sáb/jad
Vacaciones
Por José Alberto Díaz
I
Nunca
le debí haber hecho caso a mi hermana Rebeca. Tanto me insistió en salir de
vacaciones que acabé cediendo. Y encima quiso llevar a mi madre...
*
Es muy tarde para quedarme en casa simulando que desde la mañana
me aflige una repentina enfermedad. Deseo que una falla mecánica le ocurra de
una vez al automóvil de Rebeca, antes de emprender el viaje. Deseo que mi madre
decline la invitación por los nervios que salir le produce, pero ella se ve
animada, dispuesta a extirpar su miedo a la carretera y a los idiotas que la
transitan. Parada frente a la cajuela, pienso en que quizá haya miles de
excusas que darle a mi hermana para quedarme, mas no se me ocurre ninguna.
Cuando mi madre coloca sus posaderas en el asiento trasero, enciende el
automóvil.
La verdad es que el viaje no me da buena espina y debo decir que
mis premoniciones no me fallan. Y sí, nunca es algo bueno. Intento disipar la
mala vibra, los malos pensamientos por medio de una plática trivial. Cuando los
chismes atiborran la atmósfera en el interior del automóvil, me doy cuenta de que
nuestra ciudad quedó atrás desde hace rato. Mi madre no da muestras de
nerviosismo en plena carretera y contempla el horizonte en donde se extienden
las colinas; Rebeca tararea una canción –he de reconocer que tiene una bella
voz– que emite la radio; yo me limito a escuchar, fumando un cigarro mentolado
que encontré en la guantera. Luego de arrojar la colilla a través de la
ventana, observo las nubes plúmbeas a punto de precipitarse en la carretera.
Tras un breve periodo de silencio, cae recia la lluvia impidiendo la visión.
Pese al incesante y rápido movimiento del parabrisas, nos salimos de la
autopista en la espera de un clima propicio para manejar. No puedo precisar el
tiempo que duramos varadas a un lado de la carretera. Luego de escuchar el
sonido que la última gota produce al impactar el techo del automóvil,
reanudamos el viaje.
El sol se oculta en occidente bajo las montañas de cumbre
puntiaguda cuando arribamos a una bonita ciudad, buscando un restaurante. La
poca presión que usualmente ejerce mi hermanita a la hora de pisar el
acelerador hizo de este primer recorrido un hastío insoportable. Hasta me dan
ganas de darle una cachetada para tomar posesión del volante, pero me contengo
por mi mamá. La situación parece mejorar cuando descubrimos al fin un lugar
limpio y bien iluminado para saciar nuestro apetito. Caminamos para desentumir
los miembros antes de entrar a comer. Odio ser tan específica, pero la verdad
es que me duelen las nalgas.
*
El hotel en el que nos hospedamos es de cuatro estrellas –según el
recepcionista– y no está del todo mal. Habitaciones sencillas. Me toca
compartir el cuarto con mi hermana. Mi madre se queda a dormir en el cuarto
contiguo. En la habitación me quito la ropa para descansar, quedando en paños
menores. Es difícil ser una dama: el sostén, tanga o calzones, las medias, la
faja –para la gorda que lo amerite– y los tacones. Combinar muy bien blusas,
pantalones y zapatos. Y con todos esos empalmes, aún caminar con gracia para
gustarle a los hombres. Eso es una labor titánica. Si tú eres mujer –o marica–,
sabes a lo que me refiero. Semidesnuda, me pongo a leer Ojos de perro azul
de García Márquez.
―Ya
te quiero ver cuando estés vieja y obesa ―se burla Rebeca―,
con la carne de sobra y arrugada colgándote por todas partes.
Prefiero quedarme en silencio y le muestro el dedo medio en señal
de respuesta; no voy a interrumpir mi lectura por responderle a la envidiosa.
Tendrá mejores glúteos, pero en busto ni qué decir tiene, no me ganaría a menos
de que se haga una cirugía estética y a cada seno le agregue un kilogramo de
silicón.
*
Amanece. Contrario a lo que imaginaba desde un principio, logré
conciliar el sueño. Me levanto y me doy un baño con agua tibia. La premonición
adversa aún no se disipa y me preocupa sobremanera. Ahora estoy decidida a
manejar, no me importa que se molesten. Luego de desayunar, le arrebato las
llaves a mi querida hermana. Mi madre dice que no se siente muy bien, pero yo
atribuyo su estado de ánimo a los nervios; ella mejor que nadie conoce mi forma
de manejar: precisa, precavida, pero rápida. Dentro del auto, observo el espejo
retrovisor y me doy cuenta de que mi madre cierra los ojos y musita una
plegaria. Ahora sí, Rebeca verá lo que es saber manejar. En pocos minutos
cruzamos la ciudad. Y de nuevo en la carretera, con el acelerador a fondo.
Parece que mi madre y Rebeca se quieren aferrar de algo más que el cinturón de
seguridad. Discurren algunas horas hasta que llegamos a una famosa ciudad de
tamaño considerable, en donde abundan plazas con límpidas fuentes, estatuas
labradas en bronce, viviendas coloniales y formidables paisajes. Lo que me
preocupa es la salud de mi madre, que parece empeorar. Insisto en llevarla con
un médico; ella prefiere quedarse en un hotel para descansar. Acepto de no muy
buena gana, pero lo hago porque es su voluntad. Ya en la habitación doble del
motel, mi madre reposa y dice que no nos preocupemos por ella, que salgamos a
dar un paseo por la ciudad. Le hacemos caso.
Rebeca y yo recorremos el centro de la metrópoli. Volvemos tarde
al motel de tres estrellas; mi madre aún no se levanta. Compartimos el cuarto
con ella, en caso de que algo se ofrezca. Mañana a primera hora la llevaré con
un médico. Mi hermana y yo, en la misma cama, dormimos un tanto intranquilas.
*
Rebeca y mi madre aún no se levantan. Luego de bañarme, me acerco
a la cama de mamá. La toco sutilmente, no reacciona. La estrujo y sigue igual,
inmóvil.
―¡Mamá,
despierta! ―le
grito, pero ella ni siquiera mueve sus facciones. En cambio Rebeca se dirige de
un salto hacia mi madre, la estruja, no parece respirar.
Está muerta. Mi hermana y yo nos miramos, nos abrazamos, ahogando
un grito de dolor. Me enjugo las lágrimas y contemplo a mi madre; aun en su
lecho de muerte, su rostro luce bello y repleto del esplendor de antaño, las
canas y las arrugas no pueden opacarlo.
―¿Qué
hacemos? ¿Avisamos a la ambulancia? ―me pregunta mi hermana.
―No,
de nada sirve. Hay que introducir el cuerpo de mamá en la cajuela.
―¡Alicia,
eres una cabrona! ―exclama,
y vuelve a llorar.
Al cabo de un rato se limpia las lágrimas. Nadie se da cuenta de
lo que hacemos. Colocamos las valijas en el asiento trasero. Aunque no tenemos
hambre, decidimos tomar un café en un pequeño restaurante ubicado en las
afueras de la ciudad. No duramos ni media hora en la cafetería, conversando
sobre mamá. Salimos y no vemos el auto, ¡se lo robaron! Preguntamos a las
personas dentro de la cafetería. Y como siempre sucede, nadie vio nada. Ay, Rebeca. Pinche Rebeca. Todo
por ceder a su idea de pasar unas vacaciones inolvidables.
―¿Y
ahora qué hacemos? ―me
pregunta, ingenua como siempre.
―Primero
debemos hablar con el seguro, luego llamamos a la policía. Esto se va a
complicar como no tienes una idea. Probablemente esta historia va a circular en
el periódico y, si peor nos va, en todos los noticieros del país.
Qué será del cuerpo de nuestra madre, me pregunto.
II
Desde un principio le dije a Félix que no. Debí haber insistido, pero
de nada sirvió. He de reconocer que todos ceden ante la labia de Félix. Sus
modos sutiles de pedir algo son tan efectivos que hasta el tipo más cabrón le
daría las nalgas.
Félix y yo somos amigos desde hace tiempo; compartimos el mismo
cuarto de renta. Él se decantó por una de las opciones que ofrece la vida
fácil: el robo. Nunca he estado de acuerdo con sus delitos, pero mentiría al
decir que no he disfrutado de los objetos que lleva sin cesar al apartamento.
Me despierto temprano. No hay gas, así que me baño con agua fría;
menos mal que estamos a la puerta del verano. Félix se levanta cuando salgo de
la regadera. Se despereza, me mira y sonríe.
―¿Estás
listo? ―me
pregunta, con un brillo asomándose en sus ojos.
―¿Para
qué? ―le
pregunto.
―No
te hagas el inocente. Desde ayer te dije que robaríamos un auto. Hoy es el día.
En este momento. En las afueras de la ciudad hay una cafetería que es
frecuentada por turistas. Si nos va bien, con el dinero que nos faciliten por
vender o desmantelar el auto, podríamos encerrarnos hasta quince días en una
cantina con todo y putas. Sé que has estado renuente en el asunto del robo,
pero que esta sea la última vez que me acompañas.
Nos vamos del apartamento caminando hasta la mentada cafetería.
Sentado sobre la banqueta, aguardo por mi compañero. Observo el movimiento de
las manecillas del reloj; transcurren unos cuantos minutos cuando se detiene un
bonito automóvil frente a mí. Poco a poco se abre la ventanilla y veo el rostro
de Félix. Me ordena que suba rápido. Obedezco, volteando hacia ambos lados de
la calle. Ya dentro del mueble, miro hacia atrás y me percato de unas
valijas.
―Espero
que haya ropa decente. Me hacen falta calzones ―me
dice Félix.
No concibo mi vida al lado de este cabrón. Nos estacionamos frente
a un portón de un taller mecánico. Félix conoce al dueño. Saca una llave, abre
el portón y me pide que meta el auto, luego se acerca silbando hacia el asiento
trasero del vehículo. Revisa las maletas con avidez.
―¡Mala
suerte, es pura pinche ropa de vieja! ¡Pero conozco a un tipo que tiene un
bazar de ropa de segunda mano! Vamos a revisar la cajuela, quizá encontremos
algo más interesante.
Siento como si la sangre dejara de circularme por el cuerpo al ver
en su interior… ¡el cadáver de una señora!
―Alguien
tuvo que haber envenenado al vejestorio este y robarle su auto ―murmura
Félix, palideciendo.
―Te
lo dije, idiota. Todo es causa y efecto.
*
Es de noche. Nos deshacemos del vehículo en una colonia marginal.
Ya en nuestro apartamento, nos resulta imposible conciliar el sueño. De
repente, escuchamos con claridad tres golpes que alguien propina en la puerta.
Ambos nos quedamos mirando durante largo rato hasta que otra secuencia de tres
golpes nos vuelve a perturbar. Es muy tarde para visitas. Félix dice que
pudiera ser la policía. Nadie es capaz de levantarse a abrir la puerta. A la
tercera ronda de golpes, mi amigo reúne el valor para incorporarse. Tras echar
un ojo a través de la mirilla de la puerta, se carcajea y me dice:
―¡No
te agüites, cabrón! ¡Solo se trata de dos viejas guapas!
José Alberto Díaz es licenciado en informática. Ha publicado los libros Cuentos para recuperar la cordura y Carta astral para el escéptico. Desde 2007 ha participado en eventos culturales y encuentros de escritores en el municipio de Cuauhtémoc, así como en la capital del estado de Chihuahua. Sus cuentos han aparecido en medios impresos, siendo el más reciente la Revista de literatura, lengua y cultura Ariwá. Durante algunos años participó como articulista en el periódico El Heraldo del Noroeste. Tiene una novela en proceso de traducción al inglés, La copa de nada, misma que se haya en Amazon en formato digital.
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