jueves, 25 de febrero de 2021

Luis Kimball. Parcelas en el imaginario del diablo


Parcelas en el imaginario del diablo

La Tiricia, novela de Guillermo Hernández Orozco

 

 

Por Luis Kimball

 

 

La Tiricia, de Guillermo Hernández Orozco, se orquesta como novela de aventuras con un escenario natural de drogas y pobreza. Así nos da la bienvenida:

 

La verdá es que me arrempujó la necesidá, yo ni siquiera conocía la amapola, cuantimás la goma. Jue Juventino el que me metió en la maceta que la sembrara.

 

Empieza en prisión, aunque los personajes no están apandados, sufriendo miseria, ni intercambiando experiencias transformadoras en novelas célebres como aquella de Manuel Puig, ni revelando la ciencia de sobrevivir el hacinamiento, cual hace Solhenitzi. Son norteños mexicanos, así nomás, paseándose por el patio; para mejores señas, deambulan entre Ojinaga y Jesús del Monte, o sea, parcelas en el imaginario del diablo, donde conviven y hacen planes porque la cárcel es cosa normal que les pasa a los hombres que hacen de hombres:

 

Y ¿qué le achacan? insistió.

Pa´qué le decía que la muerte de mijo y la de mi compadre.

Mejor le contesté:

Me agarraron con goma” (p. 15).

                                

El elemento del suspense nos hizo pegarnos a su lectura con la imborrable deuda de sangre, al estilo de las novelas del oeste.

 

Cuando regresé con la bestia, ya mija estaba tendida y sí le creo que el balazo era pa´Usté. Porque así, nomás por nomás, no se mata a nadien (p. 11).

 

Es un relato cuyo cuestionamiento moral ante la muerte u otros delitos es mínimo y pertenece solo a sus personajes, como quien calcula para cuánto le alcanza al entrar a un minisuper:

 

Así no podía pensar en matar al Tibus, aunque juera soltándole un pedradón a media maceta, sentía que de a feo andaba falto de juerzas (p. 44).

 

¿Ve? Como cuando uno deja el shampoo bueno, las manzanas y un Milki Way prescindibles, que personas normales debíamos intentar a precio Oxxo. Nunca deja de haber este cálculo: ese corte de caja que va midiendo la vida, en las pláticas naturales de cuando se vive a salto de mata:

Por el cuidado con que va trazando a La Coyota, el Culebro, El Tibus, La Tiricia puede parecer relato costumbrista. Sin embargo, la velocidad con la que acontecen los hechos, el ritmo despellejado con el que se van amontonando los  cadáveres sin ningún drama, recuerdan más a la novela de vaqueros: ese personaje inútil convertido en pistolero con la fiebre del oro. Pasa cerca de la novela del realismo social, pero sin calificativos morales. De pronto lo que narra Hernández es el fin de los tiempos, sin religión ni política; no postapocalíptico, sino cercano a nuestro ahora.

No hay esas voces de malditos propias del cine (ni esas miradas, ni sentencias memorables antes de jalar el gatillo):

 

[…] y en la bola salió un balazo [...] y... así acabó la cosa (pág. 17).

 

 Uno habita la novela junto a esa cantidad de personas. No es que sean malas personas: el crimen es el estado de cosas y, aunque tranquilos, siempre andan con el percutor amartillado.

 

Unas veces pensaba que lo mejor era horcarlo, otras que era bueno conseguirle yerba, al fin le gustaba, y ya cuando estuviera bien arreglado, amarrarlo en mi celda y a punta de patadas madrearlo (pág. 18).

 

Una aventura que devela, a través de unos cuantos asesinatos, la tersura moral del terreno.

Al principio aparece el tono costumbrista cristalizado quizá en esa separación de clases con que Mariano Azuela va describiendo desde el narrador, un señorito letrado de la ciudad de México durante el proceso revolucionario, acentuando los modos torcuatos del campesisno, a los que enraiza emociones fuertes como incontenibles: el buen salvaje.

 

Se puso en cuclillas, le dio dos fuertes fumadas al cigarro, luego, con la muñeca del brazo izquierdo, se levantó un poco el viejo sombrero norteño, alargó la mirada hasta el guardia que estaba sentado allá arriba (p. 7).

 

Cierta desconfianza: ¿alargó la mirada? ¿En cuclillas? No es que no lo haga la gente de cualquier parte, pero la semiótica, el orden sintáctico y nombrar norteño a un sombrero cuando es más propio nombrarlo contando las pedradas recibidas o de plano por la marca que ande rifando, delata al escritor foráneo, pero también al escritor que no se detendrá por nada, pues la literatura no está nunca dada, por más que parezca: se construye.

La cadena de venganzas en La Tiricia va a lo práctico, nunca al sadismo, cada vez calculando cuanto debe cada uno y cuanto lleva derecho a cobrar.

Aparece un desierto muy nombrado con todo y soles, pero no luminoso, quizá algo húmedo, curioso, quizá conforme uno se va enterando que unos y otros de los pocos personajes, aunque hablen con parquedad, en realidad lo hacen bastante, gastando saliva hasta cuando piensan, pues eso: una creación literaria.

 

Entonces empezó por morirse, no dijo nada, ni un pujido, pero se torció. Yo creo que se murió de puntada, porque de hambre no (p. 64).

 

La Tiricia es un micromundo esclavizado a la tiranía del relato: lo que no afecte a sus personajes no importa, y esto genera la tensión en el lector, que llama a nuestro yo sádico revestido de justiciero, como explicaría Ernst Mandel en Crimen delicioso.

A veces sentí de manera sobrepuesta cierto formalismo del letrado. El conocimiento del enterado de Historia, noticias y geografías tan detalladas delata al escritor culto sobre el relator, generando esa distancia que en el inicio de la novela percibí elitista. Sin embargo, lleva una inscripción natural de la experiencia humana para cualquiera menos quisquilloso y se aprovecha de recuerdos, noticias e información antropológica para construir un montaje que revela verdad.

En el segundo capítulo, uno como lector ya ha aceptado como personas a los personajes, que van desde la escena cotidiana del plantón de maestros a recolectores de caléndula. Los maestros cotorrean sobre las compañeras normalistas, entre coreo y coreo de consignas dictadas con esa falta de pasión de tarea que encarga el sindicato. Los calenduleros habitarán el más parco Comala y hablarán de lo que sea que allí haga sentido. En lo de buenos y malos no deja duda: eso es meramente circunstancial al ir jugando los roles en una sociedad tan asumida como criminal, que nadie juzga salvo para fines prácticos: ayudar a uno a vender algo porque necesita el dinero, meter a otro a la cárcel porque ya había robado y matado y se notaba. ¿Cómo habría de ser diferente, cuando las pocas autoridades que aparecen no son más que parte del mismo negocio de matar y economizar así en gastos de justicia? Desde el principio, nadie requiere tanta explicación, a lo que se dedique uno u otro, entienden bien lo que es “empezar de abajo”, “goma base”, “laboratorio” y sus funciones, porque no hay de otra. O migrar bajo la mirada de Rangers asesinos.

Se entretendrá. Esta novela de aventuras no rellena párrafos, sopesa cada elemento como deben pensarse los insumos para emprender la huida.

 

Hernández Orozco, Guillermo: La Tiricia. Editorial UACH, México, 2006.

 




Luis Kimball nació en Chihuahua en 1974. Vivió en Chihuahua, en Veracruz, en la ciudad de México, y ahora reside en Querétaro. Hizo estudios universitarios que no le satisficieron. Se interesa en el conocimiento y escribe desde joven, ha publicado en la revista Solar y en Manual del desierto. Es coautor del poemario Luna de hiel para tres, y autor de Puros de amor. Ha participado en la coordinación de espacios culturales y actualmente coordina el taller literario Escritura al día.

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