lunes, 28 de febrero de 2022

Crónicas Cuesta abajo II. La Ciénega. Sandra Gabriela Ordóñez


los martes

Crónicas Cuesta abajo

 

 

II. La Ciénega

 

 

Por Sandra Gabriela Ordóñez

 

 

Cuando la tarde se volvía de un color naranja y las hojas del álamo de la casa de mi abuela no se escuchaban, mi madre me invitaba a caminar “cuesta abajo”. Al salir de la casa había que seguir derecho hasta ver un paisaje pantanoso de agua verde con árboles adentro. Los primeros mangles que pudiera haber visto, aunque no lo fueran.

Durante el camino se desprendían varios aromas, uno era el de la tierra recién mojada, el otro a panecillos de horno servidos en las mesas de las cocinas. Pronto llegaremos a la casa de Mamá Toña, decía mi madre, la casa de la tía Nina ya la conoces, aún ladra el perro, aún los gatos trepan la barda.

En casa de mamá Toña solo la tapia gris se mira y una puerta de madera firme de color amarillo pareciera estar lista para ser abierta y poder mirar hacia dentro. Dormíamos junto a la chimenea, mi mamá Toña me hacía la cena, me contaba alguna historia de su juventud y me encomendaba darle de comer a las gallinas; a veces me regalaba un pollo negro, le cortaba uno de los dedos para saber que era mío. Había que regar el jardín de las dalias, los rosales y las magnolias, era el jardín más vistoso del pueblo, con aroma a laureles. Don Samuel, el hacendado de mayor prestigio, llegaba por rosas para su esposa.

La casa de mamá Toña siempre fue un paraíso. Al estar cerca de la Ciénega, las hojas de los sauces cubrían gran parte de la cerca del patio y a lo lejos se miraba la arboleda que distinguía donde terminaba el pueblo. En el patio había sembradío de espárragos, pap, elotes y frijol. La comida era de la tierra del solar, no había más que sembrar para comer, me contaba mi madre.  

La Ciénega era un charco enorme, había berro en las orillas donde terminaba el agua, los sauces estaban dentro, algunos patos se miraban aleteando, otros sambutiéndose. El “croac” de las ranas se hacían escuchar muy a los lejos, era un edén para los que desearan olvidar las tretas de la vida, un edén solitario. El pantano no dejaba acercarte al agua, pronto llegaba a tus tobillos y te invitaba a salir, pareciera que la Ciénega solo era para admirarse desde lejos.

Por poco tiempo nos quedábamos suspendidas viendo lo fugaz que tiene la naturaleza. El aroma a tierra mojada se penetraba no solo en tu nariz sino en la piel, el aroma a berro se quedaba impregnada en la ropa aun sin tocarlo. Lo maravillosos de este edén era que aún sin estar adentro, te llevabas recuerdo de su aroma.

De regreso a casa de mi abuela, el atardecer se tornaba rojizo, pronto iba a oscurecer. El camino ya no era largo, el pensamiento era eterno y las historias también.

Al cruzar el único camino pavimentado, mi madre me dice: aquí miré un jinete, venía con tu abuelo de la labor, era ya oscuro pero siempre la luna te ilumina y puedes ver las sombras que se acercan; esta vez era un caballo y un hombre, no eran de ese tiempo, el caballo era hermoso, el hombre no tenía pies. Se fueron derecho desvaneciéndose hasta los cerros de “la Pinta”. Algunas cosas no te las explica la vida ni la muerte.

A mi abuela no le gustaba que llegáramos de noche porque parecía que todos los perros del pueblo ladraban al mismo tiempo, y porque no se sabe qué podría pasar en la oscuridad. Yo no escuchaba tantos perros, escuchaba grillos, no veía oscuridad, veía un montón de estrellas, y como mi madre siempre se pierde en los recuerdos caminando en el pueblo, era mejor andar despacito, aunque nos llegara la noche y un regaño de la abuela. Aun así, regañadas, teníamos nuestro té de yerbabuena para irnos a dormir.

En este sitio “cuesta abajo”, no se desea olvidar nada, se desea abrir los ojos siempre estar allí en la melancolía en lo fugaz de la tierra.

 






Sandra Gabriela Ordóñez García creció parte de su infancia entre la Iglesia San Martín de Porres y la Biblioteca Municipal de Cuauhtémoc; a raíz de los rezos y los libros hizo una licenciatura en letras españolas en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Chihuahua; es mediadora de lectura del Programa Nacional y tiene estudios de asistencia educativa en la primera infancia y educación especial. Ganó el Premio de Poesía Alma Rosa Estrada. Ha trabajado y colaborado en diferentes áreas culturales y educativas. Actualmente es madre de una niña que ama los libros y cuenta las estrellas.

domingo, 27 de febrero de 2022

El sistema nervioso. Elvira Catalina Gutiérrez

 

El sistema nervioso

 

 

Por Elvira Catalina Gutiérrez

 

 

Latía ya muy lento el corazón, que literalmente se desmoronaba dentro del pecho. La bala había sido precisa y estudiada.

El sistema nervioso se aceleraba en un intento de salvar la bomba que con sus impulsos eléctricos la mantuvo medio siglo con vida, o tal vez se agitaba con la intención de integrar nuevamente las partículas de células cardiacas porque con el último hálito escuchó que entraban a la casa sus hijos.

Lloraban asustados.

Quiso protegerlos con su amor maternal, se arrepintió de su acto premeditado y quería regresar. Abrazarlos. Pero ya su cuerpo se despedía de los rayos del sol que entraban por la ventana, no había vuelta atrás. Solo un manto de luz cubría a esos seres amados.

 






Elvira Catalina Gutiérrez. Licenciada en letras españolas por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Chihuahua. Tiene maestrías en educación y en periodismo. Es profesora de literatura en secundaria y trabaja en radio con un programa cultural. Es autora de un libro sobre el tema Juana de Ibarbourou y otro sobre educación literaria para niños, ambos inéditos. Durante varios años escribió periódicamente en la revista Exprés.

Caleidoscopio. Alma Rosa Estrada

 

el poema del domingo

Caleidoscopio

 

 

Por Alma Rosa Estrada

 


El sol entre las rosas.

Destellos cristalinos

en horas silenciosas.

 






Alma Rosa Estrada Comadurán (1929 – 2000) nació en Guerrero, Chihuahua, y vivió gran parte de su vida en Ciudad Cuauhtémoc. Estudió curso comercial en el Instituto América de la ciudad de Chihuahua. En 1993 la UACH publicó su primer libro de poemas titulado Una mujer. En el año 2000 se publicó su segundo libro, llamado Tan cerca de la vida. En 2018 se publicó el tercero: Una mujer tan cerca de la vida. En Cuauhtémoc durante algún tiempo escribió y publicó crónicas periodísticas en el semanario La voz de Cuauhtémoc. También fue una magnífica violinista y compositora de canciones. El Premio de Poesía del Festival de las Tres Culturas lleva su nombre.

sábado, 26 de febrero de 2022

Un verso. Elí Isaí Loya Balcázar


 Un verso

 

 

Por Elí Isaí Loya Balcázar

 

 

La última vez que fui a la Librería Kosmos encontré El ciudadano de mis zapatos, del escritor argentino Luis María Pescetti.  A la hora de acostarme, abrí el libro y leí los primeros capítulos. Debo decir que la historia me entusiasmó, a pesar de que me podía imaginar al autor dirigiéndose a un público infantil, con títeres de calcetines de por medio. Pero el relato, además de llevarme como en brazos por donde iba caminando, tenía que ver con una tal Andrea, al parecer esquiva y perdidiza, cosa que le puso un poco de morbo al relato y me alentó a seguir, pese al sueño.

En algún momento de tensión inesperada, el narrador dijo algo que me llamó la atención de manera particular:

 

Con una discreción y un silencio que se parecía más a que todo, todo lo que había para decir nos llegaba sin palabras, siempre, y que por eso, se seguía acumulando más y más, porque desde chicos no encontrábamos palabras para atrapar o para alcanzar lo que no tiene palabras, y aprendimos más a convivir con el sentido al desnudo, sin encarnar, que con su remplazo de sonidos articulados, siempre imperfectos, sí, que nunca quieren decir lo mismo, sí, pero también muy humanos, muy esperados.  

 

Irremediablemente pensé en una frase de Borges que leí en algún lado, y que decía algo así como que las palabras no son otra cosa que símbolos que nos aproximan a símbolos, frase que me ha rondado los últimos dos años, y que quizá deformo o manipulo en la memoria para mi conveniencia.

Luego dejé a Pescetti encima del buró y abrí la Antología personal de Rubén Darío, que adquirí donde mismo. Su prólogo me contaba de cómo este poeta hizo temblar el árbol de la poesía en lengua española, inaugurando el modernismo mientras jugaba explorando el número de sílabas de los versos. Terminando el prólogo me dormí.

 

Por la mañana, cruzando la Ciudad Deportiva por el corredor acostumbrado, vi a un señor encaminarse muy animoso hacia una banquita donde había dos señoras sentadas

—¡Cuánto sol! —les dijo en tono festivo a manera de saludo.

De manera instantánea, su frase me iluminó.

Me parece que a veces la poesía (y el habla en general) pretende reducir su belleza a la ropa que visten las palabras, o al ámbito al que remiten, pero estas dos palabras, chaparritas, casi tímidas, saltaron de la boca del hombre como cuando el cielo se aclara detrás de las montañas, y me ha conmovido tan hondamente que les consideré un bello poema silvestre (como los pájaros y algunas flores de la Deportiva).

Un hermoso poema microscópico que, sin embargo, nos mueve a tanto, y en el que caben tantas cosas.

Otro hecho que me interesó fue que no lo dijo un poeta. O bien, lo dijo alguien que no sabe que es poeta, o alguien de quien jamás sabremos si le viene o le va saberse, o ser.

Decía que dijo la frase a manera de saludo en lugar de decirles buenos días o un simple hola, y que estas dos palabras encendieron también el rostro de las dos mujeres, quienes sonrieron como abriendo los ojos para ver más el sol (que quién sabe si ya lo habían visto antes de ser aludido por el no poeta) y terminaron de echar a andar la mañana. 

A torpe vista podríamos decir que lo único que él quiso decir era que hacía calor, porque hacía sol, y porque estamos a punto de entrar en primavera, pero este cuánto sol se me antoja para, además de saludar, festejar que vivimos otro día, y que da un gusto enorme encontrarse con ciertas personas, en cualquier sitio, el día menos esperado. Se me antoja también para que (ya que los soles son estrellas) en ella quepan todos los otros soles que andan por ahí en el espacio, así como cuando decimos ¡cuánta agua!, o ¡cuánto amor!

Y ya que también nosotros somos, a nuestro modo, estrellas, pues en este poema pequeñito caben de una vez juntos todos los soles del universo, y caben las estrellas que se han visto, las que no conocemos todavía, aquellas que jamás serán nombradas, y todos nosotros, huéspedes  en esta pequeña gota de tierra que, junto a otros planetas, sistemas y galaxias, caemos o giramos como una lluvia más lenta y más gigante, y que nadie sabemos a qué jardín o mar, en qué tarde o qué otoño, iremos a ir a parar.

Supe también que la poesía necesita que alguien la escuche. La poesía necesita comprobarse en todos quienes, complacientes o descuidados, la gozan como el olor de las lilas que llega de repente, o como el sabor de los frutos cuando en una mordida se expande en un color luminiscente. Decirle ¡cuánto sol! a nadie, sería como decirle buenos días al espejo, o como caminar tomados de nuestra propia mano. 

El sol que me dio ese señor (más a mí que a las musas sentadas en la banca) y que me iluminó de la manera simple y transparente, no ha querido ponerse desde entonces. Y, cosa extraña, de pronto en cualquier parte, a cualquier hora y más que antes, sale, y otra vez amanece.

Qué belleza, en verdad, este sol que sale sin tener que ponerse. Que avanza y atardece, y sin ponerse, sale.

 






Elí Isaí Loya Balcázar es colaborador de la revista Solar: su obra narrativa aparece en la antología Voces del Noreste; es coordinador de Ri´e Asociación Civil, mediador de la Sala de Lectura José Martí, coordinador de Talleres y Cursos de la Casa de Actividades Juveniles y Artísticas (C.A.J.A), de los Talleres Incluyentes para Jóvenes de Centros de Rehabilitación, Casas Hogar y Reclusorios. En 2018 publicó su libro de cuentos Ojo de bruja, y en 2021 otro más: Posdata al futuro, en la Editorial Instituto de Cultura del Municipio de Chihuahua.

viernes, 25 de febrero de 2022

como si mirara al sol. Lilvia Soto

 

como si mirara al sol

 

 

Por Lilvia Soto

 

 

Dedico este poema a Ucrania y sus valientes ciudadanos que luchan en este momento por su vida y su libertad.

 

 

Inspirado en Steven Myers. El legado de Chernóbil, 20 años después”. The New York Times, 26 abril 2006, el vigésimo aniversario de la explosión del Reactor #4 en Chernóbil. 

 

 

Gospodi, Gospodi, Gospodi [1]

 

 

abril

 

en el parque

silencio

en el cochecito del bebé

silencio

 

en el piso del kínder

dos muñecas

el cuello torcido

los ojos cerrados

 

a su lado

diminutas sandalias

zapatillas de ballet

un pequeño tanque militar

 

en la guardería

silencio

en las cunas

silencio

 

agosto

 

en el jardín del maestro de música

cuelgan

enormes

las peras

amarillas como el sol

rojas como la explosión

se caerán mañana

el maestro puede regresar

dentro de seis meses

no mañana

las peras

cientos de peras

del tamaño de las toronjas

maduran en el jardín

al alcance de la mano

el especialista de los sistemas nucleares

que vive en la casa del maestro

resiste la tentación

una noche bebe 

rebana una

mide el roentgenio de las semillas

sabe que el veneno es invisible

saborea su deseo

que madura

 

veinte años pasan

el especialista

cierra los ojos

ve rojo

como si mirara al sol

 

noviembre

 

las manzanas,

endurecidas,

arrastran las ramas

al suelo endurecido

no hay nadie

para comerlas

 

los supervivientes

fueron evacuados

con las vacas los gansos los patos

 

en abril, en Prypiat,

cantaban los pájaros

nadaban los niños

se casaban los enamorados

 

en agosto

maduraban las peras

 

en noviembre

las manzanas

como piedras

se arrastran

sobre el suelo

endurecido



[1] Gospodi, Gospodi, Gospodi, “Dios mío, Dios mío, Dios mío” es el himno que cantaron un sacerdote ortodoxo y un coro en 2005 en Slavutych, la ciudad que se construyó a finales de los 80 como reemplazo para Prypiat.

 






Lilvia Soto nació en Nuevo Casas Grandes, emigró a Estados Unidos a los 15 años, reside en Philadelphia, Pennsylvania. Tiene un doctorado en lengua y literatura hispánica de Stonybrook University en Long Island, Nueva York. Ha enseñado literatura y creación literaria en Harvard y en otras universidades norteamericanas. Fue cofundadora y directora de La Casa Latina: The University of Pennsylvania Center for Hispanic Excellence. Fue directora residente de un programa de estudios en el extranjero de las universidades Cornell, Michigan y Pennsylvania en Sevilla, España.

Las ventanas vacías Diálogo con Juan Bañuelos ( I ) Leonardo Meza Jara



Las ventanas vacías

Diálogo con Juan Bañuelos ( I )

 

 

Por Leonardo Meza Jara

 


I

 

De nuestra oscuridad que da la respiración

y los pensamientos que dan a luz los hijos...

J.B.

 

 

No debí hacerme estatua mientras las muertes

pasaban alrededor de la casa.

Los cadáveres emergían

como hierba silvestre en el pavimento.

Tú no te hiciste roca al igual mío.

Con las uñas escarbaste las palabras

buscando la hermosura y el odio.

Abandonaste la mesa

y la vieja máquina de escribir.

Tu oído se aproximó al muro de la noche

para escuchar el nacer de los muertos.

Las aberturas extendidas

hasta el comienzo de Dios.

 

Aún sigues ahí,

preguntas a los muertos qué les duele.

Han sido tan tuyas esas heridas,

muchas heridas evaporadas

a diario entre los hombres.

Es tan sencillo decir

que me duelen tus poemas

la tierra donde viven

tus intentos de utopía.

Hoy también son míos

los muertos que has escrito.

 






Leonardo Meza Jara es maestro, crítico, ensayista y poeta. Textos suyos han sido publicados en diferentes medios de circulación nacional y estatal. Tiene publicados los siguientes poemarios: Canto al primogénito (2003), Las ventanas vacías (2003), Desescribir (2004), Poemas para niños no tan viejos (2006), Los bosques del poeta (2008), Los infiernos de Lázaro (2011), Más acá de la infancia están las cosas (2013) y No sé si aún te llames Carlos Marx (2016), con el que ganó el Premio Latinoamericano de Poesía Jorge Calvimontes y Calvimontes. En el género del ensayó publicó el libro Carlos Montemayor. La casa que se habita (2010).