domingo, 21 de febrero de 2021

Sigfrido Viguería Espinoza. Memorias de Dolores

 

utrora

Memorias de Dolores

 

 

Por Sigfrido Viguería Espinoza

 

 

“El hombre caza y lucha. La mujer intriga y

sueña; es la madre de la fantasía, de los dioses.

Posee la segunda visión, las alas que le

permiten volar hacia el infinito del deseo y de la

imaginación... Los dioses son como los

hombres: nacen y mueren sobre el pecho de

una mujer”.      Jules Michelet

 

 

·        1941- 1950

El 20 de febrero de 1941 nace en San Vicente Chicoloapan, Estado de México, Dolores Espinoza Urrieta, mi madre, quien hasta 1990 creyó llamarse María Dolores Espinoza Urrieta. Lo supimos después de la muerte de mi legendaria abuela, Ofelia Urrieta Alcasena, por unos asuntos de papeleo relacionados con su fallecimiento. Resulta ser que todos y todas las nacidas/os bajo el credo católico en la fe de bautismo se llamaron: “José” y “María”, en la trinidad con Jesús. Dulces nombres. Mamá Ofelia dijo que Dolores se llamaba María Dolores, pero en el acta moderna, copia fiel de la primera, solo se llama: Dolores.

 

Doloritas, como le llamé yo después de leer Pedro Paramo, transcurrió sus primeros años y algunos posteriores como familia trashumante, pues mis abuelos maternos, Andrés Espinoza Berrocal y Mamá Ofelia, cambiaban de residencia según el trabajo de mi abuelo.  

 

San Vicente Chicoloapan, antes pueblo, hoy ciudad, es una población milenaria donde convergen la cultura náhuatl y la influencia católica por San Vicente Mártir (su parroquia colonial nos lo muestra); entonces: San Vicente Chicoloapan es una resultante del criollismo y mestizaje propio de nuestro México; siempre conservando su esencia nativa y originaria y mezclada con la cultura española.

 

Mi madre y yo siempre conversamos, hasta hoy onírica y espiritualmente. Me comentaba que de infanta su tío Paco la llamaba cariñosamente Estrellita.

 

Estrellita le gusta estar jugando en las caballerizas con un pollo y con la avecita dormía en su cama, en la casa de su tía Imelda, quien no tenía hijos y veía en ella a una hija. Ni tardos ni perezosos llegaron a los oídos de Mama Ofelia el vínculo de mi tía - abuela Imelda sobre Doloritas, quien decidió llevarse a la niña con ella y evitar falsas esperanzas en mi tía – abuela Imelda, dejándola desolada y triste sin Estrellita.

 

Mama Ofelia. La recuerdo siempre con donaire y altiva, carácter dominante, Una mujer muy trabajadora y gran cocinera. Doloritas, siendo una niña de alrededor de once años, le ayudó siempre en la cocina y en los quehaceres de la casa, cuidando a sus hermanos pequeños y grandes. Era una proyección de mi abuela y, por supuesto, gran parte del carácter y genio de la sazón lo aprendió deliberadamente.

 

Doloritas me contaba que El Torito era muy popular en la feria de San Vicente Mártir, patrono de la tierra de mi madre, una persona que corría en una estructura que echaba chispas y fuego y que, en sus recuerdos, siendo niña, los adolescentes e infantes se divertían al ver cómo este ritual rompía la rutina y acercaba el simbolismo del infierno o purgatorio para los pecadores.

 

En la feria, a Doloritas como a otras niñas le compraban muñecas, me cuenta que eran de yeso y que cuando, como todo niño/a, se le caían, se rompía el encanto y la felicidad, por eso ella prefería las muñecas de trapo. Una vez me contó una anécdota con su hermano (mi tío), José Leonardo. Él tenía ocho años y ella siete, mi abuela los mando a la tienda, pero ya era noche, aproximadamente pasadas las siete. Doloritas sin enfado asintió para ir por café, pero su hermano era muy miedoso, ella, segura y valiente como siempre, lo regañaba y él lloriqueaba para no ir. Leyendas como Los aparecidos y La Llorona deambulaban ya. Tal era el caso que, en el camino a la tienda, a unas diez cuadras de la casa de mi abuela, iban los niños cuando una mujer de negro y con rebozo se les emparejó, sin hablarles, solo caminaba junto a ellos de manera espectral.


Mi madre me decía que su hermano iba llorando y diciendo que quien los acompañaba era la muerte, pero ella lo calmaba y de cuando en cuando lo reprendía. Llegados a la tienda, la mujer, esperó a que los niños entraran y siguió fantasmagóricamente su camino. De regreso y por exigencia casi de mi tío, llegaron corriendo a casa de mi abuela.

 

 

·        1960 – 1969

Doloritas siempre fue una mujer muy independiente y trabajadora. Arrojada, emprendía todo lo que decidía para ella y por ella misma. De jovencita trabajó en la Colonia Industrial Vallejo, Distrito Federal, hoy Ciudad de México, en una fábrica llamada Macopel, una armadora de ensambles para automóviles. Iba desde su pequeño pueblo, en aquel entonces, a la capital del país. Mi madre paseaba con sus amigas en la Alameda, iba al cine los fines de semana. Con su sonrisa sin estridencia, iba con su grupo de amigas, como la vi en fotos, a tomar café en Sanborns, compraba accesorios para la casa en Salinas y Rocha y se daba sus gustos como joven para comprar ropa y accesorios en El Palacio de Hierro. De una familia humilde, proveniente de un abolengo venido a menos por parte de mi abuela; mi madre fue gran administradora y ahorraba: en ello radicaba gran parte de sus emprendimientos personales y con su familia.

 

Alguna vez me contó que le hubiera gustado estudiar una profesión. Sus padres iban siempre de un lado a otro y había necesidades económicas; Doloritas no termino quinto de primaria. Sin embargo, era muy inteligente. Hasta en la secundaria de mi época, ella me ayudaba con las tareas de matemáticas. Alguna vez me dijo que le gustaban las leyes y la abogacía y le creí, porque ese carácter recio y justo fue lo que siempre la caracterizó ante todos y ante todo lo que había que lucharse o conquistarse.

 

Cuando tenía seis años, me relató, cuánto la quiso su maestro de primer año, quien también la llamaba Estrellita. Un ser con luz propia, mi madre.

 

En 1968 mi abuelo fue a trabajar a Tulancingo, Hidalgo. Don Andrés, como siempre le dijeron, fue un hombre bajito, moreno, de raíces indígenas, oriundo de Cuautlalpan, otro pueblo milenario, al igual que Chicoloapan, cerca del lago de Texcoco. Mi abuelo fue militar en su juventud, cuando conoció a mi abuela. Fue un gran conocedor de las labores agrícolas, las armas y los automóviles. Mi abuela una mujer alta, blanca, descendiente de españoles criollos, hacendados venidos a menos después de la Revolución Mexicana. Cuenta la leyenda que se conocieron en la Ex Hacienda de Coxtitlan, donde mi abuelo era chofer y mi abuela tenía nexos de amistad, desde su origen en Cuautla, Morelos.

 

Mi abuelo trabajo en Tulancingo en un rancho, y, en principio, mi madre también, quien lo seguía fervientemente. Doloritas aprendió ahí el método de la pasteurización y la vida de campo. Doloritas era capaz lo mismo de vivir una vida citadina como también del campo, lo que a mí, su hijo, me causa orgullo y nostalgia. Mas delante, algo inesperado llevaría a Doloritas al Norte del país.

 

 

·        1970…

A mediados del 1968, Doloritas vio llegar a una compañía de caminos y puentes llamada Codeprosa. Esta empresa, según mi padre venía desde Casa de Janos, donde hicieron una presa. Él fue, junto con otros, los que con su trabajo lograron esta obra. Luego el trabajo se acabó y mi padre decidió seguir a esta empresa, donde encontraría su destino y el mío en el centro sur de nuestro país.

 

Mi padre, Tomas Viguería Sáenz, nativo de Colonia Enríquez, municipio de Casas Grandes, hoy Colonia Leona Vicario, gracias al bautizo de mi querida tía abuela paterna, Josefina Viguería Rodríguez, a quien se le pidió que la escuela rural donde ella fue la primera maestra llevara su nombre, a lo que ella declino pidiendo que se llamase Leona Vicario, en honor este personaje central, según la historia de la independencia insurgente de nuestro país.


Los Viguería son una familia oriunda de Casas Grandes, Chihuahua, desde 1774, trabajadores en las minas de San Pedro Corralitos, municipio de Casas Grandes. En la Hacienda de San Pedro Corralitos, nació mi abuelo paterno, Tomas Viguería Rodríguez. Los Sáenz, por parte de mi abuela paterna: María Juana Sofía Sáenz Sandoval, españoles criollos, que encontramos su origen en Bachíniva, Chihuahua y en la ciudad de Guerrero, Chihuahua.


Mi padre, al dirigirse al sur, buscando trabajo y sustento; llega a Tulancingo de Bravo, en el Estado de Hidalgo, y meses después conoce a mi madre, quien tenía un pequeño comedor para los camineros que estaban construyendo la carretera Tulancingo- Huauchinango en el Estado de Puebla.

 

Los ojos verdes de mi padre, un muchacho de tez blanca, y el deseo de casarse con un norteño, según mi madre. Los ojos profundos cafés y claros de mi madre, ese hablar cantadito, su cabello rizado, tez blanca. Dos imaginarios que se escriben… me escriben.

 

Llegaron primorosos riendo y cantando

en mis primeros años, alegres amores.

Duraban un día, como las bellas flores.

No miraba entre ellos al que estaba esperando.

 

Un día de tantos, caminando en la vida,

fui a buscarte sabiendo que también me esperabas.

Llegué al bello rincón donde tú siempre estabas.

Y te amé eternamente dulce flor siempreviva.

 

 

Autor. Tomas Viguería Sáenz. “Herencia de amor” —fragmento.

 

 








Sigfrido Viguería Espinoza es licenciado en letras españolas por la UACH, profesor de Literatura I y II en la Preparatoria Francisco Villa y asesor del Taller de Periodismo y Ecología, instructor de secundaria, modalidad abierta con el programa nacional SEDENA-SEP-INEA, profesor del Colegio Las Américas, a cargo de las materias Español y Ciencias Sociales, profesor de Literatura, Comunicación, Etimologías, Taller de Lectura y Redacción, Filosofía, Geografía, Individuo y Sociedad, reportero en la revista Nosotros, profesor de tiempo completo y coordinador de la Licenciatura en Intervención Educativa, en la Universidad Pedagógica Nacional 08B, Subsede Nuevo Casas Grandes. Publica constantemente ensayos y poemas en medios impresos y electrónicos.

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