Autorretrato poético
Por Lilvia Soto
Hija del lenguaje
Soy hija del lenguaje y del origen literario de mi
nombre, Lilvia, el error tipográfico que mi madre encontró en la novela que
leía mientras esperaba mi nacimiento. El encuentro fortuito de un error tipográfico
y la imaginación de una mujer que esperaba su primer hijo me dio el nombre que
me ha enseñado pasión por la literatura y respeto por la imaginación
lingüística.
He vivido del lenguaje. He enseñado mis dos lenguas en
contextos locales, nacionales e internacionales a todos los niveles, desde el
pre-kinder hasta los estudiantes de doctorado de Harvard. He sido profesora,
administradora universitaria, traductora y consultora. Crecí en la Ciudad de
México y he vivido en Chihuahua, México; Cambridge, Inglaterra; Sevilla,
España; y en varios lugares de Estados Unidos.
Estoy viva por el lenguaje. Mis días y mis noches se
forman de palabras. Durante años escribí crítica literaria y poesía en español.
Ahora he reclamado mi segunda patria, el inglés que aprendí en mi adolescencia,
la lengua que me conecta con mi tatarabuelo irlandés, Miguel McNerny, y con mi
tatarabuelo escocés, John Johnson Lockhead Thayne. Hoy día escribo poesía,
ficción breve, y ensayos en inglés y español. Mis dos lenguas, como mis
dos herencias, se nutren mutuamente. En el último año he, además,
descubierto a Hans Larsen, mi tatarabuelo danés, cuyo primer idioma no fue ni
el español ni el inglés, sino el danés, y quien, ya de adulto, aprendió,
primero, el inglés, al vivir en Utah, Estados Unidos, y, más tarde, el español,
al vivir en Colonia Díaz, Chihuahua. El 3 de marzo de 1912, en Colonia Díaz,
escribió un poema para mi tatarabuela, Jensina Dorthea Mikkelsen, en honor de
su aniversario de oro. Yo no hablo danés, pero quiero imaginar que a él me une el
impulso poético.
*
El sueño del poeta
El sueño del poeta no tiene que ver con el
dormir ni con el desear,
sino con un profundo deseo de estar en el
mundo.
-
Dolores
Castro
Como ha dicho Dolores Castro, en una
conversación con su hija, Dolores Peñalosa Castro, escribimos, o, por lo menos
yo escribo, por “un profundo deseo de estar en el mundo”. Escribimos, también,
como han dicho Antonio Machado, Carlos Fuentes, Octavio Paz, y muchos otros, por
la palabra, por su belleza, por su ser, porque la palabra poética es la
palabra que Eros opone a Tánatos y al preservar su libertad, su
ritmo original, sus valores plásticos y sonoros, afectivos y significativos, su
pluralidad de sentidos, podemos variar las perspectivas, sustraernos al
automatismo y a las ortodoxias, aprehender las correspondencias, mantener vivo
el espacio de lo imaginario, lo posible, lo conjetural, todas las posibilidades
de lo humano y de la esencia poética. Y no es solo el poema el que utiliza la
palabra poética. La prosa también puede y debe, si es literaria, o sea, si es
honesta y nace de lo más profundo del ser, basarse en el erotismo de la
palabra, en su libertad, su ritmo, su pluralidad de sentidos, su renovación de
todas las posibilidades de lo humano.
Y, finalmente, escribimos porque, como dice
Hölderlin, desde que el tiempo es tiempo los dioses nos han llevado al diálogo,
el fundamento de nuestra existencia, y nos han confiado el cuidado de lo
esencial, de lo permanente y, añado yo, nos lo han confiado para protegerlo
contra el Gran Tlatoani, el Señor de la Gran Voz, contra el monólogo del Poder.
Naturalmente, lo esencial es diferente para
cada uno de nosotros. Pensando en mis obsesiones, debo confesar que lo esencial
para mí son los otros, sus sufrimientos y el triunfo, la gloria, la redención
de su esencia humana. Desciendo de soldados, migrantes y agricultores. Las dos
ramas de mi familia trabajaron la tierra, la tierra árida de Chihuahua.
Inconscientemente, antes de pensar en estas cuestiones, mi preocupación, mi
fijación al escribir ha sido la cotidianeidad del trabajo, la lucha por la
sobrevivencia, los lazos familiares, las amarguras de la migración, la
estupidez de la avaricia, la crueldad de los gobiernos, el deber hacia los
semejantes y el rescate de la dignidad humana. Mi escenario ha sido el
desierto, el calor sofocante de sus días, sus noches de luna llena, sus cielos estrellados,
sus horizontes despejados, sus amenazantes sequías, sus vientos que rugen y
arrastran rencores y cardos rodadores, las vainas del mezquite que comía con
mis primos, los cosmos del jardín de mi abuela, las rosas de trapo de sus
cementerios, la incesante labor de sus hormigas coloradas.
He escrito también sobre la migración y la
guerra. No he sido víctima de ninguna guerra, pero el dolor ajeno y la
injusticia inhumana me conmueven como a otros las riquezas o el amor romántico.
En mis poemas no encontrarán paisajes frondosos, hadas misteriosas, pétalos de rosas,
arpegios de violín, iridiscencia de colibríes ni besos de apuestos caballeros.
En cambio, abundan el lodo de lluvia y sangre, las emboscadas, las bombas, los
brazos cercenados, los campos de concentración, las torturas degradantes, las
sillas de ruedas, los países destrozados, los hijos arrancados de los brazos de
sus padres. Algunos dirán que no es poesía la mía, que es demasiado prosaica.
Quizás. Depende de la definición de poesía que cada quien maneje.
Kafka ha dicho que solo debemos leer libros
que muerdan y arañen, libros que nos golpeen como la muerte de alguien a quien
queríamos más que a nosotros mismos, libros que sean el hacha que quiebre
el mar helado dentro de nosotros. (1907 Carta a Oskar Pollak). Yo aspiro a que mis
poemas y ensayos sobre el racismo, la guerra y el narcotráfico también muerdan
y arañen.
*
Llamado a la consagración
Como casi
todos los poetas, escribo para sobrevivir. Como Sheherazada, debo ganarme otro día
de vida contando una historia más, rescatando así la fina rodaja de libertad que
un ser humano necesita para justificar su tiempo en esta tierra. Mis palabras
son una cuerda salvavidas de defensa contra los impulsos tanáticos de los
dictadores, los liberadores, los matones, los depredadores que destruyen y
profanan la vida impulsados por su sentido de separación, por sus miedos y su
temor al abandono.
Mis
diálogos con otros artistas me recuerdan nuestra común desnudez, nuestra
fragilidad compartida, nuestra necesidad de encontrar asilo en esta tierra.
Nuestras palabras son una vindicación del espíritu humano que nos mantiene
vagabundeando y creando. Nuestras palabras son un llamado a la solidaridad, una
invitación a honrar la fuerza de la vida que hace crecer el manzano y
sobrevolar el colibrí, la fuerza que poliniza la calabaza, perfuma la
madreselva, da sabor al durazno, y hace manar el alma del ruiseñor de John
Keats, la fuerza erótica que necesitamos consagrar juntos, pues con cada
palabra que hablamos, cantamos, tocamos, danzamos, pintamos, esculpimos,
moldeamos, tejemos, bordamos, abrimos una ventana a la empatía, la
imaginación moral y la sacralización de la vida.
Lilvia Soto nació en Nuevo Casas Grandes, emigró a Estados Unidos a los 15 años, reside en Philadelphia, Pennsylvania. Tiene un doctorado en lengua y literatura hispánica de Stonybrook University en Long Island, Nueva York. Ha enseñado literatura y creación literaria en Harvard y en otras universidades norteamericanas. Fue cofundadora y directora de La Casa Latina: The University of Pennsylvania Center for Hispanic Excellence. Fue directora residente de un programa de estudios en el extranjero de las universidades Cornell, Michigan y Pennsylvania en Sevilla, España.
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