La amanecida
Por Heriberto Ramírez
Luján
Recostado sobre un
bordo en medio de un plantío de algodón, en una noche sin luna y acompañado de
una lámpara de petróleo, vi salir de entre la oscuridad un par de ojos rojos encendidos
como brasas. Aunque experimenté un sobresalto me quedé inmóvil, un instante me
llevó darme cuenta de que era un perro del vecino, de la labor de enseguida,
pero su pelo negro lo confundía con la oscuridad.
Me había recostado a
la espera de que el agua que bajaba por la tarja se cubriera para cambiarla a
la siguiente, como mandan los cánones del regadío. Habíamos iniciado por la
mañana, colocando nuestro viejo tractor Farmall
súper M a funcionar con su polea instalada y conectado a la bomba para
succionar el agua que llegaba por la vieja acequia levantada kilómetros arriba,
en la ribera del Conchos.
Las matas de algodón
casi alcanzaban el medio metro de altura, así que estábamos a mitad del verano
en una noche apacible. A lo lejos podían verse las luces de Ojinaga, hacia el
norte se perfilaba lejana la sierra del Chanate del lado americano, a sus pies,
cerca de nosotros, la ribera del río puerco, como lo conocían los lugareños, es
decir, el río bravo.
En la faena
participaban mi padre, Saúl el mayor de mis hermanos y Ramón El Gato, un peón
ojiverde. La parcela de mi padre ubicada en el predio Los Pequeños era la
última que se regaba con el viejo sistema de la acequia principal, aunque para
ello había que echar mano del bombeo.
La noche transcurrió
serena hasta el día siguiente, todos me preguntaban cómo me sentía al no dormir
nada en toda la noche, me parecía que exageraban al buscar en mí signos de
fatiga, y yo en cambio presumía de mi fortaleza. A mediodía llegó mi padre con
provisiones, una olla de peltre rebosante de chile colorado con carne y
frijoles acompañados con tortillas de harina de trigo, preparado todo por mi
madre, los más ricos que jamás haya probado. Después de engullirme mi porción,
me tumbé a la sombra de un vetusto mezquite crecido a orillas de la tarjea a
dormir sin límite de tiempo. El rito de paso había sido alcanzado con éxito,
había probado que la noche podía ser vencida.
Transcurrida otra
noche más, ya por la tarde, llegaron a dejar al Gato en la casucha de adobe que
habitaba en el lote vecino de los Salazar. Al llegar dice mi hermano que dijo:
“en mi casa hay unas máquinas igualitas a estas”. Así trabajamos muchas veces,
al borde del delirio.
Heriberto Ramírez Luján, filósofo mexicano, redacta la lógica
con precisión de cirujano. En sus ensayos y libros de filosofía y también en
sus textos literarios. Sobrio y elegante profesor, el estoicismo es divisa de
su estética. Y de su gran estilo.
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