miércoles, 8 de octubre de 2014

Óscar Unzueta

Estelas y rutas


Por Óscar Unzueta


Una ráfaga de la fría brisa nocturna, propia de la bahía en agosto cada año, hizo que el vestido de Rosario revoloteara. Bajo las estrellas que se alcanzaban a filtrar entre las nubes, la duda de abordar se apoderó de ella.

―Por última vez, ¿estás segura de querer hacer esto?

Los segundos de silencio empezaron a acumularse uno sobre otro.

*****

Al rozar la mitad de la centuria número dieciocho, Rosario conoció a Enrique. Como hija del comandante del Fuerte que resguardaba la bahía y el puerto, visto fríamente, solo era cuestión de tiempo para que tal encuentro sucediera.

La fortaleza de carácter de Rosario, que era frecuentemente confundida con rudeza, descortesía e inclusive falta de atracción por el género opuesto, hicieron que Enrique no desarrollara el más mínimo interés por ella cuando llegó a vivir al puerto, recomendado como uno de los más grandes contramaestres de la flota mercante real. Era un secreto a voces que él sería parte importante de la tripulación del próximo viaje a las Indias.

Sin embargo, la presencia constante de Rosario en el Fuerte, ya fuera por sus incursiones en la cocina o su presencia como oyente en las cátedras de navegación que Enrique impartía, terminaría siendo el detonante de una atracción entre ambos que pronto daría paso al amor, mismo que cultivaron durante los cuatro meses que transcurrieron desde su primer beso, en el puente que daba acceso a la fortaleza, y el día en el que Enrique habría de partir.

―Cuando vuelva nos casaremos ―fueron las últimas palabras que Rosario escuchó de Enrique, quien a su vez recibió como contestación un pícaro dicho:

―Si en la ruta te tardas una sola luna en exceso, perderás tu lugar en la fila ―envuelto en el encuentro más tierno y anhelante de sus labios, justo antes de que Enrique subiera al barco.

Ciento cincuenta y cuatro días transcurrieron desde que Rosario vio desaparecer la estela que dejó la nave guiada por su amado, y hasta que escuchó el grito del vigía anunciando el fin del largo viaje. Durante todo ese tiempo, Rosario se había incrustado poco a poco en la rutina diaria del Fuerte. Sin que nadie se diera cuenta, inclusive ella misma, se hizo cargo de la cocina en el turno de la merienda; aprendió a limpiar los cañones que reposaban entre las almenas de la construcción; y conoció los detalles básicos de cómo fijar un rumbo en el mar guiándose solo por las estrellas... todo como un intento no tan consciente de identificarse con Enrique y su modo de vida, del mismo modo que él aprendió cuanto pudo de Rosario y su arte con el florete.

Al oír el anuncio de que el barco estaba de vuelta, Rosario se dirigió al muelle con pasos normales, al grado de ser rebasada por varios cargadores que se aprestaban a aligerar el peso del navío, seguramente repleto de exóticas sedas, especias que condimentarían miles de platillos de las colonias, y jarrones exquisitos entre otros bienes. Sin embargo, una vez que hubo descendido el último hombre, Enrique no se contaba entre los que habían regresado al punto de partida. Desconsolada pero serena, Rosario preguntó al capitán qué había sucedido.

―El alcohol hizo su víctima a Enrique, muchacha. Un marino lo vio completamente ebrio, tropezando y cayendo por la borda, una de las noches que nos encontrábamos en el puerto de Manila. Debes saber que su imprudencia nos costó no solo su vida, sino también contratiempos. Nos fue imposible encontrar alguien que llenara plenamente sus zapatos.

Esa fue la primera noche en toda su vida que Rosario no pudo disfrutar de un ápice de sueño. Fueron pocas las lágrimas que surcaron su pálido rostro, pero cuando finalmente se levantó de la cama, con los primeros rayos del sol, su ánimo se encontraba en el punto más bajo que había sentido, tan oscuro como su largo y suave cabello. De hecho, no se hubiera puesto de pie si no hubieran tocado a la puerta de su habitación, misma que abrió con calma y pesadumbre.

―Señorita Rosario ―dijo tímidamente uno de los miembros de la tripulación recién desembarcada―, dispense usted la molestia. Le traigo una carta. Por lo que más quiera en este mundo, no diga jamás que yo se la entregué.

Contestándole al marino que no tenía de qué preocuparse, Rosario recibió la misiva y le despidió. Sin tener la menor idea de con qué se iba a encontrar, rompió el sello informe de cera y posó su mirada en las letras cuya caligrafía reconoció al instante, la cual rezaba:

Amada Rosario:

Mil perdones no alcanzan para subsanar el dolor que te he causado, por no poder hacerte sabedora de mi verdadero destino. Mi fama como navegante me trajo una inesperada oferta de uno de los comerciantes más ricos de Manila, para dirigir barcos de su flotilla que viajan rumbo a las Indias. No obstante, como bien debes saber, el abandono de mi puesto en la flota real habría de pagarlo caro, por lo que tuve que crear una muerte fingida para no sufrir una verdadera.

A pesar de que mi sueldo me permite vivir con absoluta holgura, y mi pasión por desplazarme entre las olas se ve satisfecha día con día, no me siento pleno si no es a tu lado. Me es claro que estoy solicitándote demasiado, pero como no puedo volver, te imploro que vengas a mí. El próximo día agosto seis espero verte en el muelle ubicado al extremo izquierdo, del puerto principal de Manila, justo cuando el sol se oculte. Si no te encuentro, sabré entender... pero no quisiera tener que hacerlo.

Tuyo en cuerpo y alma desde el otro lado del mundo,

Enrique.

Así que Rosario solo tuvo que esperar a que la nave saliera de nueva cuenta hacia oriente, para hacer sus preparativos. Una combinación de dinero y dulzura fue insuficiente, en primera instancia, para convencer al capitán de que le permitiera viajar escondida en algún camarote. Muy a su pesar, Rosario tuvo que recurrir al chantaje para obligarlo a aceptar, amenazándolo con hacerle llegar una carta a su padre, acusando al capitán de haberla raptado; carta que ya no estaba en su poder, sino de alguien que tenía instrucciones precisas de entregarla al comandante del Fuerte si no tenía noticias ciertas de que Rosario hubiera llegado a Manila. Rendido, el capitán convino en llevarla a su destino, con secrecía absoluta.

*****

―Por última vez, ¿estás segura de querer hacer esto?

Respirando hondamente, de frente al barco que zarparía al día siguiente, acompañada solo del capitán, Rosario analizó una vez más todos los peligros a los que se iba a enfrentar. Una traición del capitán. Enfermedades. Tifones. Piratas. El azar mismo.

Abriendo los ojos, Rosario dio firmemente el paso que le faltaba para subirse a la cubierta.


Óscar Unzueta nació en la ciudad de México en 1978 y ha vivido en Chihuahua algunos años. Abogado de profesión, en sus ratos libres se dedica a ser cuentista, guionista de novelas gráficas, articulista de música y editor. Su trabajo se ha publicado en editoriales mexicanas independientes y en algunas revistas estadounidenses.

2 comentarios:

  1. Rosario esperaba a Enrique en el puerto, como Penélope a Ulises. Pero esta vez el hilo de la comunicación lo tendió él: una carta secreta.

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  2. Pues me engancho desde el primer párrafo, me gusto mucho el manejo del lenguaje y el ritmo, lo imagine todo en secuencias gráficas!

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