sáb/jad
Un buen amante
Por José Alberto Díaz
Ludere cum
ignis, ludum periculosum
El sol se había puesto y me dirigí, sin mucha prisa, al lugar
acordado para reunirme con mi amigo Rubén: una taberna de buena pinta que, en
palabras del cantinero que casi siempre la atendía, no era buena ni mala,
simplemente antigua. Yo tenía ganas de beber, el calor calcinante de aquella
tarde de perros era el perfecto estímulo para embriagarse.
Recorrí el largo, largo pasillo del bar, y lo primero que vi al
abrir sus puertas, hechas al estilo del viejo oeste, fue a Rubén, cabizbajo,
sentado a la barra, apoyando sus codos sobre la pulida superficie de madera.
Tenía las manos entrelazadas, ignorando el tarro de cerveza ante él, que
desbordaba espuma. Me senté en un taburete a su lado; parecía sin ánimos de
conversar. Luego de darnos un buen apretón de manos, alzó la voz:
―Maldita
sea mi suerte.
¿Maldita? A mi entender, Rubén no tenía nada de qué quejarse. Le
sobraba dinero, tenía un negocio grande y estable, una casa que muchas personas
ya quisieran, una mujer con clase y de envidiable figura, dos hijos ‒ambos exitosos estudiantes de
medicina‒,
y cada lustro, sin fallar, vendía su automóvil para adquirir otro de modelo
reciente. A sus cincuenta años, era asediado por féminas de todas partes. ¿De
qué se lamentaba?
―¿Qué
sucede? ―le
pregunté.
―A
veces quisiera saber si de verdad me estiman las personas que me rodean, o si
están conmigo solo por el capital. Tarde o temprano, casi todos me defraudan.
Hoy amanecí más sensible de la cuenta, lo sé… quizá se acumularon en mi interior
las traiciones, la decepción, y toda esa porquería. ¿Sabes qué es lo que más me
duele? Tengo la certeza de que yo he propiciado la ruptura de la mayoría de mis
relaciones. Ya no puedo con este sentimiento de culpa.
―Tranquilízate
―le
dije, mientras le daba una palmadita en el hombro―.
Aún hay personas en las que puedes confiar. Y está mal que lo diga; pero yo soy
una de ellas.
―Lo
sé, lo sé ―me
dijo, exhortándome a brindar.
Pasamos la noche bebiendo cerveza hasta que nos echaron del bar.
Había llegado el desenlace de las beodas conversaciones que los clientes
sostenían en cada rincón del desvaído local. Rubén se despidió de mí con un
fuerte abrazo, diciéndome repetidas veces lo mucho que me quería.
*
Muy temprano al día siguiente, el ruido intermitente del teléfono
me despertó. Era Rubén. Me llamó para invitarme a cenar. Acepté de buena gana,
¿mencioné que la esposa de mi amigo, además de atractiva, era buena cocinera?
Me levanté para ir al retrete. La cabeza me daba vueltas y mi estómago se salió
por la boca. Al asomarme en el espejo, vi un rostro demacrado con los ojos
enrojecidos; el típico semblante de la temible resaca. Tomé un par de pastillas
efervescentes y un coctel de tomate con almeja para sentirme un poco mejor. El
remedio funcionó.
Acudí a la residencia de Rubén a la hora indicada. Aún no
oscurecía y el clima se mostraba cálido pero benévolo. Estacioné mi vehículo en
el jardín de mi amigo; tenía espacio suficiente para albergar hasta una docena
de automóviles. Abrí la guantera de mi nave para sacar de allí una ánfora de
vino. Salí del automóvil y contemplé un momento la fuente de ornato antes de
tocar el timbre de la casa. Al llamar, la esposa de mi amigo, Alondra, abrió la
puerta con una radiante sonrisa. Jamás la había visto sonreír así. Dijo que
Rubén no estaba y que tardaría como dos horas en llegar. Me incomodé. Al ver mi
rostro, ella interpretó mis pensamientos y me dijo que no me preocupara. Tras
invitarme a ocupar un sitio en su cómoda sala, me aposenté en un sillón
individual que tenía un hueco formado por el trasero de Rubén; pero se estaba
bien ahí. No iba a sacar el ánfora hasta que mi amigo llegara, así que decidí
entablar una charla baladí con Alondra. Al cabo de un rato, ella fue a servir
un par de tragos de vodka. Empezamos a beber. Lubricada por el alcohol, la
plática se había tornado más amena. Ya ni siquiera sentía molestia alguna por
la inesperada ausencia de Rubén. De repente, sin que viniera al caso, Alondra
me preguntó:
―¿Te
consideras un buen amante?
―Está
mal que yo lo diga; pero sí.
―¡Presumido!
―me
dijo, soltando una carcajada.
Enseguida la vi incorporarse y entrar al baño. Cuando salió, tenía
puesto un baby doll de lo más
provocador, un atuendo que ‒podría
apostarlo‒
le brindaba felicidad a mi amigo cada noche. Como dirían los españoles, parecía
ofrecer un polvo excelente. ¡Qué pedazo de mujer! Puse cara de asombro y
enmudecí. Después agaché la mirada, enfocándome en la bebida. Ella se me acercó
para murmurar en mi oreja:
―¿Te
gustaría… antes de que llegue mi marido?
No le respondí. Ella se alejó parsimoniosamente rumbo al
dormitorio, contoneando su lindo y delicado trasero. Duré como un minuto
pensando que ella jugaba, que todo era una treta de muy mal gusto. El destino
me agredía con una infernal disyuntiva, y sin embargo seguí a la mujer de mi
amigo. Yacía de espaldas sobre la cama, cruzando las piernas, con el hermoso
cabello desparramado en su almohada. La disyuntiva me invadía de nuevo,
palabras inconexas rondaban en mi cabeza: Tálamo, traición, voluptuosidad,
adulterio, ¡cruz, cruz! Finalmente, decidí… ¡abalanzarme sobre ella! Le empecé
a besar el cuello, rozando mi entrepierna con la suya.
―No,
no, no ―me
dijo, entre leves gemidos, mientras abría sus gloriosas y torneadas piernas.
*
No sé cuánto tiempo había pasado cuando salí de la casa. Mientras
cruzaba el jardín fumando un cigarrillo, vi a Rubén sentado sobre el cofre de
mi nave, con el rostro desencajado. Nunca le había visto fruncir el ceño de esa
manera. Cuando llegué a su lado, me dijo.
―Eres
un cabrón hijo de puta. Lo que te propuso la perra de mi esposa había sido un
acuerdo entre ella y yo para cerciorarme de la confianza que en ti tenía
depositada. Me salió el tiro por la culata. Eres igual de pendejo que los
demás, me equivoqué contigo… y lo más tiste, es que también con mi esposa.
Pensé decirle: “ya ves lo que le pasó al Curioso impertinente”; pero qué pudiera saber él de Cervantes.
Merecía los insultos que me dijo, esos y más. Después de escucharle un poco más
acerca de mujeres, amigos y traiciones, me corrió de su casa, de su vida. No
dejo de pensar que él lo propició.
*
A veces paso de largo ante la taberna de buena pinta cuando veo
aparcado muy de cerca, y en altas horas de la noche, el vehículo de Rubén.
Sincerado entre las copas, seguro estará quejándose de su suerte con alguien
más. Mientras avanzo, pienso en el que con lumbre juega…
José Alberto Díaz es licenciado en informática. Ha publicado los libros Cuentos para recuperar la cordura y Carta astral para el escéptico. Desde 2007 ha participado en eventos culturales y encuentros de escritores en el municipio de Cuauhtémoc, así como en la capital del estado de Chihuahua. Sus cuentos han aparecido en medios impresos, siendo el más reciente la Revista de literatura, lengua y cultura Ariwá. Durante algunos años participó como articulista en el periódico El Heraldo del Noroeste. Tiene una novela en proceso de traducción al inglés, La copa de nada, misma que se haya en Amazon en formato digital.
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