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La secta del fin del mundo
Por José Alberto Díaz
I
Faltaba poco para la llegada del año dos mil de la era vulgar;
varios líderes religiosos se aprovechaban de la ignorancia de la gente. A casi
todos esos cabecillas les había funcionado bien el injerto de una idea en sus
seguidores: la creencia del fin de los tiempos. El apocalipsis era inminente,
todo lo que el rebaño de ovejas conocía en el mundo iba a ser destruido piedra
por piedra. Jeremías Osasuna, patriarca de la “Iglesia de los santos de los
próximos días”, había ganado notoriedad tras afirmar, aún sin el fundamento de
una teoría científica, que el planeta no llegaría a la víspera del año nuevo.
Algunos de sus fervientes seguidores se suicidaron; otros trataron de buscar
consuelo en la parcial lectura del libro más vendido bajo el sol. Y no faltó
quién derrochara sus ingresos en la compra de objetos de lujo, costosos e
innecesarios, justificándose al mencionar: “más vale vivir con molicie el día
de hoy, porque mañana, dios dirá”.
Sectas empezaron a brotar como la peste bubónica en la edad media.
La intención de la mayoría de sus creadores era simple: generar adeptos,
ofreciéndoles salvar su alma a cambio de un diezmo individual. Un líder se puso
a vender parcelas de suelo “sagrado” a sus adeptos, aseverando que evitarían la
hecatombe en caso de que permanecieran allí durante el día del juicio. El
slogan de su negocio era: “La inmortalidad en el paraíso es el camino; yo soy
el peaje”.
Entre aquella viciosa masa de fanáticos y timadores, surgió un
hombre singular: se llamaba José Lorca. Católico de nacimiento y por propia
convicción, acudía con frecuencia al culto dominical de su parroquia. Un día a
la semana, por las tardes, se reunía con un grupo de similar ideología en unas
instalaciones adyacentes a la iglesia en donde comulgaba. A menudo compartía
sus sueños con el grupo: escenarios apocalípticos dignos de temor. El recuerdo
de tres pesadillas lo había marcado profundamente.
En su primera pesadilla vio la manera en que un deslumbrante rayo
caía sobre la tierra, describiendo una “s” muy recta.
En la segunda, el cielo de estrellas fijas se desplomaba ante él,
justo como podía contemplarse en las ilustraciones de una época remota, en
donde creían que los astros eran pequeños y estaban unidos a la bóveda celeste.
En la tercera, un titán arrasaba con todo a su paso, vapuleando a
la exigua humanidad que yacía a sus pies.
Semejantes relatos le valieron el mote de “José, el soñador”,
mítico personaje bíblico que era capaz de interpretar los sueños de quienes le
rodeaban; pero entre ambos existía una gran diferencia: pocas personas tomaban
en cuenta las visiones oníricas de Lorca.
II
Cierta noche, era incapaz José de conciliar el sueño. Se incorporó
de la cama y, tras encender la luz de su pequeña biblioteca para leer, escuchó
unos ruidos que le guiaron hacia el patio. Salió con un bate de béisbol y una
linterna.
A la mañana siguiente, tras el inesperado suceso nocturno, Lorca
despertó como un hombre nuevo. Hasta se sentía rejuvenecido. Después de tomar
un abundante desayuno, se puso a ver las noticias matinales, riéndose de la
histeria colectiva que aún prevalecía por la inminente llegada del nuevo
milenio. Si bien antes no criticaba las creencias de los demás, ahora sentía
pena. Apagó el televisor y se fue caminando hasta su oficina. Tuvo un buen día
en el trabajo, luego se dirigió a las viejas instalaciones para tener otra
sesión con su grupo católico, ávido de comentar lo que había vivido.
―Tengo
algo que decirles ―dijo
a sus amistades, entusiasmado en demasía―. Ayer por la noche me visitaron
unos extraterrestres. No son como los pintan, tienen rasgos humanoides, una voz
cadenciosa y ojos refulgentes. Me revelaron algo de suma importancia: el mundo
no se va a acabar en el dos mil, sino mucho más tarde. Habrá una guerra de
siete años en donde el hombre se destruirá. El día del juicio final se puede
aplazar; pero es inevitable. En nuestra época, los extraterrestres han estado
llevándose diversas especies de animales para perpetuarlos en un planeta distante,
que tiene características similares al nuestro. Planean hacer lo mismo con
nosotros, solo tomarán una muestra para lograr que la humanidad prosiga en su
mundo. Me exhortaron a elegir un pequeño grupo para irnos con ellos. Las
instrucciones son muy simples: debemos esperar siete días a partir de hoy,
ataviarnos con ropa blanca y acudir a la cima del “cerro del pájaro” para
abordar una de sus magníficas naves. Seremos abducidos gracias a una portentosa
luz que brotará en la base de su vehículo. Me dijeron que no sintiéramos temor
mientras viajamos a su lado. Luego se marcharon, y yo dormí como nunca en mi
vida.
Un silencio incómodo se hizo en la sala.
―¡Ay
José! ¡Eso te pasa por fumar tanta cosa rara antes de dormir!
―¡Qué
buena historia inventaste!
―¿Y
ahora qué? ¿Tú también le vas a entrar al negocio de las sectas que lucran con
el fin del mundo?
El último comentario hizo mella en la voluntad de José, quien
respondió:
―Yo
no vine a hacer negocio con las creencias de los demás. No voy a amedrentar a
mis semejantes ni a implantarles una falacia en la cabeza. Que me crean los que
quieran creer, no tengo por qué cobrarles un centavo si anhelan seguirme.
Casi todos los integrantes del grupo se burlaron de él y lo
dejaron solo. Muchos habían considerado una ofensa lo que acababan de escuchar,
un insulto a su inteligencia; pero hubo algunos, en efecto, que se acercaron al
soñador para que ahondara en los detalles de lo que les parecía un magnífico
relato. Dirigidas por la rolliza Eva, estas once personas rodearon a José,
acosándolo con todo tipo de preguntas.
―¿Cómo
eran exactamente los extraterrestres?
―¿Qué
tan grande era su nave?
―¿De
qué forma estaban ataviados?
José contestó lo mejor que pudo, y cuando hubo saciado las dudas,
se fue muy complacido a dormir a su casa, porque ya contaba con el grupo
destinado a la salvación.
III
Lorca y sus
compañeros avanzaban rumbo al Cerro del Pájaro el día señalado por los seres de
otro planeta. José iba al frente del grupo, tomado del brazo por Eva, que se
veía como una abadesa fantasmagórica con la túnica que llevaba puesta. Ya se
imaginaba a sí misma en el mundo en donde la humanidad iba a prevalecer. Pensaba
que tendría la tarea de procrear muchos hijos con todos los varones que la
acompañaban; pero en realidad nadie tenía intención de acostarse con un
cachalote. Sus fantasías reemplazaron el cansancio que un día cualquiera
hubiera sentido tras remontar la cumbre del indómito altozano. Cuando el grupo
conquistó la cima, sus integrantes se pusieron a escudriñar el cielo, esperando
avistar la nave espacial que les llevaría a su exilio voluntario. El tiempo
transcurrió parsimoniosamente mientras esperaban. Todos permanecieron de pie
hasta que el cansancio les hizo sentarse. Nada ocurría. La impaciencia y el
nerviosismo se manifestaban en el estado de ánimo de la mayoría; después, la
desesperación. Solo la esperanza de Lorca se mantenía firme. Consideraba a su
grupo –que bien sabes, se constituía por doce miembros– elegido por la
providencia, digno representante de un número simbólico que se hallaba presente
en diversas culturas del mundo a través del calendario, el zodiaco, los
apóstoles, las tribus de Israel. A José lo habían visto como a un mesías; los
que creían en su palabra eran sus discípulos.
*
Las horas de
espera siguieron acumulándose en balde, hasta que un miembro se hartó de
aguardar, diciéndole a José que era un maldito mentiroso y que su experiencia
había sido un sueño. En cuanto le dio la espalda para descender, una luz en la
bóveda celeste apareció de la nada. Se fue aproximando hacia el grupo hasta
adquirir la forma de un vehículo que nadie había visto jamás: era una nave
única, si acaso concebida por la vasta imaginación de un notable escritor de
ciencia ficción. En la base del objeto volador giraban varias luces de colores
rojo, azul y blanco, en el sentido de las manecillas del reloj. El grupo de los
doce lanzó gritos de júbilo, levantando sus manos hacia el cielo. Unos lloraban
de felicidad. Eva se arrojó a los brazos de su mesías y apretó sus labios
contra los de él con suma fuerza, logrando un sonoro beso que le arrancó a José
una incómoda sonrisa.
La nave se puso a
flotar por encima de los humanos; cuando pensaban que serían abducidos, el
vehículo se alejó con prodigiosa velocidad. Nadie podía explicarse qué estaba
sucediendo. Lorca se arrodilló, estirando sus brazos hacia el objeto volador
que se volvía indistinguible en el horizonte. Lágrimas se desbordaban por sus
mejillas mientras se preguntaba el por qué. Se puso a hablar consigo mismo,
como si diera rienda suelta a un soliloquio taciturno. Sus doce discípulos no
sabían qué pensar. ¿Quién había embaucado a quién? ¿Lorca a ellos, o los
extraterrestres a él? Decepcionados, comenzaron a bajar del monte como una
silenciosa y dolida peregrinación, dejando solo a José.
IV
Distanciándose
del grupo en el Cerro del Pájaro, los extraterrestres dialogaban. El copiloto
le preguntó a su colega:
―¿Por qué no
recogiste a los humanos?
―No seas ingenuo,
el motor se descompone por viajar con sobrepeso. ¿A poco no viste el tamaño de
esa pinche gorda?
José Alberto Díaz es licenciado en informática. Ha publicado los libros Cuentos para recuperar la cordura y Carta astral para el escéptico. Desde 2007 ha participado en eventos culturales y encuentros de escritores en el municipio de Cuauhtémoc, así como en la capital del estado de Chihuahua. Sus cuentos han aparecido en medios impresos, siendo el más reciente la Revista de literatura, lengua y cultura Ariwá. Durante algunos años participó como articulista en el periódico El Heraldo del Noroeste. Tiene una novela en proceso de traducción al inglés, La copa de nada, misma que se haya en Amazon en formato digital.
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