Disculpe usted
Por Karly S. Aguirre
Los nervios me carcomían las entrañas cada vez que se publicaban mis textos en la revista del afamado escritor y editor Jesús Chávez Marín. Siempre pasaba por mi mente un desfile de horribles pensamientos sobre mi trabajo. Esa vez era diferente, estaba segura de que mi texto les agradaría a todas las personas que había involucrado en mi nuevo cuento, personas extraordinarias a las que pretendía hacer un pequeño homenaje, un guiño. Retratar su esencia en un bello trabajo literario. Y entonces recibí un mensaje:
“Disculpe. Ya leí su texto y me parece horrible como ha usado la entrevista que le brindé. No puede escribir de alguien sin su permiso, además el nombre de la banda está registrado y pueden demandarla por usarlo. Y lo peor de todo: Adriana, la vocalista no fumaba, no le adjunte sus horribles hábitos a esa extraordinaria mujer.”
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Le había pedido al profesor de música de la preparatoria que me respondiera algunas preguntas sobre una banda de antaño de la cual me interesaba escribir, y de la que él había sido parte en su juventud: le hice la entrevista para darle realismo a mi texto. También se me ocurrió la idea de hacerlos a él y a su esposa, quien es una colega literata, personajes del cuento. Por último, tomé prestado el nombre de la vocalista y el de la banda.
Me sorprendió cuando el profesor lo tomó mal e incluso sugirió que mi texto fuera retirado de la publicación.
A esas alturas ya estaba acostumbrada a que los músicos que solo tocaban covers se sintieran con la autoridad de venir a decirme cómo hacer mi trabajo. Me había pasado en la preparatoria. Todos nuestros compañeros estaban en contra de Mariana, mi compañera del especifico de literatura, y de mí. Éramos dos mujeres a quienes no les importaba lo que hicieran los demás con sus vidas, nos valía casi nada.
Siempre fuimos criticadas por todo, incluso en situaciones que estaban fuera de nuestro control. Si el salón olía a trapeador sucio, si el calentón no estaba encendido a primera hora en invierno antes de que los demás regresaran de sus salones especiales, si no alcanzábamos a leer la letra ilegible del profesor en el pizarrón, si nos faltó una coma o un acento, pero sobre todo si nuestro trabajo era demasiado bueno. Todos daban por hecho que por ser del especifico de literatura teníamos que ser perfectas. Sobre todo Miguel, quien lanzaba comentarios al aire sin escuchar lo imbécil que sonaba. Fue quien lanzó el veneno la tarde que por mi miopía no alcanzaba a leer el pizarrón y la letra de doctor del profesor de filosofía no ayudaba a que pudiera descifrar aquel críptico texto.
—¿Estudias literatura y no sabes leer? —dijo con mamonería.
Desenvainé la espada más afilada que mi madre me había enseñado usar: la indiferencia. Pero después fue más difícil de ignorar, sobre todo cuando escribí una obra de teatro para entretener a nuestros visitantes de la preparatoria hermana con sede en Hermosillo. Les pedí a mis compañeros de teatro que me ayudaran a representarla y Miguel era parte de dicho grupo. Al leer mi obra, Miguel expresó:
—Esto es demasiado bueno ¿A quién se lo robaste?
Todos me miraron para que confirmara aquella acusación; me quedé petrificada. Lo único que había hecho era jugar con un par de palabras que rimaban. Al parecer eso demasiado bueno para que mi pobre cerebro pudiera redactarlo. Pero más bien era demasiado bueno para que su pobre cerebro pudiera siquiera pensarlo.
Miguel no tenía talento, sus actuaciones parecían de televisa. Cuando jugaba a ser músico, no salía de las tres mismas canciones de bandas gringas.
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En esa escuela el ambiente era tóxico, pobladao de envidia y de pedófilos: de eso no me di cuenta hasta seis años después de la graduación. Pensaba que cuando estaba ahí me sentía mal por el horario de maquila, por la presión de las quince materias en mi horario, por los desvelos y los ayunos. Supongo que no ayudaba mucho estar rodeada de personas putrefactas, almas en pena, frustradas, sin talento.
No conservo a ninguna de mis relaciones de aquel tiempo, mi grupo de amigos se disolvió en su propio acido. Luis, uno de mis amigos secuestró un par de poemas míos a los cuales les hizo un video. Obras inspiradas en mis poemas, narrados por mí voz, donde yo aparecía. El tipo los tenía encapsulados en configuración privada en su cuenta de YouTube. Ya me había ignorado tres veces al hilo cuando le pedí los links. Luis siempre fue de los que intentan hacer algo inspirado en alguna obra que ya existe, pero dándole una vuelta de tuerca pueril, surrealista, incoherente que se supone debería tener significado. Siempre quería dejar a la audiencia boquiabierta, pero sus ideas eran malas y por eso me había pedido a mí que escribiera los guiones, porque ni él mismo sabía cómo solucionar los huecos en sus historias.
El sinvergüenza me pidió hasta el 2017 que colaborara con él para hacer algunos cortometrajes, y aunque la idea me gustaba, mi agenda no me permitía escribir un guion. Qué bueno que no colaboré ni con una sola palabra con ese parásito del arte, que se colgaba de quienes sí tienen el don, mientras que él lo único que hace es grabar con su cámara de tres pesos y editarlo en algún programa gratuito de internet.
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“Disculpe usted: No voy a modificar ni una sola palabra de mi texto. No se crea tan importante para que todo Chihuahua sepa que es usted el Fernando de quien se habla en la historia. Era solo un guiño a sus años dorados. Siéntase halagado de que alguien escribió parte de sus memorias, ya que ni siquiera su esposa escribe de usted.”
Karla Ivonne Sánchez Aguirre estudió en el bachillerato de artes y humanidades Cedart David Alfaro Siqueiros, donde estuvo en el especifico de literatura. Actualmente estudia en la Facultad de Filosofía y Letras de la UACH. Escribe relatos y crónicas en redes sociales.
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