los martes
La noche de Mata
Por Andrés Espinosa Becerra
Con la colaboración de Gastón.
Eduardo Mata es el mejor director de orquesta sinfónica que ha existido en
México. Tenía una perniciosa costumbre: la velocidad. Manejaba una aeronave y
de repente se estrelló en un cerro cercano a Cuernavaca. Se apagó una flama en
la noche de este país.
Años después Gastón, aún con esa desazón, realizó una investigación con sus
compañeros pilotos de aeronaves. La conclusión: falló un motor, se quedó solo
con uno. El dictamen detallaba que ante eso existe un procedimiento, pues Mata
realizó una maniobra indebida y fue a dar directo al cerro.
Este es un comentario sincero y bien intencionado, nada morboso. Se
menciona desde lejos y a la distancia.
Eduardo Mata era un divo, una especie de galán en el papel de director de
orquesta. No lo hacía mal.
Fue una noche deslumbrante cuando lo conocimos. Era algo increíble. No
habíamos visto a un director de orquesta con esa envergadura. Salió al
escenario con un traje inusual, distinto al que usan la gran mayoría de los
directores. Negro, entallado, corto, muy elegante. Llegó rápido al pódium y
rápido, también, alzo las manos con una pequeña batuta. Como un rayo antes de
la lluvia, inicio el sonido.
Lo maravilloso, lo distinto, fueron sus movimientos entre enérgicos,
veloces, y determinantes.
Aquella noche en el Palacio de Bellas Artes nos llevó al verdadero gozo de
la música cuando interpretó la Cuarta Sinfonía de Gustav Mahler. Sobran los
términos calificativos, pero verdaderamente fue una iluminación.
Tuvimos la gracia de otra noche magnífica. Gastón y un servidor teníamos
unas butacas en la Sala Netzahualcóyotl. Extrañamente, siempre estaban solas.
Se encontraban justo arriba de la puerta de entrada y salida del director y de
los músicos de la orquesta. Los domingos en los conciertos de la Ofunam,
actualmente trasmitidos por televisión, siempre las veo y acaricio nuestras
butacas.
Ahí estábamos cuando Eduardo Mata sale al podio y se pone al frente de la
Filarmónica de las Américas para ejecutar la séptima sinfonía de Ludwig Van
Beethoven. Esa noche sus movimientos direccionales eran muy fuertes, enérgicos.
Eduardo Mata tenía un perfil distinto, su nariz era aguileña y elevaba el
rostro y así lo mantenía. Era el erudito niño genial en pleno trance creativo.
Existe una fotografía en la que aparece ataviado con un saco blanquísimo y
elevando su cara hacia el cielo en total contemplación.
Esas noches no hubo visitas al camerino. Mata era muy exclusivo, muy fino.
Lo merecía.
Tomándonos unas cervezas, sostuve una plática con Gastón en la que me dijo:
mira, esto de Mata solo puede asemejarse con Carlos Kleiver. Ellos tienen esa
semejanza en la precisión, en la energía y la firmeza. Agregó Gastón, Eduardo
Mata tiene una fuerte ejecución cuando dirige en el finale.
Pues me parece, dijo Gastón, claudicante, que Mata puso atención en su
propio finale.
La noche de su desaparición fue como el final de la sexta sinfonía de
Mahler, incluso como la parte final de la sexta sinfonía de Piotr Ilich
Chaikovski.
Así termina esta pequeña serie respetuosa de Las noches. Se apaga esa flama en medio de mi propia noche.
Andrés Espinosa Becerra, Córdoba, Veracruz. Sus libros son: Quinteto para un pretérito, en coautoría con otros autores, Los días que no duermen, Una casa con silencio y patio, El silencio del gato. Actualmente escribe en la revista electrónica Estilo Mápula, donde además tiene una columna llamada Los Martes, donde saca textos suyos y de otros autores.
No hay comentarios:
Publicar un comentario