Poeta
Por
Daniel Espartaco Sánchez
Comencé
a escribir poesía para encontrarle un sentido a lo que estaba pasando a mi
alrededor, a los 15 años, después de haber dejado la escuela. La edad mínima
para trabajar era de 16 y nadie quería contratarme. La otra opción era esperar
un semestre para volver a solicitar lugar en otra preparatoria, pero no podía
encontrarle un sentido a la escuela después de que mis padres se separaran de
una manera violenta durante la primavera de 1993. Mi padre se fue, y mi madre
se fue a vivir, con mi hermano, a casa de la abuela, y yo, durante un breve,
pero importante lapso de tiempo, me quedé solo en la casa.
Durante
los meses de soledad me dediqué a vagar por la ciudad y comencé a escribir
poemas en una máquina electrónica de la marca Cannon, de cintas muy cara (la
única disponible), sobre el papel barato, llamado revolución, que compraba con
algunas monedas en una papelería del centro llamada Newberry.
Por
supuesto, en secundaria ya había escrito algunos versos rimados a imitación de
la mala literatura de izquierda disponible en casa, una biblioteca de unos mil
libros, de los cuales mi padre se llevó la mayoría de los buenos. Fue él, al
encontrar un poema mío dejado encima de la mesa (a propósito), quien me explicó
qué era el verso libre, y me dijo que los poemas ya no se escribían rimados, lo
cual fue un alivio para mí.
Volviendo
a 1993, los primeros poemas que escribí, como los que les siguieron, eran
pueriles, como deben de ser los primeros poemas. No fueron viscerales, como
sucede a esa edad, y bajo esas condiciones, sino juegos de luz e imágenes que
me parecían evocadoras y bellas, y que me transportaban a un mundo de sutileza
(uno propio) más allá del desastre en el que se había convertido mi vida: la
tina del fregador llena de trastes sucios, y posteriormente, cuando regresó a
casa, el llanto y los reclamos de una madre que no se cansaba de pregonar que
me convertiría en un vagabundo.
—¿Qué
quieres ser? —decía, desesperada— ¿Un clochard? ¿Un beatnik?
Nunca
le digas eso a tu hijo intoxicado de mala literatura.
No
sabía muy bien qué hacer con esos primeros poemas, no estaban dirigidos al
público, ni siquiera soñaba con publicarlos. Malos, afectados, pedantes,
productos de una idea completamente equivocada de lo que debe ser la
literatura, son, de manera paradójica, lo más honesto y desinteresado que he
escrito en toda mi vida. Ni siquiera podía leérselos a mi novia, que era
lectora de Nervo y el Neruda de los Veinte poemas de amor y una canción
desesperada.
—No
entiendo de qué tratan tus poemas —me decía.
Cada
noche, el ritual para escribir era prender una vela en mi escritorio (que había
sido mesa de un restaurante, un negocio del abuelo paterno que quebró), poner
una vara de incienso, música new age de pretensiones gaélicas, y fumar un
cigarro mentolado Benson & Hedges de los que robaba a mi madre. Me gustaba
el aspecto de mi habitación a media luz, llena de libros, pues me había
apoderado de lo que había sido el cuarto de la saqueada biblioteca familiar en
donde solo quedaban áridos tomos sobre marxismo, dos o tres buenas novelas,
enciclopedias y los manuales de electrónica de un curso por correspondencia que
tomó mi padre. Las paredes estaban decoradas con caricaturas y consignas del
mayo francés que yo había pegado con cinta adhesiva porque me parecían
inspiradoras.
Fue
un amigo de mis padres quien descubrió al diamante en bruto que era yo y me
dijo que mis poemas eran “publicables”, y me mandó a un taller de literatura
(una experiencia por la que tristemente todos han pasado) con un hombre al que
llamaremos Big Cheese, el cual me hizo leer a Leopardi, Ungaretti, Pessoa y otros.
Yo
tenía 16 años y estaba en una nueva preparatoria de clase media en la que yo no
podía encajar. Eran los noventa, todos estaban locos por la ropa y los zapatos
y otras cosas, y yo no tenía dinero para ninguna de ellas. Era un casi poeta, en
una pequeña ciudad del norte, donde cualquier conducta que se saliera de la norma
era mal vista y perseguida; ser poeta debía ser como el Hombre Araña, una
identidad secreta.
Volví
a dejar la preparatoria y luego otra preparatoria. En ésta última el director,
que era amigo de mi padre, me dijo que yo tenía que echarle más ganas, que
sabía que estaba pasando por un mal momento a causa del divorcio de mis padres.
Para mí esto no significaba nada, como tampoco la escuela, ni siquiera la
poesía. Escribía imágenes, apreciaciones líricas, como quien escribe su nombre
en un cuaderno, aburrido, en la clase de química. La poesía no era algo que
realmente me apasionara, lo que yo quería era escribir historias, pero no sabía
cómo. Había escrito dos historias, una a los once años y otra en tercero de
secundaria. Comencé a leer (mal) a los primeros poetas que nada tenían que ver
con la biblioteca solariega. El García Lorca de Poeta en Nueva York (no el del
Romancero gitano de mi madre), Luis Cernuda y Octavio Paz fueron los primeros
autores que leí en una búsqueda propia. Ya había escrito varios poemas, unas
treinta o cuarenta páginas inconexas, cuando Big Cheese me preguntó si quería
publicar un folleto llamado pomposamente plaquette.
¿Así
es como nacen los poetas? Hasta aquí es la historia de cualquier joven poeta de
la provincia mexicana, algo que podría ser un lugar común, pero que nadie,
hasta donde sé, se ha tomado la molestia de escribir con algo de honestidad. Yo
leía más novelas que poesía y me identificaba con el anti héroe de La vida está en otra parte de Milan Kundera,
tan de moda a la sazón.
Cuando
mi folleto salió de la imprenta y tuve el primer ejemplar en mi mano, no sentí nada.
Se organizó una presentación con dos poetas, vino de honor y todas esas cosas,
a la que no fui. No podía interesarme algo tan mezquino, no porque me sintiera
superior, sino por una incapacidad fisiológica. Entonces no estaba tan de moda
en México la flouxetina, si no, habría tomado el tratamiento y no me hubiera
puesto a escribir poesía y ahora sería ingeniero, estaría casado, y trabajaría
como supervisor en la línea de ensamblaje de una maquiladora, algo que, por lo
demás, me parece muy digno.
Si
alguien me hubiera preguntado cuál era mi verdadera vocación, yo hubiera
contestado que la de payaso. Así fue desde un día en que vi en un número de la
revista Sputnik, selecciones de la
prensa soviética, un artículo sobre la escuela de payasos de Moscú y una
entrevista a Oleg Pópov, el que entonces era considerado el mejor payaso del
mundo. Me gustaba releer el artículo una y otra vez y ver las fotografías de
esos payasos europeos y sofisticados, muy diferentes de los que había visto una
y otra vez en las fiestas infantiles. En el artículo se hablaba de que ser
payaso era un arte muy desarrollado en la Unión Soviética, y ahí estaban
Jruchov y Breshnev para demostrarlo.
Más
tarde estaba trabajando ocho horas diarias, seis días a la semana, en un cine
multiplex como acomodador. También podía tocarme la mala suerte de ser el que
cortaba los boletos a la entrada y pasar la tarde de pie frente al atardecer
desolador de la ciudad (lo que más odiaba), o bien limpiar las salas entre una
función y otra, o los baños. No me sentía del todo un poeta, pero sentía que
estaba destinado a cosas más interesantes.
Ahí,
entre función y función, comencé a escribir más poemas en papelitos sueltos o
libretas y leí a escondidas de mi jefe las Elegías de Duino de Rilke en una mala traducción descosida que
compré en una librería de viejo por tres pesos. Tenía 18 años, y aprendí lo que
decían los libros de la biblioteca de mi padre, sin haberlos leído, que había
algo increíblemente injusto en recibir un sueldo a cambio de mi trabajo, o de
mi tiempo.
¿Qué
clase de poemas escribía? Eran las variaciones de un mismo estado de ánimo, el
que describo ahora, en el que no solo me encontraba yo, pensaba, sino todo el
entorno. Después describí todo esto de una manera más sólida en una novela
llamada Autos usados. Eran también
poemas sobre la imposibilidad de la plenitud de lo amoroso, porque a los 18
años aún no había conocido esa sensación. Le pedí a mi jefe permiso para
utilizar la computadora por las noches, cuando la gerencia cerraba, y pasar las
notas que había acumulado durante meses. Mi turno acababa a las diez y media de
la noche, pero me quedaba hasta las doce. Así fue como, según yo, pasé en
limpio un libro de unas sesenta páginas que mandé a un concurso de poesía
joven, y que perdí.
Afortunadamente
para el dinero de los contribuyentes, y para los bosques tropicales, nunca
publiqué aquel segundo libro, y se perdió. Cuando me despidieron del trabajo me
conseguí uno en un laboratorio fotográfico donde yo era el encargado de la
reveladora C-41, y de ordenar las impresiones que salían de otra máquina. Había
mucho tiempo libre y seguí escribiendo con un marcador en los pedazos sobrantes
de papel Kodak.
Un
día mi padre vino a verme a la fotográfica. Me dijo que quería que me mudara
con él a la ciudad de México, para que yo retomara la preparatoria en un
sistema abierto y entrara a la universidad. Le dije que sí, acababa de cumplir
los veinte años. Me llevé en la maleta las tiras de papel Kodak con nuevos
versos y él me animó para que los pasara en limpio y me corrigió la ortografía.
Mejor dicho, me enseñó los rudimentos de la ortografía castellana que yo
desconocía por completo, a causa de la deficiente educación pública.
La
poesía comenzó a tener una especie de sentido para mí, al sentirme apoyado por
mi padre, y comencé a trabajar un poco más con el lenguaje y a leer más. Él me
animó a pedir una beca al Estado para escribir poesía y me ayudó a redactar la
solicitud. Finalmente gané la beca, y creo, no lo recuerdo bien, que me sentí
feliz con la posibilidad de ganar dinero con algo por lo que, me habían dicho,
nadie me pagaría un céntimo.
La
sesiones de trabajo con los compañeros de beca fueron decepcionantes. Joven
veinteañero busca un vínculo generacional o de cualquier tipo, y no lo
encuentra. En vez de eso topa con pared en un escenario donde lo más importante
es la reafirmación de la propia vanidad, antes que la poesía. Aprendí a tener
la actitud cínica que solo perjudicó lo que escribí. Las reuniones con estos
poetas se trataban de lo mismo, alcohol, cigarrillos y hablar mal de otros
poetas que no estaban en esas mismas reuniones.
—¿Qué
opinas de mengano?
—Escribe
bien, pero se repite mucho.
—¿Y
de fulanito?
—No
trae nada. Es muy efectista.
Etcétera.
Así
fue como aprendí que los poetas hablan mal de otros poetas. En una de esas
reuniones, me acerqué a un rincón donde dos, uno hembra y otro macho, decían
estas mismas frases o sus múltiples variaciones, limitadas en contenido.
—¿De
qué hablan? —pregunté.
—De
poesía —contestó el poeta hembra, con una sonrisa.
¿Hablar
mal de otros es hablar de poesía? Fue quizá en ese momento cuando me di cuenta
que yo no podía ser como ellos, porque, a pesar de la depresión juvenil, del
desencanto y cinismo que lo permeaba todo en los años noventa, y me influía,
había algo de mí que aún estaba vivo.
Un
día, mientras viajaba en un autobús, se subieron dos payasos, uno hembra y otro
macho, y permanecieron de pie una buena parte del trayecto frente al asiento
donde yo estaba. Así fue como me enteré que se dirigían a amenizar una fiesta
infantil y me interesé por su charla de payasos. Pese a que en mi infancia me
había tocado ver muchos payasos mexicanos borrachos en fiestas infantiles
contar chistes soeces a una multitud de niños espantados (nunca pude
ver a Oleg Pópov), nada me parecía más misterioso que la vida de uno de ellos.
—¿Y
qué opinas de Sonrisitas? —preguntó el payaso hembra.
—Tiene
buenas rutinas, pero se repite mucho. Ya debería de cambiar de material
—respondió el payaso macho.
—¿Y
qué tal Lagrimita?
—No
trae nada, es puro disfraz.
—Sí,
es muy bueno el disfraz. ¿Sabes donde compra sus zapatos?
Nunca
supe cómo se llamaban esos payasos, pero yo los llamé Epifanio y Epifanía.
No
sé si yo estaba en una búsqueda poética, propiamente dicha. Me limité a
escribir cada noche de una manera automática y a trabajar sobre dos o tres
filones: uno, el contraste entre elementos disímiles en una imagen o una
metáfora (un vicio de mi generación del que no me enorgullezco); dos, explorar
una voz lírica que expresara el sentir de una época confusa en la que todo
parecía ir hacia ninguna parte; tres, buscar el momento poético, una imagen
sencilla que simbolizara algo imposible de describir lógicamente, un intuición
personal.
Finalmente
el libro que escribí con la beca ganó un concurso en uno de los 32 estados de
la república, en donde se repiten de manera local cada uno de los patrones que
repito, con sus variantes regionales (¿me pregunto si sucederá así también
entre los payasos?). El libro incluso fue publicado, pero —por causa de un
error burocrático— bajo el nombre que era en realidad el seudónimo para el
concurso, cosa que celebro más que lamentar. Lo encuentro muy divertido y
significativo, una muestra más de qué tanto le importa en realidad la poesía a
nuestra burocracia cultural.
Ni
los premios ni las publicaciones significan algo tangible, cuando hablamos de
poesía y literatura. En mi opinión nunca logré escribir algo que valiera la
pena en el campo de la poesía y afortunadamente me pude dar cuenta a tiempo, a
diferencia del noventa por ciento de los miles de poetas que cada año le
cuestan al estado mexicano millones de pesos en becas, concursos, publicaciones
y festivales, y parecen estar muy tranquilos al respecto.
Daniel
Espartaco Sánchez nació en Chihuahua. Ha publicado estos libros:
Primera
adolescencia, 1997
El
error del milenio
Cosmonauta,
2011
Gasolina
2012
Autos
usados, 2012
Bisontes,
2013
Hombres
armados y otras historias, 2012
La
muerte del pelícano, 2014, en coautoría con Raúl Aníbal Sánchez
Actualmente
escribe una blog en Letras Libres. Radica en Argentina.
Iniciarse en el oficio de poeta puede ser la mejor educación sentimental y literaria para un novelista genial, según se refleja en esta crónica.
ResponderEliminarPublicar un texto de Espartaco que ya hemos leído como cuarenta veces y ha sido publicado en mejores blogs, sobre anécdotas personales que ya hemos leído mil veces de dramas de divorcio, y sobre las obviedades más obvias del mundo acerca de los escritores. A quien le importa cuántos arboles se talan o cuanto se gasta el estado si igual se tira el dinero en otras tantas cosas inútiles, como sueldos de escritores burócratas que no hacen nada, ni escribir. Que se ocupe todo en cualquier clase de basura, incluso libros que nadie leerá, sigo leyendo esos desafortunados primeros versos de mi amigo Daniel, que según dice, es lo más sincero y desinteresado que ha escrito. Son la única clase de líneas que valen la pena.
ResponderEliminarDefinitivamente voy a leer más de Daniel Espartaco :)
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