v/ lfr
Conversación
de dos gatos
Por Luis Fernando Rangel
Gato
Ven, acércate más,
eres mi oportunidad
de acariciar al tigre […]
José Emilio Pacheco
—¿A
qué le tienes miedo? —me pregunta mientras se desviste.
Me
descubre temblando aunque no hace frío: es septiembre y el calor se cuela por
las ventanas. Estoy nervioso y se da cuenta. Sonríe, de nervios quiero creer, y
guarda silencio esperando mi respuesta. Pero no digo nada. Me mira de reojo,
con sigilo, esperando descubrir algo en mi silencio. Interrumpe su tarea —deja
de interrogarme— y camina por toda la habitación como si la delimitara. Se
mueve sin la menor preocupación. Semidesnuda, se detiene frente a mí y me toma
por los hombros.
—Dime
—insiste.
Sigo
sin responder. En cambio, imagino que bajo sus pies crece un jardín y que a
cada paso que da nacen manantiales. Entonces recuerdo: era el tercer día cuando
Dios creó los mares, los árboles y las hierbas. Yo, al igual que Dios, pienso
que es bueno. Es el séptimo día y la veo frente a mí. En el piso está su
segunda piel: unas medias negras y una falda azul. Pienso que las medias son
como una víbora que lleva en la boca el secreto del mundo y la falda es un
nuevo mar sobre el que puedo caminar. Trato de sonreír, pero no puedo. Sigo
nervioso. De pronto la habitación es un pedazo de paraíso. Estoy vestido de
pecado original y aun así balbuceo mientras la veo desnudarse.
—A
no existir —le respondo. Y bajo la mirada para seguir su rastro en el suelo.
Termina
de sacarse la ropa: levanta las manos, toca el cielo y las nubes toman forma.
Era el primer día cuando Dios separó la luz de las tinieblas. Ahora entiendo la
gracia de sus movimientos. Se quita la blusa gris con flores ‒la
misma que llevaba puesta la primera vez que hicimos el amor (y ella se ríe
porque esa frase le asusta tanto y me pide que no le diga así)‒. Se sonroja y con la mano izquierda se acomoda los
lentes. Apunta al cielo con el dedo índice, como si buscara algún pájaro para
decirme Mira, qué bonito vuela.
—¿A
no existir? —dice entre dientes como si mi respuesta no pareciera adecuada.
Entrecierra los ojos pensando que así es más fácil encontrar las ideas—. A no
existir —repite, por lo bajo, mientras pasea la lengua por los labios.
—A
la nada —pienso corregirla.
Como
si supiera qué es la nada.
Y
sin embargo eso hay: no digo nada. Si tuviera más valor aprovecharía el
momento. No solo le diría que mi más grande miedo es morir y que se olviden de
mí, sino que también le recitaría un poema que alguna vez leí en quién sabe
dónde. Un poema cursi. Y así decirle: tus
montañas son volcanes que aún no hacen erupción. Para luego limpiar con mi
lengua la lava que escurre por su cuerpo. Pero no tengo valor para decírselo.
He caído en la trampa de los lugares comunes. Como siempre.
—A
no existir —repito en mi cabeza —. A eso le temo, a no existir.
Ella
solo sonríe.
—Sí
—le digo cuando la veo acercarse.
No
sé qué palabras busca.
Mis
manos están juntas, apretadas, como si tratara de rezar. Estoy nervioso y en
medio de las manos siento latir el corazón. Parece que guardo entre las palmas
de las manos a todas las aves del jardín.
No
le temo a la muerte. Mi miedo tiene que ver con estar vivo. A veces pienso que
soy un producto de su imaginación. Nunca puedo salir de esta habitación si no
es con ella. Sin embargo, cuando toca mi mano sé que ocupo un lugar en el
mundo. Luego me palpo el rostro para comprobarlo. Y pienso: si alguien me
imagina, espero que lo haga mejor de lo que Dios me imaginó.
—Para
mí existes, ¿qué no te basta con eso? —dice mientras se da la vuelta y se
dirige al peinador para recogerse el cabello.
—Sí,
con eso basta —respondo.
Frente
al espejo, aprieta la boca sosteniendo los pasadores entre sus labios mientras
con delicadeza los retira uno a uno de la maraña de cabello negro. En su mano
derecha, a manera de pulsera, lleva la liga con la que después se recogerá el
cabello. Me descubre observándola.
—¿Qué
me ves?
Suelto
una ligera carcajada, apenas lo suficientemente fuerte como para que ella lo
note, pero tan sutil que ni siquiera se interesa en preguntar el motivo.
Atiende la tarea frente al espejo: con la boca apretada y las cejas arqueadas,
comienza a peinarse.
—A
veces me gustaría tener el cabello más rizado —dice. Toma uno de los rizos y lo
estira hasta alaciarlo. Lo suelta mientras ve cómo vuelve a enroscarse.
Interrumpe
la tarea. Deja de mirar el espejo y luego me mira a mí: con ternura, como mira
a su gato. Me acaricia el rostro y al sentir su tacto me hace sentir que estoy
vivo.
—¿Me
quieres? —pregunta.
Y
yo siento que su pregunta es una burla.
¿Cómo
no voy a quererla? Asiento con la cabeza. La verdadera pregunta es si ella me
quiere.
A
veces dudo si me está viendo o en realidad busca su reflejo en mis ojos.
A
veces no dice mi nombre. ¿Si no nombras algo en verdad existe? En ocasiones yo
no encuentro la manera de nombrar al mundo y me limito a señalarlo: Esto se
llama así, digo con las manos ‒extendiendo
el índice‒ y ella se echa a reír tomándome de la mano, mientras
yo, nervioso, agradezco la simplicidad de su sentido del humor.
Siempre
me pareció que ella no le temía a nada. Por eso desde un principio la envidié.
La veía caminar por los pasillos de la universidad como si nadie más caminara a
su lado. El mundo le cabía en la palma de la mano. Parecía tener todas las
respuestas. No era como yo que preguntaba por todo: ¿qué hora es?, ¿qué es
eso?, ¿a dónde vamos?, ¿me quieres? No era como yo que siempre me acurrucaba al
filo de la cama esperando algún abrazo y me ponía triste después del
precipicio.
Yo
le tenía miedo a muchas cosas y ella parecía conocerlo todo. Cuando conoces las
cosas no les tienes miedo. Por ejemplo, mi temor al sol en ella no tenía lugar.
Yo me cohibía ante la luz y ella se paseaba desnuda por la casa, sintiendo el
calor correr por su piel en delgadas gotas de sol que corroboraban su
existencia. Una gota de sudor caía por toda la espalda. Así aprendí a reconocerme:
al sentir su sudor correr por mi cuerpo como si fuera mi propio sudor.
A
veces pensaba que yo era como uno de sus gatos.
Siempre
le gustaron los gatos. Hasta que un día la descubrí: su pequeña nariz era la de
un gato; su cabello negro era el pelaje de un gato; sus ojos grandes eran los
de un gato; su sonrisa era la de un gato; su boca era la de un gato. Por eso
cuando la veía caminar frente a mí, con el mayor sigilo posible, yo sentía que
estaba completamente solo en el mundo. Y yo pensaba que ella era un gato
preparando la huida. Se alejaba de mí y yo solo tenía la mirada triste de un
gato.
En
algunas ocasiones sentía la esperanza de los gatos cuando caminan por los
tejados esperando llegar al cielo. Yo quería nombrarla, pero se me escapaba un
maullido. En cambio, cuando ella me nombraba yo me quedaba tranquilo y me
acostaba sobre su regazo para que me acariciara.
—Fernando
—me dice mientras miro el techo: algunas marcas de humedad forman dibujos—,
Fernando.
Está
frente a mí, desnuda. Me está nombrando.
—Fernando,
¿en qué piensas?
—No
pienso en nada —respondo.
Entonces
comienza a besarme.
Solos,
entre las cuatro paredes blancas de la habitación, encontramos las respuestas a
las preguntas que a diario nos hacemos. Ella me dice que estoy vivo y yo le digo
que la quiero como nunca lo había hecho. También le digo que somos unos gatos
negros que nunca terminaron de entender completamente lo que era la existencia.
Tengo
miedo, pero no le digo. Temo que al abrir la puerta nos demos cuenta de que
somos unos gatos muertos. Gatos que cedieron ante la posibilidad del no: de ese
cincuenta por ciento. Temo que al abrir la puerta nos demos cuenta de que no
existimos. Y también temo que una tarde cualquiera en que ella vuelva a casa me
encuentre colgado en la habitación —con la corbata azul que me regaló en mi
cumpleaños— con los pies tiesos, como un gato que no alcanzó a subirse al
tejado para ver el amanecer.
Luis Fernando Rangel es licenciado en letras españolas por la Universidad Autónoma de Chihuahua. Actualmente es Jefe de Unidad Editorial en la Facultad de Filosofía y Letras de la UACH, donde es editor responsable de la revista Metamorfosis y conductor del programa radiofónico El Pensador en Radio Universidad. Es autor de los libros Hotel Sputnik, Conversación de dos gatos, Poemas para un Lugar Común, Dibujar el fin del mundo y Los líricamente desmadrados. En 2019 coordinó el taller de poesía y la antología No haremos obra perdurable. Recientemente obtuvo el IV Premio Nacional de Poesía Germán List Arzubide con la obra Corridos de caballos.
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