Uriel
Por Linda Flores
Hace dos años me llamó Lucha
Castro, con la voz cortada me dijo “Linda, vengase al Barzón porque mataron a
Ismael y a su esposa”. Cuando llegué, un joven se dirigía a la puerta; tenía dos
peceras en los ojos, con peces gordos y rojos adentro. Un joven delgadito. No
quería lo vieran llorar los que estaban ahí; algunos hombres, entre ellos dos
casi tan jóvenes como él y tres señoras.
Caminaba hacia la salida, quería huir
de la tristeza del ambiente. Nos topamos de frente; como si fuéramos conocidos,
nos abrazamos y lloramos juntos. En ese momento me di cuenta que era uno de los
hijos de Ismael Solorio, más tarde supe que se llamaba Uriel, era el menor de
los tres hermanos que ese día habían quedado huérfanos.
A su papá, el señor Ismael
Solorio, lo vi golpeado una semana antes. Les había pedido al secretario
general de gobierno Raymundo Romero, a Wilfrido Campbell secretario de
gobernación, y a cinco asesoras, seguridad y protección. Él bien sabía que, por
protestar, el crimen organizado podía arrebatarle la vida a cualquier persona
que no se “pusiera de su lado”. Como si hubiese sido una sentencia, una semana
después se cumplieron sus palabras.
Así fue como quedaron huérfanos Ismael,
Erik y Uriel, quienes sin saberlo, hoy, dos años después, estarían siendo igual
de criminalizados que miles de jóvenes que salen a las calles de todo el país a
ejercer el derecho a la indignación por la desaparición de 43 estudiantes de la
Normal Rural de Ayotzinapa de Iguala, Guerrero.
Uriel Solorio, el joven a quien
conocí un día que seguramente será uno de los más tristes por el resto de su
vida, en una acción de hacer visible que el crimen de sus padres sigue impune,
igual que el de miles de personas más en Chihuahua, acompañado por otro joven,
se subieron a un balcón que mandó construir el gobernador César Duarte,
estructura que por cierto costó varios millones de pesos y que los únicos que
se benefician son él, su esposa, otros políticos y Juan Gabriel, y es en las
noches del 15 de septiembre que lo usan para dar “el grito de Independencia” y desde
ahí ser vistos y fotografiados.
Uriel y el otro joven tuvieron que
subir por fuera del palacio de gobierno porque las puertas estaban cerradas, y
cuando estaban colgando una lona que hacia alusión a la conmemoración de la
muerte de sus padres, elementos de seguridad del palacio de gobierno desde
adentro les rosearon gas pimienta y los jalaron metiéndoles violentamente al palacio
de gobierno. Acción que causó que hombres y periodistas entraran por las
ventanas del palacio para sacar a los jóvenes de ahí.
Creo que de haber estado los
familiares de los jóvenes desaparecidos en Guerrero, la familia del joven
normalista a quien torturaron brutalmente y le borraron el rostro, y cualquier
ciudadano consciente que sabe que la tortura y la desaparición son constantes
en todo México, habría reaccionado igual; sin pedir permiso a nadie entraría a
rescatar a los jóvenes.
La impotencia y la digna rabia habrían
sido compartidas, sentimientos de quienes sabemos que el crimen con el único
que está organizado es con el gobierno.
Dentro de palacio hubo actos que duelen,
un guardia de seguridad, un hombre adulto lloró de impotencia, debe ser terrible
ser parte de quienes deben provocar, pero también debió ser grande el terror
para responder a los manifestantes. A diferencia de algunos funcionarios de
gobierno, de ningún modo creo que alguien disfrutara del llanto del guardia que
al igual que los manifestantes era una víctima de la circunstancia.
Allí también una mujer que conozco
y estimo por ser una mujer sensata, y madre de uno de mis afectos, aunque no
comparto ni comulgo con los espacios desde los cuales ella trabaja, sí he
podido ver que su labor es con vocación, tanta que el motivo para que estuviera
en el palacio de gobierno era pedir ayuda para que una persona de bajos
recursos pudiera tener una silla de ruedas.
Sin ser ella parte de los guardias
que metieron a los jóvenes, ni de los barzonistas que los querían rescatar,
mientras los minutos pasaban volando sufrió una caída que le causó una
fractura. Acción de la cual ahora se están beneficiando quienes deben justificar
por qué el crimen de Ismael y Manuelita ha quedado impune; por qué siguen
desapareciendo mujeres y asesinando jóvenes; por qué siguen violando brutalmente
a mujeres, niñas y niños; por qué hay miles de personas sin empleo; por qué es
bueno construir un balcón para solo algunos; por qué el vivebus sigue siendo una
estructura costosa e insegura; por qué, aunque la enfermedad es para todos, la
salud es para pocos; por qué habrá más impuestos; por qué quienes trabajan como
funcionarios públicos deben ser parte del partido que tenga la gubernatura en
ese momento; por qué ya no se hablará del aeroshow; por qué quienes hacen la
cultura oficial son ajenos a la realidad y no cuentan con la formación
profesional pero sí tejen redes amistosas con quienes producen y usan las
instituciones de cultura para ordeñarlas y seguir perpetuando la realidad
cruenta que vivimos.
Me duele saber que una mujer
inocente es usada por gente mezquina que quiere seguir perpetuando la miseria
social en la que vivimos, me aterra pensar que algo más pudo ocurrirle a ella o
a cualquiera de las mujeres del barzón, mujeres que estimo y admiro.
Me indigna cómo algunos medios de
comunicación, que tienen de patrocinador oficial al gobierno, con sus letras
hacen parecer a las víctimas como indignas de vivir la vida, indignas de ser
lloradas y recordadas.
Me indigna hasta la medula cuando
dicen que “los del barzón son incongruentes” que “los activistas debieran
actuar de tal o cual forma”, que les griten a los jóvenes cuando los ven marchar
“pónganse a trabajar, güevones”, “por eso los matan”, “el fuego no se apaga con
fuego”.
Si de algo estoy segura es que
nadie de quienes estuvieron ayer ahí disfrutó lo ocurrido.
Quisiera que hubiera un protocolo
para trabajar el dolor y la indignación. Que gobierno y políticos estuvieran
organizados con la ciudadanía y no con el narco. Que Uriel nunca se hubiera
subido a colgar esa lona, y que sus días fueran menos tristes. Que su mamá y su
papá estuvieran vivos.
Los relatos de esta autora enraizan en la gran tradición literaria de la crónica, donde hay nombres tan estimados como Bernal Díaz del Casillo, La Marquesa Calderón de la Barca, Elena Poniatowska, Carlos Monsiváis y José Joaquín Blanco, para poner solo cinco nombres de los miles de escritores mexicanos que la han cultivado.
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