Llora Soledad
Por Sally Ochoa
A los trece años Soledad creía que la representación del mal era el
demonio, un ser mítico de color rojo quemado, medio zambo, con una pata de
gallo y la otra de chivo, con una barba picuda y unos cuernecillos, que nos esperaría
después de muertos en algún cono del infierno, como los de La divina comedia, y que si en esta vida no le hacía daño a nadie
intencionadamente, jamás visitaría siquiera el purgatorio y por ende no
conocería a Satanás.
Pero su experiencia con el buda la había hecho dudar y no pasó mucho
tiempo antes de darse cuenta, que el demonio no era tan lejano como parecía,
que habitaba entre la gente escupiendo su maldad y su amargura, en diferentes grados, por la boca de algunas
personas que, en un principio, ella ni siquiera imaginaba.
Entonces se propuso identificarlas de algún modo y pronto descubrió
que todas ellas, las que llevaban el diablo por dentro, tenían mal aliento,
porque toda la endemoniada perversidad de Luzbel les corría por la sangre e iba
a parar allí, en su boca repleta de dientes desgastados o sucios, aunque
algunos también demasiado brillantes y limpios en apariencia.
Cuando mentían, su aliento olía a ajo; cuando calumniaban
deliberadamente para hacer daño, el olor que despedían era una mezcla de huevo
podrido y espinacas; cuando engañaban despedían olor a rancio y cuando buscaban
beneficios olían a caldo de gallina vieja, igual que los menjurjes de su
madrina Maclovia.
Había tantos aromas distintos como malos sentimientos. Soledad había
aprendido a conocerlos y detectar cada
uno de ellos.
Pero su sistema de identificación le falló una tarde de octubre. Fue
sobrepasado por fuertes latidos de su corazón, por la respiración que le
inflamaba el pecho sin control y por el caudal de hormonas adolescentes que le
corría por las venas.
Había leído historias que hablaban del amor y de mariposas que
revoloteaban en el estómago de los enamorados y de cómo éstos veían la vida de
manera distinta; pero nada se comparaba con aquella explosión que sentía en
todo su cuerpo, con aquel despertar de los poros de la piel que lo percibían
todo nítidamente, el frío, el calor, el ritmo de la música, como si fuera la
primera vez que los sintiera.
Nada se comparaba tampoco con la alegría que le corría por las venas y
que se reflejaba en los ojos, en el rosado
intenso que amenazaba con regresar a sus mejillas y en su sonrisa que
era más amplia y más contagiosa que nunca.
Fue por eso, quizás, que no percibió –o tal vez no quiso hacerlo– el
mal aliento del jovenzuelo aquel que sin aviso previo la tomó del brazo y la
invitó a bailar; que rodeó su cintura con las manos haciéndola sentir que
flotaba. Y cuando le pidió al oído que fuera su novia, el mundo alrededor
simplemente dejó de existir.
La teoría sobre el demonio y su perversidad quedó tirada en el rincón
más apartado de su cabeza; la precaución se convirtió en una palabra sin
sentido, y el mal aliento se volvió un invento de niña que dejó arrumbado en el
ropero apolillado de su abuela, aquella que tenía parecido a las lombrices y
que se había muerto sin permiso de nadie. El viento sur la había atacado y ella
no supo darse cuenta.
Las hormonas tomaron por sorpresa su memoria, la cubrieron de engaño,
la vistieron completa de urgencia y afecto y no la dejaron recordar lo que
tantas veces había escuchado de su madre y se había repetido a sí misma hasta
el cansancio: que la maldad estaba entre la gente y que no todas las personas
pensaban o veían las cosas igual que ella. Eso lo habría de entender después.
Al mes supo que el primer amor no siempre era color de rosa y que las
relaciones amorosas de la realidad no tenían nada que ver con las de los libros,
es más, no se acercaban ni siquiera a la historia de Romeo y Julieta que había
leído antes del buda cuya experiencia no había hecho nada más que constatar que
aquello no era más que una mentira burda porque la realidad era cruda y
desconsiderada, que no importaba que nunca hubiese hecho daño a nadie, porque
de cualquier forma se lo harían a ella con saña, con descaro y sin
remordimientos.
Entendió que la maldad podía expresarse de diferentes formas y en
distintos cuerpos, pero siempre estaba presente de alguna u otra forma,
merodeaba a su alrededor aunque no pudiera verse o sentirse.
A ella le había tocado encontrarla en un rostro bien parecido, con un
boca grande que sonreía a medias y se burlaba sin disimulo de los demás, de la
vida, del mundo y de las cosas; un rostro que enrojecía de furia cada vez que
alguien intentaba someterlo, un rostro que perdía el control en el alcohol desmedido
y el color en el gris humo de un cigarro de marihuana.
Soledad sintió en su corazón y en el estómago –como siempre le sucedía–,
la perversidad de aquel espécimen cuando
los primeros aguijonazos del rumor se le clavaron en la piel.
El rumor, el chisme, los inventos, las mentiras o las verdades a
medias. Todo era lo mismo, pensaba Soledad; todo iba encaminado a hacer daño, a
provocar dolor deliberadamente. No hacía falta cometer errores para que alguien
hablara mal de otro alguien, ni hacía falta que eso que se dijera fuera cierto
para que el resto del mundo lo creyera y lo diseminará con la seguridad de
poseer la verdad absoluta y comprobada en sus manos.
Lo único que hacía falta era inventar algo e iniciar una cadena
informativa y morbosa que se degeneraba un poco en cada boca en la que entraba
y salía.
El jovenzuelo de la sonrisa a medias, el energúmeno de los cigarros de
marihuana y puños de piedra; el aprendiz de conquistador que le había
despertado las mariposas en el estómago, conocía de sobra –a sus quince años– el
poder de un rumor y lo utilizó, solo para hacerle saber a Soledad lo que le
costaría su negativa a darle un beso, porque aún ahora, después de varios años
de la historia del buda, los besos seguían ocasionándole asco.
Corrió al baño y la furia estallaba; lloró a solas frente al espejo,
lloró y se vio a sí misma mientras las
lágrimas salían de sus ojos, gordas y descaradas resbalaban por su cara
quemándole la piel.
Lloró como lo había hecho antes cuando abandonó su casa de niña, como
en sus cumpleaños cuando no recibía el abrazo que cada año esperaba, o cuando
recordaba a su padre y no podía decirlo a nadie; solo que ahora las lágrimas,
más que tristeza, le ocasionaban dolor y desesperación.
Lloró porque no entendía por qué la vida se empeñaba en matar sus ilusiones; más que cualquier
otra cosa quería ser feliz y no lo conseguía y eso se había convertido en una
herida abierta y dolorosa que no paraba de sangrar.
Lloró aunque desconocía su destino, lo presentía y cada vez que en su
pecho latía ese presentimiento, no podía hacer más que aceptar que su mundo no
era este, ni otro, ni alguno, porque ninguno más existía, porque ninguno,
aunque existiera, le abriría los brazos, muy al contrario la rechazaría, igual
que todos.
Soledad se perdió entonces en su silencio y en sus pesadillas que la
torturaban y en las que se había agregado un nuevo personaje además del buda
perverso. En un parpadeo se le acabó la sonrisa, el brillo de los ojos y las
ganas de vivir. Era abismo oscuro y frío donde nada ni nadie tenía cabida excepto
ella y sus deseos de morir.
El pequeño témpano que llevaba en su interior iba creciendo. Las
lágrimas formaron surcos simétricos en sus mejillas de tanto caer y caer; por
las mañanas y las noches escurrían sobre la piel en carne viva que se negaba a
sanar.
No fue sino hasta muchas semanas después cuando dejó de llorar.
Una tarde, sintiéndose parte de las notas desgarradoras de la música
de Guns & Roses decidió quitarse la vida. Fue al baño, se lavó la cara para
aliviar el dolor de sus heridas y tomó una navaja de afeitar, la guardó bajo la
manga para ocultarla de las miradas curiosas de sus hermanas y regresó a su
cuarto.
Se encerró, apagó la luz y subió el volumen de la grabadora; golpeó la
pared con los antebrazos en repetidas ocasiones mientras las cuerdas vocales de
Axel Rose se desgarraban cantando Dulce
niño mío y el sonido de la guitarra retumbaba también por los rincones.
Cuando sintió la piel adormecida por los golpes, se detuvo; tomó la
navaja y de un solo movimiento la enterró profundamente en la parte interna de
su muñeca izquierda. Un espasmo doloroso le recorrió el cuerpo y no pudo
contener un grito agudo de dolor; pero siguió cortándose lentamente, sin darse
cuenta que ese, su dolor, se pegaba a las paredes dibujando grietas en la
superficie que poco a poco iban haciéndose más profundas y abrían paso a sus
sollozos para hacerlos llegar a los oídos de su madre.
Solo unos minutos pasaron; cuando su sangre había formado un charco
brillante y rojo sobre la cama y la fuerza de su mano verdugo se perdía, la puerta
se abrió. Soledad miró el rostro incrédulo de su madre y luego perdió el
sentido.
Muchas veces lo intentó; de distintas maneras buscó escapar de la
realidad. Nunca pudo. Por las madrugadas, cuando despertaba gritando, mojada
por el sudor frío del miedo, deseaba desde lo más profundo de su corazón que
cayera un rayo y la partiera en dos, o en cien o en mil pedazos, no importaba
en cuantos con tal de que le robara la conciencia y la hiciera olvidar.
El rayo nunca llegó; los surcos en su rostro permanecieron allí por mucho
tiempo más.
El destilado exacto del espíritu y el cuerpo de las mujeres son estos cuentos de Sally. Su personaje tan realista, se halza simbólico en los monólogos de Soledad.
ResponderEliminar¡¡¡"HALZA"!!!! con HHHHHH !!!! ¿en qué muladar aprendiste ortografía?. ¿en el mismo donde aprendiste literatura? terminaremos vomitando si sigues empeñado en echar a perder los textos de tus autores con tus comentarios.
ResponderEliminarY sigue fatigado en tus fantasías compensatorias, aún tenemos mucho que reír.