Capítulo sobre un suicidio
Por Mónica Brozon
Era la cuarta vez en el año que Sebastián no
había logrado sacar más que cero en el examen. Así es que me quedé en el recreo
con él, pensando qué podíamos hacer para que sus papás no lo regañaran
demasiado. A mí no se me ocurrió ninguna idea, pero él, después de pensar un
ratito, se paró y dijo:
—¡Ya sé! Me
voy a suicidar ahorita.
—No seas
tonto, Sebastián —le dije yo—, aquí no hay nada que pueda servirte para eso.
—Bueno, está
la azotea —me respondió Sebastián muy pensativo—; me puedo tirar de cabeza
desde ahí.
Yo le dije
que eso no estaba bien, porque iba a hacer un cochinero en el patio y que
además don Fito no lo iba a dejar subirse a la azotea para suicidarse. Don Fito
es el portero de la escuela. Es un señor muy bueno, que siempre trae puesto un
casco y un overol lleno de herramientas por si se descompone algo. Usa un gran
bigote y lentes, y siempre nos trata muy bien a todos los alumnos. Pero aunque
es una buena persona, de verdad nunca deja subir a nadie a la azotea, menos si
lo que quiere es tirarse de ahí.
Sebastián me
dijo que don Fito estaba ocupado en ese momento platicando con la maestra de
guardia. Entonces caminamos hacia la escalera de la azotea y empezamos a subir.
Cuando llevábamos como siete escalones oímos la voz de don Fito.
—¡Chsst,
chsst! —hizo, como si estuviera llamando a unos gatos— ¿Qué asunto tienen que
arreglar en la azotea?
—Uno muy
importante —dijo Sebastián, mientras yo lo pellizcaba para advertirle que no le
fuera a decir a don Fito el asunto. Pero Sebastián no captó mi mensaje.
—¡Ah, pero
qué mocosos tan chistosos son ustedes! —dijo don Fito sin enojarse—. Bájense de
ahí y váyanse a jugar en vez de estar pensando babosadas.
Nos dio unos
golpecitos en la cabeza y se quedó parado en la escalera el resto del recreo.
Sebastián y yo nos sentamos de nuevo donde estábamos y nos pusimos a platicar
de los suicidios y esas cosas, pensando cuáles eran las posibilidades de
Sebastián de llevar a cabo el suyo. Pero no había demasiadas. En la escuela no
había cuchillos, pistolas ni navajas y la azotea estaba descartada por culpa de
don Fito.
—Mira
—sugerí—, ve con el de sexto, con ese al que le dicen el Tanque, y dile que es
un marrano. Vas a ver que de la golpiza que te da ya no vas a necesitar
suicidarte tú solo.
Sebastián se
puso blanco y me dijo que no, porque era una forma muy violenta de hacerlo y
además, si el Tanque lo suicidaba, lo iban a meter a la cárcel, y aunque era
malo no tenía la culpa de que él hubiera sacado cero en el examen. Pensó
durante un rato más y mientras no me dejaba opinar nada porque perdía la
concentración. De repente se volvió a despabilar de su pensamiento y me pescó
del brazo.
—¡Tengo una
idea genial! —me dijo—. No te muevas de aquí.
Un momento
después llegó con ocho tubos de pastillas de sabores y empezó a comérselas sin
convidarme. Eso se me hizo muy grosero y le dije que me diera una pastilla.
—No puedo,
me estoy suicidando —me contestó con la boca llena de pastillas.
Yo me reí un
poco y le dije que estaba loco. Sebastián me respondió que era yo un ignorante,
que él había oído en una conversación de mayores que no sé quién se había
suicidado con pastillas porqué tomó más de las que debía.
—Sí —le dije
muriéndome de risa—, pero han de haber sido pastillas de medicina, porque con
esas no te pasa nada.
Le dije que
Dolores, la niña gordita del salón, siempre llevaba medicinas, que le podía
pedir algunas prestadas. Le pareció buena idea y fuimos con Dolores, que estaba
jugando resorte. Cuando acabó de brincar la llamé.
—¿Qué
quieren? —preguntó en feo tono, porque las niñas siempre creen que cuando las
llamamos es para burlarnos de ellas.
—Oye —dije
yo porque Sebastián es más tímido—, ¿Esas medicinas que tomas, para qué son?
—Qué te
importa —me contestó.
—Ándale
dinos —dijo Sebastián—, es muy importante.
Ella no
quería, pero Sebastián le dijo tantas veces “por favor, por favor, por favor”
que se hartó y nos dijo:
—Son para
mis piernas, que a veces se me hinchan un poquito.
—¿A verlas?
—dije yo y Dolores nos enseñó las piernas.
—No torpe,
las piernas no, las pastillas —le dije.
—Están en mi
mochila y no me digas torpe.
Sebastián
siguió atosigándola con “por favores” hasta que fuimos al salón y Dolores sacó
las pastillas de su mochila. Era un frasquito café, lleno de chochitos blancos
que olían a alcohol.
—¿Y esto
cómo se llama? —le pregunté.
—Se llama
árnica y es buenísima.
—Esto no
parece medicina, parecen chochitos —dijo Sebastián.
—Pues sí es
medicina, y para que te lo sepas, es homeopática —contestó Dolores.
Eso de
homeopática sonó muy delicado, entonces Sebastián y yo nos pusimos de acuerdo
para que yo distrajera a Dolores mientras él se tomaba sus medicinas.
—¿Y cuántas
te tienes que tomar? —le pregunté a Dolores, para darnos una idea.
—Me debo de
tomar seis cada cuatro horas, pero como no traigo reloj y me da flojera
contarlas, me tomo un bonchecito cada que me acuerdo.
—Ahh… ¿y te
sirven bien?
Dolores me
contó del funcionamiento de sus pastillas hasta que me aburrí, y como Sebastián
ya se las había tomado casi todas, le dije,
—Bueno,
bueno, fuiste muy amable, nosotros ya nos vamos.
—¿Y mis
medicinas? —preguntó Dolores.
—Ya te las
puse en tu mochila —le dijo Sebastián.
Pero
Dolores, nada confiada, sacó el frasco y cuando vio que estaba casi vacío, se
puse a berrear y nos dijo que nos iba a acusar con la maestra. Nosotros nos
pusimos de rodillas y le rogamos que no nos acusara.
—Si no los
acuso, ¿qué me dan? —dijo Dolores mientras se secaba las lágrimas.
Yo no tenía
nada que pudiera interesarle a una niña de piernas hinchadas. Sebastián
tampoco, pero le prometió que si no nos acusaba, mañana le iba a regalar
cincuenta pesos. Dolores se quedó muy contenta. Antes de salirnos del salón,
Sebastián le dijo a Dolores que le había dejado algunas pastillas para que
tomara hoy, y que mañana le dijera a su mamá que le comprara otras.
—Mi mamá
siempre me compra todo lo que le pido —dijo Dolores.
—Tu mamá ha
de ser muy buena —le contestó Sebastián, luego la abrazó y le dio las gracias
llorando. A mí me pareció muy conmovedor pero Dolores lo empujó y le dijo:
—¡Guácatelas,
no me abraces! —y se salió del salón.
—¿De dónde
vas a sacar cincuenta pesos para dárselos mañana a Dolores? —le pregunté a
Sebastián.
—Mañana, mi
amigo, ya voy a estar suicidado —me dijo mientras me agarraba de los hombros.
Sebastián y
yo nos regresamos al patio, sin decir nada. Yo me senté en el suelo y Sebastián
se acostó junto a mí y cerró los ojos. Yo estaba muy triste por su suicidio y
hasta se me quitaron las ganas de irme con mis amigos que estaban jugando
coleadas. Ahí me quedé, mirándolo hasta que tocaron el timbre del final del
recreo. Sebastián no se movió y eso que el timbre de la escuela es un timbre
rompe tímpanos.
—Psst,
Sebastián —luego acabas de suicidarte, porque ya toca la clase de inglés.
Pero
Sebastián siguió sin moverse ni dijo nada. Pensé que ya había completado su
suicidio y me asusté mucho. Corrí a donde estaban mis amigos para pedirles
ayuda en caso de que tuviéramos que esconder el cadáver. Cuando regresé,
seguido por Roberto y Juan José, Sebastián ya no estaba. Pensé que alguien
había descubierto el cadáver y había cargado con él. Empecé a temblar y les
expliqué a mis amigos que Sebastián se había suicidado, que yo le había dicho
cómo y que ahora el cadáver estaba perdido.
—No te
preocupes —me dijo Juan José—, luego pedimos permiso de irte a ver a la cárcel.
Yo me enojé
porque estaba muy nervioso y le di un zape bien dado.
—No sean
malos —les dije luego— ayúdenme a buscarlo.
—¿Y la clase
de inglés? —dijo Roberto y Juan José le dio un zape.
—Es más
importante buscar el cadáver de un compañero —dijo y repartió los lugares de
búsqueda: a mí me tocaron los baños y el pasillo de preprimaria; a Roberto la
tiendita y los pasillos de primaria y él mismo el cuarto de las escobas de don
Fito y la dirección. Todos ya se habían ido a clases, entonces había mucha
facilidad para buscar. Pasaron los diez minutos que nos dimos de plazo y
regresamos sin noticias del cadáver. Entonces no tuvimos otro remedio que irnos
a clase de inglés. Yo estaba temblando del susto, además de lo triste que me
sentía por haber ayudado a mi amigo a suicidarse y luego haber perdido su
cadáver.
La tristeza
se me quitó cuando llegamos a la clase de inglés. La maestra se puso a
gritarnos por llegar tarde pero no me importó, porque cuando volteé a ver la
banca de Sebastián, ahí estaba él, vivito, aunque con cara de flojera.
—Excuse me
—interrumpí a la maestra y corrí a abrazarlo.
—¡Amigo!,
qué gusto me da verte! —le grité, mientras todos los del salón me miraban como
si estuviera loco.
—Esas
mugrosas pastillas no sirven para nada más que para dormir —me dijo Sebastián
al oído—. La maestra de guardia me tuvo que despertar de las orejas.
Yo me pasé
la clase de inglés de pie contra la pared, pero muy contento. A cada rato
volteaba a ver a Sebastián para verificar que siguiera vivo. Siguió vivo toda
la clase de inglés, y a la salida seguía perfectamente bien.
Al final de
la clase Sebastián fue con Dolores y le dijo que sus pastillas no servían para
nada y que estaba loca si creía que le iba a pagar cincuenta pesos por esas
porquerías. Tan enojado se lo dijo que Dolores no dijo ni pío, solo hizo un
berrinche silencioso y se salió corriendo del salón.
Mónica Brozon estudió en la Escuela de Escritores de la SOGEM y
desde 1996 se dedica a escribir. A lo largo de 18 años ha publicado 27 libros
para niños y jóvenes y ha recibido los premios más importantes que se otorgan
en el país. Es una de las autoras más representativas de la literatura infantil
y juvenil en México.
Algunos la llaman personalidad, otros, más esotéricos, alma, y a los siete años ya anda completita en el cuerpo de los niños, la misma que habrá de navegar un promedio de setenta de avatares, como en este delicioso relato de una escritora ya clásica y tan joven.
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