En cada estación
Una Mujer, libro de Alma Rosa Estrada
Por
Luis Kimball
Tuve suerte de pasear por un libro de versos; siempre recomendaría
esa experiencia. Para la forma poética es intrascendente si va a un lado o no,
libre de cumplir con narrativas (aunque muchas veces lo haga), libre de
congruencias obligadas, libre de consignas. De todo esto puede salvarse un
poema, quizá todo un poemario.
La intención de escribir este libro en una secuencia cronológica
fue tratar de lograr una especie de novela en verso o biografía con poemas (p.
21), dice la autora en la “Aclaración”. Como una especie de novela no es,
podría acercarse a lo segundo.
El poemario está inscrito en su tiempo.
¿Eternidad?/ Comencé por subir/ la cumbre bella/ donde pensé;/
moraba la verdad./ Y los años pasan/ y quizá los siglos,/ y dentro del tiempo/
mi lucha contínua/‒aparentemente‒/ inmóvil está” (p.
23).
¿Ve? Es ese último
empujón del modernismo que busca el sol por el deportivo deco, evitando otras
vanguardias; sube la montaña olímpica como hiciera Hans Castorp, como héroes y
heroínas de montaña subían durante el popular cine alemán de entreguerras;
última fe del positivista, en cuanto a artes.
Asi, Una Mujer, de Alma Rosa Estrada, comienza a nombrar la
Primera de Tres estaciones. Suponemos que es la primavera, pues toda esta
Estación rebosa de luz, de esperanza e ilusiones:
Curiosidad, esperanza/ osadía, tal vez temor. /¿Qué será después
de todo/ lo que tu infancia selló? (p. 27).
El tono de la poeta, al ser una de esas flores pertenecientes al
poblado guerrerense (avecindada en Cuauhtémoc), no deja la sinceridad y la valentía;
guardando el recato de poner cada cosa en orden, pues sus ilusiones brillan en
la luz del día y son cosas comunes.
Podrás dar de lleno el corazón de anhelos y destrozarte por el
bien ajeno […]
Nos regala el verso tratado con paciencia y caligrafía, apilado
con la calma de los años, como quien construye el delgado almanaque de sus
días:
Podrás también, por alejar desvelos, tener de prevención el pecho
lleno/ y sin ser miel, tampoco veneno,/ No ser sombra, ni luz entre los cielos. (“Será”; p. 29).
Se van sumando las formas modernistas que enseña Nervo,
trasluciendo lecturas clásicas y religiosas más el par de autores
estadounidenses (un indispensable Woodworth), que en la zona parecen más
presentes que Neruda y otros contemporáneos hispanoamericanos.
Señor/ mañana seguiré la/ ruta fija/ que señaló tu amor.
Espérame un poquito,/ ahora.../ ¡quiero ser yo!
(“Ruego”; p. 28).
A pesar de todo, pocas oraciones del poemario se dirigen a Dios, que
orienta cada una, así como el universo de la autora, que hace reflexiones
filosóficas sobre lo que es el bien, el deber, el amor, la justicia, pues a
pesar de ya sernos necesariamente lejano, su referente inmediato es esa niñez
vivida en el México que se reconforma después de la revolución: la autora nació
en 1929. No en vano aparece todo un canto a México. Y, sin embargo, se mira el
tono pagano de “Ruego”, tal cual corresponde a la juventud y con más precisión
a la juventud del tiempo de la autora, que se expresa en soneto, cuarteta,
verso libre y otras formas distintas al dispensado salmo apropiado por la
iglesia ‒como
bien reclamaba León Felipe‒.
El soneto es amatorio, aquí aparece el llamado clásico y el moderno, de verso
más corto.
Entre las reflexiones ontológicas que hace la autora, hay el suave
humor femenino de pedir licencia para andarse queriendo o dejando querer un
poco (por si acaso ocurre), pues ser joven es demasiado jovial como para
arrepentirse de lo que no se conoce:
Para llegar hasta ti,/ hombre ilusión de mi alma/ juran que la
manzana fue puerta/ o cuando menos ventana (“Broma”; p.
37).
La autora de Una Mujer encuentra pretexto para reír en la
discreción ‒que
nadie le estaría exigiendo, pero vigilando quién sabe‒.
En cada estación nos daremos goce con su forma de acomodar las
reflexiones, con el buen surtido de premisas morales corriendo como cerrojitos
precisos que nos revelan toda una época, un lugar.
Forma, hijo mío, de mi ser el tuyo/ Forma tu corazón de mi
embeleso/ y cuando llegue el tiempo, tu capullo/ abandona para darte el primer
beso (“A mi hijo”; p. 64).
Llegó la segunda estación, en que la autora, atendiendo el rol
central aun consignado en plenitud al rol de género de la mujer, se cuestionará
por la mesura como buena administradora, por amor, a visas de lo pronto que
habrá de abastecerse como centro de construcción que dará lo demás en la vida,
y la vida en sí, renovándose:
Hay veces en que me sobro/ para cumplir jornada/ sin darte de más
ni de menos (p. 66).
Sin embargo, si en las primeras dos etapas los cuestionamiento
morales retan la ortodoxia, en la tercera se recogen a una madurez personal
católica, pero con eco de épica rebelde como el Canto a mí mismo, de
Withman:
Perdón a sí misma dar/ para recibir perdón
(“Madurez”; p. 93).
Este recogimiento va perdiendo la rebeldía que venía con fuerza de
la primera estación, que supuse primaveral, y en vez de la soberbia casi
panteísta del poeta de Estados Unidos, comienza a regalar la lírica al paisaje
y a sus cercanos, pidiendo la unión por las grandes causas, sentidas y comunes.
Podría ser fortuito, pero esto ocurre también en otros lados, pues hacia el
medio siglo, filósofos y escritores del eurocentro hacen un recogimiento hacia
las subjetividades religiosas (Laxness, Sherrington, Blaga, Berlín); no es
casualidad dentro de la fría forma de orden que surge tras las revoluciones en
los estados modernos, ya decantados hacia la libertad de enajenarse como colectivo
de consumo o escuchando verdades recitadas en cómodos y miserables estatismos.
¿Qué me dieron los pobres?/ los que yo conocí) en mi pueblo natal/
Pueblerinos, campesinos/ pobres de solemnidad (“Mis pobres”;
p. 123). En esta parte, ya declaradamente mesiánica.
Antes de despedirse, despide a los pendientes, da gracias por lo
recibido en una vida y sigue reclamando, aquí ya con la autoridad que otorga la
mayoría de edad en esta vida breve, justo como se hacía antes, cuando no
privaba la tonta visión de inmortalidad que habita este tiempo.
Es curioso/
recordar los escollos que mi miedo/ convirtió en insalvables/ Comprender/ la
pasión con que fui detrás de un ciervo/ por las huellas que no dejaba él
(“Al final”; p. 126).
Reconociendo este falso deseo y alzando decididamente el volumen
sobre lo que continua injusto, pues después de todo: ¿y el reparto agrario?
(Desde su creación revolucionaria, el ejido se reparte hasta 1971, bajo la
administración del presidente Echeverría).
Se retirará del libro con los consabidos saludos, tomando su
tiempo, aportando a lo dicho el embellecimiento de las formas. A los autores de
su generación podía serles común definir el poema como “aquello escrito de una
forma bella”, tal se les enseñó en la escuela, entendiendo por la forma, la
métrica y en su presencia o su falta, el recato con que las cosas de la moral
se dicen a veces sin nombrarse, pero nunca omitiéndose.
Estrada, Alma Rosa: Una Mujer. Editorial UACH, México, 1993.
Luis Kimball nació en Chihuahua en 1974. Vivió en Chihuahua, en Veracruz, en la ciudad de México, y ahora reside en Querétaro. Hizo estudios universitarios que no le satisficieron. Se interesa en el conocimiento y escribe desde joven, ha publicado en la revista Solar y en Manual del desierto. Es coautor del poemario Luna de hiel para tres, y autor de Puros de amor. Ha participado en la coordinación de espacios culturales y actualmente coordina el taller literario Escritura al día.
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