Tierra de
prodigios rotos
Por Zerk Maury
Llegué como muchos
miles,
millones,
con la esperanza
de habitar esta tierra
que no me fue prometida.
Amar a Juárez es
negarse,
atenerse a ser
odiado,
resistir.
Hay libros escritos
sobre la locura de
esta gente:
la ciudad ha preferido
amputar
a sus hijos
adoptivos.
No quiere sentir la
herida
ni mirar la
cicatriz.
Hemos aprendido
ser prisioneros.
Indigentes.
Invisibles.
Dementes.
Libres.
Pero hay dolor,
en las calles
fluyen lágrimas,
sangre que
palpita.
Nunca es ajena del
pecado,
impune circula la
droga
y frágil la
inocencia.
Se sacrifican sueños,
por un plato de
comida en la maquila.
Chihuahuita,
torreonero, veracruchango
nombran a quienes hemos
visto aquí nacer a nuestros hijos,
a quienes hemos
llorado la muerte de los padres,
a los amigos que
encontramos cuando lo creímos todo perdido.
Pese a ello, en
Juárez y en El Paso tengo mis amores,
y no olvido el
orgullo de mi tierra de origen.
El juarense se
indigna, se compadece del connacional repatriado,
pero aborrece con
sinceridad al mexicano que, ya sin fuerza,
en esta frontera
se ha estancado.
Arrimados,
impuros, nos llaman
por revelar ese
secreto a voces, por todos sabido
que lo más bonito
de Juárez es El Paso.
Amo esta ciudad
partida en dos,
tierra donde
alguna vez hubo gente cálida y hospitalaria,
el río bravo seco nos
divide,
el pueblo manso ya
no está.
En Juárez la gente
vive de recuerdos
añora lugares que
no existieron,
tumbas de arena,
cantinas, prostíbulos derruidos,
se mueren
ignorantes de su propia historia.
Posturas radicales
en los habitantes del límite
cargadas van de
rencor, de falso arraigo:
esa que sostiene
que el tiempo pasado fue mejor
y aquella que no
tolera la crítica,
a cambio segrega,
margina, ridiculiza
y resuelve todo
con un "regrésate a tu tierra".
En Juárez no
puedes decir que la ciudad es fea,
la gente te
responde con un “entonces vete a la chingada”,
la gente de Juárez
es hospitalaria, todos lo afirman.
Yo no nací en Juárez,
como muchos, pero amo esta ciudad,
y como los amantes
he padecido la ignominia.
Hoy la gente me
llama señor,
sin tener un
feudo, solo es que me he hecho viejo
ni siquiera tengo
un lugar donde morirme.
Señor por el
rostro que aparenta cierta edad,
señor solo por el
cuerpo ya perdido de encanto.
La batalla
cotidiana derrotó mi energía.
Hablo pero mi voz
ya no es la misma,
y la mirada es
ahora una caja donde posan alacranes.
Hay a cada paso
hacia El Paso, punzadas,
una tormenta de
rencores
hay este dolor de
estar desde lejos tan cerca,
en la patria
perdida.
A mí no me preocupa
que te vayas, ‒me
dice la ciudad‒,
a mí me enfurece
que regreses prepotente,
con el idioma
mutilado, sintiéndote del primer mundo,
después de haber
sido violentado y cuando ya no eres el mismo.
Ustedes perdonen
por hablar así
de esta salida de emergencia
a la que algunos
recurrimos
para huir de un
país gangrenado,
pero de aquí
alguna vez voló un águila encendida en llamas,
envenenada por la
carne de una víbora.
Hoy me arde el
corazón,
recordé aquel niño
que nunca quiso ser heroico
y murió por accidente,
cayendo de una azotea,
de un castillo sin
rey.
Ese niño con un
arma en las manos
que se sumó a un
ejército invisible
y perdió toda
ilusión en su destino.
A nosotros,
los no nacidos en
esta tierra,
cuando vamos
fuera,
nos dicen los de
Juárez
y lo aceptamos con
orgullo,
aunque nos llamen
traficantes,
asesinos,
desgraciados,
porque a este
lugar sin sombra
debemos lo que
somos,
y en lo que sé,
a esta ciudad le
nombraron
epicentro del
dolor.
Este es el colmo
del amor:
hoy más que nunca
debo quedarme aquí
con la sensación
de no estar vivo,
tal vez padeciendo
el síndrome de Estocolmo,
de cierta forma. Esta
es mi ciudad,
y mis ojos verán
resurgir sus campos.
Inédita lluvia cae sobre mí.
Zerk Maury es autor de los libros Zero Borderland y El Recreo.
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