los martes
Crónicas
Cuesta abajo
II.
La Ciénega
Por
Sandra Gabriela Ordóñez
Cuando
la tarde se volvía de un color naranja y las hojas del álamo de la casa de mi
abuela no se escuchaban, mi madre me invitaba a caminar “cuesta abajo”. Al
salir de la casa había que seguir derecho hasta ver un paisaje pantanoso de
agua verde con árboles adentro. Los primeros mangles que pudiera haber visto,
aunque no lo fueran.
Durante
el camino se desprendían varios aromas, uno era el de la tierra recién mojada,
el otro a panecillos de horno servidos en las mesas de las cocinas. Pronto
llegaremos a la casa de Mamá Toña, decía mi madre, la casa de la tía Nina ya la
conoces, aún ladra el perro, aún los gatos trepan la barda.
En
casa de mamá Toña solo la tapia gris se mira y una puerta de madera firme de
color amarillo pareciera estar lista para ser abierta y poder mirar hacia
dentro. Dormíamos junto a la chimenea, mi mamá Toña me hacía la cena, me
contaba alguna historia de su juventud y me encomendaba darle de comer a las
gallinas; a veces me regalaba un pollo negro, le cortaba uno de los dedos para
saber que era mío. Había que regar el jardín de las dalias, los rosales y las
magnolias, era el jardín más vistoso del pueblo, con aroma a laureles. Don
Samuel, el hacendado de mayor prestigio, llegaba por rosas para su esposa.
La
casa de mamá Toña siempre fue un paraíso. Al estar cerca de la Ciénega, las
hojas de los sauces cubrían gran parte de la cerca del patio y a lo lejos se
miraba la arboleda que distinguía donde terminaba el pueblo. En el patio había
sembradío de espárragos, pap, elotes y frijol. La comida era de la tierra del
solar, no había más que sembrar para comer, me contaba mi madre.
La
Ciénega era un charco enorme, había berro en las orillas donde terminaba el
agua, los sauces estaban dentro, algunos patos se miraban aleteando, otros
sambutiéndose. El “croac” de las ranas se hacían escuchar muy a los lejos, era
un edén para los que desearan olvidar las tretas de la vida, un edén solitario.
El pantano no dejaba acercarte al agua, pronto llegaba a tus tobillos y te
invitaba a salir, pareciera que la Ciénega solo era para admirarse desde lejos.
Por
poco tiempo nos quedábamos suspendidas viendo lo fugaz que tiene la naturaleza.
El aroma a tierra mojada se penetraba no solo en tu nariz sino en la piel, el
aroma a berro se quedaba impregnada en la ropa aun sin tocarlo. Lo maravillosos
de este edén era que aún sin estar adentro, te llevabas recuerdo de su aroma.
De
regreso a casa de mi abuela, el atardecer se tornaba rojizo, pronto iba a
oscurecer. El camino ya no era largo, el pensamiento era eterno y las historias
también.
Al
cruzar el único camino pavimentado, mi madre me dice: aquí miré un jinete,
venía con tu abuelo de la labor, era ya oscuro pero siempre la luna te ilumina
y puedes ver las sombras que se acercan; esta vez era un caballo y un hombre,
no eran de ese tiempo, el caballo era hermoso, el hombre no tenía pies. Se
fueron derecho desvaneciéndose hasta los cerros de “la Pinta”. Algunas cosas no
te las explica la vida ni la muerte.
A
mi abuela no le gustaba que llegáramos de noche porque parecía que todos los
perros del pueblo ladraban al mismo tiempo, y porque no se sabe qué podría
pasar en la oscuridad. Yo no escuchaba tantos perros, escuchaba grillos, no
veía oscuridad, veía un montón de estrellas, y como mi madre siempre se pierde
en los recuerdos caminando en el pueblo, era mejor andar despacito, aunque nos
llegara la noche y un regaño de la abuela. Aun así, regañadas, teníamos nuestro
té de yerbabuena para irnos a dormir.
En
este sitio “cuesta abajo”, no se desea olvidar nada, se desea abrir los ojos
siempre estar allí en la melancolía en lo fugaz de la tierra.
Sandra Gabriela Ordóñez García creció parte de su infancia entre la Iglesia San Martín de Porres y la Biblioteca Municipal de Cuauhtémoc; a raíz de los rezos y los libros hizo una licenciatura en letras españolas en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Chihuahua; es mediadora de lectura del Programa Nacional y tiene estudios de asistencia educativa en la primera infancia y educación especial. Ganó el Premio de Poesía Alma Rosa Estrada. Ha trabajado y colaborado en diferentes áreas culturales y educativas. Actualmente es madre de una niña que ama los libros y cuenta las estrellas.