El mesero y la turista
Por Ivette Royval
Todos los días tomaba el ferry para
ir a su trabajo. Era mesero en un hotel de la zona turística de Cancún. De sus
antepasados heredó la piel rojiza y los ojos de obsidiana, no así la estatura; se
enorgullecía de poseer un cuerpo esbelto y espigado, lo cual lo distinguía
entre los demás empleados del hotel.
No le gustaba la temporada alta; la
playa se llenaba de vacacionistas y no había manera de atenderlos a todos. Si
no hacía bien su trabajo, alguno se podría quejar con el gerente y eso se
reflejaría indudablemente en su salario, ya de por sí mezquino.
Por
eso se paseaba entre las palapas o los camastros llenos de gente, que a
él más bien le parecían charales o ballenas secándose al sol, y esperaba con
diligencia a que salieran de su letargo, para hacerle algún pedido.
―¡Boy! ―escuchó que le gritaban.
Un poco enceguecido por el sol,
levantó la mano para ver de dónde provenía la voz y se acercó al camastro de un
charalito particularmente bello, que sin ningún pudor se volteó boca arriba y
dejó ver unos senos prominentes de aureolas rosadas. Aunque ya había visto
senos muy parecidos a los de aquella chica (las turistas jóvenes suelen andar topless),
se quedó estático, por unos segundos
brilló en sus ojos el deseo.
―You like them, don’t you?
―What’s not to like, dear?
Ella rió divertida y le encargó una
cerveza.
Cuando él se la trajo, ella había vuelto a cubrir sus pechos, le dio
las gracias y le extendió un billete de
50 euros.
―That’s not necessary, Ma’am.
Ella repuso tajante:
―I insist.
Entonces alargó su mano, tomó el billete
y sintió como sus dedos acariciaban los suyos de manera un tanto atrevida.
Cuando terminó su jornada laboral, se
montó de nuevo en el ferry. Iba ofuscado y ni siquiera pretendió entablar una
conversación con sus compañeros de trabajo, como era su costumbre. Tenía la
vista fija en el abismo del agua y la mano en el bolsillo del pantalón. Creía que
esa caricia había estado fuera de lugar y se enojó consigo mismo por haberla
propiciado.
Se sintió un poco más tranquilo al
recordar que no tendría que ir a trabajar al día siguiente, puesto que era su
día libre. No estaba de humor para atender a niñitas frívolas y coquetas que
parecían no conocer los límites de la cortesía. Y sin embargo, mientras
caminaba por el malecón para ir al centro, no hacía más que pensar en ella y en
sus senos de botón de durazno.
Como si hubiese invocado al diablo, la chica se materializó
en mitad de la calle (“¡Speak of the devil and he doth appear!”) Enfundada en unos
ajustados y minúsculos shorts de mezclilla, con una blusa floreada, pamela de
paja y sandalias color turquesa, la vio dirigirse al mercado, pero después la
vio titubear y cambiar de rumbo.
No pensó que le reconocería sin el
uniforme de mesero. Las turistas rara vez se percatan de lo que sucede a su
alrededor, mucho menos del mesero en turno. Pero se equivocaba, ella muy sonriente le hizo
señas desde lejos y él no tuvo más remedio que ir hacia donde estaba.
Era el tipo de chica que figuraba en
su lista de mujeres inalcanzables, pero su actitud de desenfado y hasta cierto
punto de insolencia, la habían vuelto más accesible y terrenal.
―You’re not working, are you? Otherwise
you would be wearing your uniform, right?
―No, Ma’am, today is my day off, and
yes, Ma’am, I would be wearing my uniform if I was working
―All my friends are gone and I’m stuck
here until 8:00 pm when my flight leaves. I’ve already checked out of my hotel
and I feel awfully lonely and lost. Would
you keep me company?
¿Por qué le pediría eso? ¿Por qué
diablos no podría irse a emborrachar a algún bar hasta que saliera su vuelo,
como lo hacían todas?
―Yes Ma’am I guess i could keep you
company for a while.
―Awesome! Wait here and do me a favor, stop
calling me, Ma’am, cause I feel like I’m 80 or something.
La cara de la chica se iluminó y
corrió hacia la tienda donde había dejado encargado su equipaje: un par de maletas pequeñas y una
mochila que se echó en la espalda y corrió de vuelta hacia donde él la
esperaba.
―Let me buy you a
drink ―le dijo, y se encaminaron a uno de los bares del centro. La temperatura era agradable y
soplaba una brisa que movía los cabellos
castaños de la chica, debajo de la pamela.
Le costaba trabajo creer que una
turista que apenas si conocía, y cuyo
nombre ignoraba incluso, le estuviera invitando un trago. ¿Qué pensarían
sus compañeros si la vieran con ella?
La respuesta llegó en el gesto de
desaprobación que hicieron los clientes
del bar cuando los vieron entrar y sentarse juntos. Seguro pensarían que él se
estaba aprovechando de ella. Estuvo tentado a irse cuando vio que tardaba mucho
en salir del baño, pero pensó que dejarla ahí sola y sin decirle nada, sería
descortés.
―You’re not planning on leaving me, are
you?
―Of course not ma’a…
―My name is Brittany, what’s yours?
―Akbal
―Pleased to meet you
―The pleasure is all mine, Brittany.
Sentado frente a ella, notó que se
había retocado el maquillaje y que se había puesto perfume. Esa muestra de
coquetería lo halagó e hizo que bajara la guardia. Charlaron y bebieron cerveza
un par de horas hasta que ella sugirió dar un último paseo por la playa.
Era mediodía y a él, más que dar un
paseo, se le antojaba irse a su casa, ducharse y dormir hasta el día siguiente.
Pero decidió seguirle el juego ya por compromiso, ya por curiosidad.
Aunque él insistió en pagar la
cuenta del bar, ella se rehusó y le entregó su tarjeta de crédito al mesero,
quien murmuró entre dientes:
―Gandalla hijo de puta. ―A él se le
encendió el rostro de coraje, pero contuvo su ira con tal de que no se armara un pleito
enfrente de la chica.
Cuando salieron ella le preguntó:
―What did he tell you that made you so
mad?
―Some stupidity.
Siguieron caminando en silencio,
hasta que Brittany gritó:
―I’ll raise you to the ocean.
Soltó las cosas en la arena, se
quitó las sandalias y corrió zigzagueante hasta que casi la tumba una ola.
Luego la vio hacer arcadas. Él se acercó despacio y sonriendo le dijo:
―You don't hold your liquor very well,
do you, young lady?
La verdad es que él también se
sentía un poco mareado y no era para menos, había demasiada humedad en el
ambiente y el alcohol se le había subido a la cabeza. Tuvo que hacer un esfuerzo para no vomitar, como lo había hecho
ella antes.
―Shut up i can tell you’re about to
puke too! ―ella recogió su bolso del suelo y sacó una botella de agua, le dio
un trago y se la pasó. ―How long until
your plane leaves honey? I think im getting
tired of babysitting you. ―le dijo mientras bebía.
―Fuck off boy!
Cerró el puño e hizo el intento de
golpearlo en la boca del estómago. Él detuvo el golpe y las venas de su brazo
se tensaron para resistir el ataque, pero luego la atrajo hacia sí y hundió los
dedos en sus muslos firmes. Ella gimió y quiso
replegársele.
―Im sick of girls like you
―You girls are all the same aren’t
you? ―le dijo mientras la apartaba bruscamente.
Entonces Akbal sintió dentro de sí
la espiral azul del desencanto y se
alejó sin decir nada más.
Cuando una poeta se pone a hacer relatos, la prosa es elegante y precisa; el ingenio se extiende hacia la gracia, la risa y los personajes resultan inolvidables. Para muestra un botón: lean este cuento de Ivette, escritora de Chihuahua.
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