos elegancia, esclarece más la tensión
perfecta y ordenada entre la que debían pasear danzando su muerte de puntillas,
los encubiertos jóvenes de apellido Montesco; divertimento elegante y malamente
calculado, pues los puñales colgaban con su lágrima de gozo y duelo de cada
noble cintura Capuleto probando su esbeltez en el baile, pues la agilidad es
requisito de la noche y al amor siempre se va entre amigos y un enemigo oculto,
rondando en pares límites de oscura conciencia; que cuando se corteja el amor
se coteja la muerte.
*
Los amantes de Verona, sus amigos, aliados, todos
cruzados por los mismos linajes, que a tal rancho lo dividía solo una barda,
tal como cuentan pasa con el mundo. Yo preferí suponerlos tomando junto a las
mesas en vasos de plástico de un solo uso (rojos por fuera) que se prohibirán
en todas las playas de la Europa Unificada a partir del 2021 (hasta los
transparentes).
Pero no, el rudo sonido de esa canción ha venido a mi
memoria (y solo por mí) en una cinta sin fin de ocho pistas que por eternidad nada
más tiene esa grabación, mientras la mujer que la trajo a mi reproductor del
pasado para desnudarse y hacer el amor con mi cuerpo sin intenciones de superarse
ni rendirse ni mirarme, sin ninguna variación repitió al ritmo de cada corte
contra mi cansancio vez tras vez tras la luz ámbar de espectro sucio que colaba
de la calle a la oficina a través de las cortinas que también caían de mugre
como los cristales de la ventana que, sin menor dignidad u oposición, se
comportaban en el segundo piso como paneles de los desdichados y prepotentes
faroles montados en una proyección solarística que, como cualquier otra, no se
ha ido sino para regresar. Así como el sueco montó el Don Juan en infierno por
aproximarse y rebasar el cine, ya solo para recibir los reclamos, pero entre
paredes de un amarillo oscurecido entre sombras de feo espectro naranja, en
medio de un calor insoportable, sus olores y sudores que mezclados con los míos
reducían la elegancia a un anverso vomitivo.
2
The Sea of love
Shakespeare muestra en su Romeo y Julieta una historia de trama tan esencial y escueta como el
antiguo relato pastoril. A través del inglés excepcionalmente elegante en que
decidió transmitirla, en esta historia nos da su femenino. Lo femenino y lo masculino
pertenecen a familias diferentes (distinto origen), sin embargo, son las únicas
dos familias destacadas en el Mar de Verona. Las revisten como tales un
palacio, una riqueza, una belleza y un escudo. Un lugar, un potencial, la
herencia y el linaje. Atrás de los pueblos con ideales –ese discurso– existen
pueblos con un ideario que, digamos, usan para inventariar y que a su pulso nos
pueden desmembrar por atrevernos a ver (así como a cosas suyas que amparen las
virtudes del catálogo). La hermosura y la abundancia pueden nombrarse en muchos
modos distintos, pero bien público no son, ni fueron nunca.
Las casas patriarcales de cada clan, tanto el Montesco
como el Capuleto, sostienen idénticas estructuras jerárquicas, salvo que se
dude si en el recinto privado, construido centralmente y arriba en arquitectura
de la época, mande más la mujer de Capuleto, lo cual sería, siguiendo a
Shakespeare o a cualquiera de los helénicos, indicio de que la tragedia está puesta
a punto.
Para corregir esta anomalía de la naturaleza, habrá
que cruzar el mar, recuperar la pertenencia robada en que les va honor y hombría.
E incendiar Troya y después atar los nudos de las velas cuando las naves
regresen a casa revistiendo cualidades como las de sus propios dioses (o sea
bien cargados de oro y lana).
Pero esta tragedia no es griega, sino inevitablemente
moderna. Así, por predecible que pueda aparecer en la fragilidad de sus tiernos
personajes, en Romeo y Julieta no todo está dicho, sino por ocurrir. Esta
narración transcurre en un tiempo diferente y, para suerte de todos los demás
que miramos su desgracia sin poder intervenirla, Julieta no es recuperada (y en
esto el antiguo tiempo de los griegos pertenece al espectador, no a los
personajes. Mire usted con cuál lentitud y magia el teatro derriba sus paredes).
Entre página y página el universo al que están
circunscritas sus acciones es la población de Verona. En la narración, los
Capuleto no existen sino contra los Montesco y viceversa. Tal contrastación
destaca sus bordes, diferencia casi estilística que define a unos y otros
descrita hasta en el uso de colores y gustos del vestido. A esta diferencia que
rompe la analogía, Pierre Klossowski la llamó adecuadamente lo demoniaco,
refiriéndose a que en ese momento diferencial, lo sobrante es el conocimiento.
Sin embargo,
a diferencia de la herencia cultural, la del linaje corre bajo un sino que
expresa voluntad divina: acabará con el amor limítrofe de la diada monódica
cuando los frutos más núbiles de cada rama pierdan sus identidades en el océano
de la pasión, prohibiendo así tiempos nuevos, que siempre son la juventud.
Si Romeo y Julieta consuman su amor frente a la mano
de Dios, dejaría de existir la última distancia entre ambos: su definición y
conocimiento. Shakespeare los enfrenta a una situación límite de otredad; a su incapacidad
de ser esos Montesco si no existieran tales Capuleto. Salvo que una familia
represente lo femenino y la otra lo masculino, ambas visiones penden de un
campo semántico masculino: el Mar de Verona. No podemos encontrar ya en el
grupo consonántico o asonante mayor similitud entre los dos apellidos que Dante
condenara a pares en la Comedia; ya ni la métrica, aunque probablemente sí una
consecutividad.
Pero ¿de dónde sacan vida los ideales, los recuerdos,
las evocaciones este par de amantes adolecentes, que han nacido ayer? No se nos
explica más, si uno vuelve páginas del flaco volumen para ver de qué están
hechos los protagonistas, damos con pasta y viñeta sobre el escritorio.
3
El Mar de Verona
Solaris, Romeo y Julieta Revisitados
No me acostumbro a estas resurrecciones.
(Diálogo de Sartorius en Solaris; Stalisnav Lem; 1961;
N; película; 1968: Tarkovski; 1972)
¿Y si les diéramos otra oportunidad? ¿Resultará que
las manos del destino han cambiado de dueño y el hombre/la mujer han cambiado
de dueño y pertenecen a una cultura que reviste ideales de igualdad social, haciéndolos
actuar en cualquier individuo por el privilegiado y homogenizador aparato de
una ciencia común? ¿O vendrá esta a ser revestida del imaginario y la estructura
divina, según cosa vista y señalamientos en la crítica a la dialéctica de la
Ilustración de de Horkheimer y Adorno, no escindida por la modernidad sino
estructurada por los mismos valores de la iglesia cristiana de Occidente? No
habría por qué perder esperanzas, estamos en manos de un poeta del campo
semántico imantado por el metalenguaje de Varsovia en la Polonia negra de
ocupación sobre ocupación, quien juega con los supuestos científicos, suficientemente
convencido de que Shakespeare se ha comprendido pobremente. ¿Volvamos a lo
simple?¿A qué volver a narrar lo ya perfectamente escrito? Debido a las décadas
que también llevo reflexionando en la solarística, ya no soy capaz de perderme
en su reflejo adluminoso y parejo: me limitaré a numerar:
La solarística
No tienes idea de mi forma.
Hary
Del lado de la mujer:
Su muerte (La aceptación de su muerte como culmen del
erotismo en la cultura –siendo su cuerpo la única pizarra sobre la que se
enseña el deseo–).
La insistencia en la vida
Lo inexplicado de su imaginario
La aceptación del entorno como realidad
La proveniencia de su imagen desde lo masculino
El olvido
Una humanidad subjetiva
Lo Replicante (el otro) (duplicante, en el original; ambos
vocablos refieren a un doblez, uno se refiere al cuerpo de un material
laminado, el otro a la luz).
Del lado del hombre
La muerte (la perpetración, el miedo a la propia, la
confabulación para erradicarla del cuerpo propio que es: todo lo representado,
que resulta: todo cuanto pueda llamar propio).
La insistencia en la muerte
La dominación de su realidad mediante el discurso
Lo predecible de su imaginario
La proveniencia de una imagen ancestral femenina y
negada, conservada por el discurso masculino de la ciencia, privilegiado entre
hombres como la realidad más certera.
La culpa
Una humanidad objetiva
El original (el uno)
A través de la sorprendente y hermosa narración se
cruzan los mares de ficción del lenguaje un poco allá de sus límites, que es
bastante y el acabose de la última cordura y congruencia. Lo femenino llega una
y otra vez proponiendo la vida. La cierra en un No que recuerda como el
alejandrino hiciera, que si bien, puede ser lo correcto, en él termina la vida.
De nuevo Sartorius reconoce al duplicante como humano, pero, subjetivamente, adjetiva.
Y si ante nuestra imposibilidad de verdad, ahora que
se presentan los hechos así sin más [sin más
verdad], mejor destruimos de una vez las Estructuras de Neutrinio (Lo
femenino); parece no haber otra salida.
Siempre queda preguntarse qué tan informado puede
haber estado Lem acerca de la capacidad de penetración del neutrinio en campos
aislados, de cruzar incluso el plomo más grueso, en 1961. Esa pequeña y veloz partícula
que viaja con el viento solar y que resultó más rápida que la luz… Es fácil
suponer una respuesta clara y aleccionadora.
Pero quizá eso pueda destruir toda la estación
(constructora del humanismo científico).“Revise sus cálculos, Sartoriuis” —responde
el psicólogo Kris Kelvin, sabiendo que miente, que ni las estructuras de
neutrinio ponen en peligro otra cosa que su cordura, lo mismo que la
destrucción de estas, pero de otra manera. El Psiquiatra está enamorado.
Pasado poco tiempo, en favor de la ciencia y velando
por el casto comportamiento científico de su colega, el cuerpo de amigotes que
se portan sobrios como en cantina –aunque sí se les ha visto bebiendo en cada
escena– han decidido salvar del matrimonio la integridad científica de su
camarada y velando por su castidad pondrán punto final a ese amorío con el
ente, que lo perderá para siempre de la razón.
Impedirán esa boda, aunque, como ya es cosa consumada, deban desmontarla
y llevar el tiempo atrás por el tamiz de un razonamiento altruista y
pendenciero. Ni Pedro Infante y Luis Aguilar lo hubieran decidido mejor.
El ente ya se ha dado cuenta que lo es. Según la
primera versión cinematográfica y el libro, lo acepta con una expresión emocionada.
Leo en ello una liberación femenina, ya que el psiquiatra Kris Kelvin, cuidando
la verdad científica, el experimento y la ciencia misma, también se negó a
participarle la verdad al ente Hary, quién ahora –quizá también en el pasado, ¿cómo
saberlo?– personificó a su esposa muerta diez años antes.
—Pórtese como hombre —le dice Gurbayan a Kris. El
comparativo parece importante cuando este se da cuenta que la trama shakesperiana
se ha vuelto a poner en marcha a espaldas del psiquiatra para convencer a Hary
de que se dejará eliminar por el bien de Kevin, de un amor que le ataría al mar
de Solaris por siempre. Sin embargo, él se ha comunicado con el mar, y el mar
es el mal, y siempre podría cumplir los deseos de los más obcecados, o secarse
en ellos.
Entonces ¿hay un ancla oculta, un origen femenino
escindido tras todo el humanismo? ―preguntó Guriyan a Berton.
Sí, supongo que detrás de toda la humanidad hay una
madre, contestó Berton, quien envejecía sin remedio y era capaz de comprender
que la solarística le había revelado una paternidad, perfectamente explicable,
pero que para él aún resultaba fantasmática.
―No recuerdo cómo llegué aquí, yo sé muchas cosas y
olvidé mucho ―dijo Hary―, tienes que decirme, no ahora, pero pronto, Kris, lo
que soy. Solo dímelo, lo entenderé―. En el libro, Kris miente, en las películas
también, pero aparte, en las dos escenas se niega a mirarla, a ayudarle a
construir su imagen.
Hasta aquí, no cuesta trabajo atribuir a Hary, lo
mismo que a Julieta, una llegada inmediata con su ser adulto, persona completa
y civil –condición de la historia de
ambas– y un pasado proporcionado por los recuerdos y anhelos de otros, como
ocurre a cualquier juventud. Habría que recordar que, con sorprendente
ingenuidad, Romeo también prefirió el embuste, tan creíble a sus años como la
formación científica a los nuestros. Tampoco logra, aquí limitado por el
elemento mortal de la tragedia en el siglo XVI, brindar su mirada a la mujer.
Luis Kimball nació en Chihuahua en 1974. Vivió en Chihuahua, en
Veracruz, en la ciudad de México, y ahora reside en Querétaro. Hizo estudios
universitarios que no le satisficieron. Se interesa en el conocimiento y
escribe desde joven, ha publicado en la revista Solar y en Manual del
desierto. Es coautor del poemario Luna
de hiel para tres, y autor de Puros
de amor. Ha participado en la coordinación de espacios culturales y
actualmente coordina el taller literario Escritura
al día.
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