viernes, 25 de septiembre de 2020

Luis Fernando Rangel. Inventario

 


v/ lfr

Inventario

 


Por Luis Fernando Rangel

 

 

a mi padre, Juan Ramón Rangel

 

 

1

 

No recuerdo cuándo fue la primera vez que pensé en la muerte. Tal vez a los cinco años, cuando vi una ambulancia afuera de la casa de don Juan, el vecino. La gente se arremolinó sobre la calle para saber qué ocurría. Entonces de la casa del viejo salieron los paramédicos con una camilla donde Juan descansaba. Estaba cubierto por una sábana blanca y pensé en los fantasmas de la televisión. Mi padre me dijo que no viera. Me quitó de la ventana y luego trató de explicarme lo sucedido. Juan estaba muerto y ya no lo volvería ver porque se iría con Dios. No imaginé cómo. Pero él me explicó que lo iban a sepultar. Echarían su cuerpo en un hoyo en la tierra, como si fuera una semilla, para que su alma subiera hasta el cielo. Imaginé un árbol creciendo para subir el cuerpo de aquel hombre hasta las manos de Dios.

—Todos algún día nos vamos a morir, es parte de la vida —dijo papá.

Entonces sentí miedo. Temí ya no volver a ver a mi familia. Le pregunté a mi padre por Dios. Le pregunté que cuándo nos íbamos a ir con él y por qué. Pero él no me dijo nada, solo bajó la mirada.

Después pensar en la muerte se volvió un hábito. El norte es un lugar peligroso y me di cuenta a los ocho años, una tarde que tomé un periódico y leí que encontraron una troca abandonada a las afueras de la ciudad con siete cuerpos apilados en la caja. Le pregunté a mi padre dónde quedaba ese lugar, pero a los padres no les gusta responder esas preguntas.

—No sé —me dijo, y se encogió de hombros, como si esa respuesta bastara para dejar de pensar en la muerte.

Me di cuenta que uno puede desaparecer un día y al siguiente estar muerto. Así funciona la magia. Esta ciudad estaba llena de magos y conejos atrapados en sombreros, cobijas, tambos de basura y bolsas negras.

Ese día no salí a jugar en toda la tarde y mi padre me preguntó el motivo. Tal vez quería que cerrara el periódico para irme al patio a jugar con los carritos mientras en la tierra dormían millones de cadáveres. Tiempo después mi madre me contó que un día encontraron el cuerpo del vecino en su patio, sepultado, y nunca supieron quién lo enterró. Entonces dejé de jugar con la tierra porque estaba llena de sangre.

No séle respondí, justo como él lo hizo.

 

 

2

 

La primera vez que estuve frente a un ataúd fue a los nueve años. Adentro estaba mi abuelo con las manos cruzadas sobre el pecho. Sostenía un rosario, como si orara, pero tenía la boca cerrada y los labios apretados. Sin embargo, algo me hizo pensar que el que estaba adentro no era mi abuelo. Parecía como si hubieran puesto un maniquí en su lugar. Por eso papá no lloraba. De seguro él también pensaba lo mismo. Ese que estaba ahí no era su padre.

De todas maneras, a mi abuelo o al maniquí lo echaron a la tierra y me di cuenta que nunca lo volvería a ver. Me sentí triste. Entonces terminé de entenderlo: en los ataúdes duermen maniquíes.

 

 

3

 

Cuando tenía trece años vi un arma por primera vez y pensé en mi muerte. Dos hombres armados entraron a la tienda de mis padres y se dirigieron al mostrador. Esa tarde me encontraba ahí. Uno encañonó a mi sobrino, que tuvo la mala suerte de acompañarme, y otro a mí: sentí el metal frío de la pistola sobre la cabeza. Luego, sobre el pecho. Otro hombre se quedó afuera, cuidando. Después vinieron los gritos.

—Dame todo el dinero, cabrón —. Retrocedí, asustado—. Esto no es un chiste, dame todo el dinero, rápido, hijo de la chingada.

Abrí la caja y tomé los billetes.

—¿También las monedas? —pregunté, con nerviosismo. Ni siquiera sé de dónde tomé el valor para dirigirle la palabra. Después aprendí a reírme pensando en por qué pregunté eso.

—Todo, pendejo.

No pensé las cosas. Les di la caja. Llena. Con todos los billetes y todas las monedas. No podía apartar la vista de la pistola. Vi su dedo sobre el gatillo y cómo la mano le temblaba. También escuché cómo le temblaba la voz y pensé que ya estaba rota de antemano. Tenso, esperaba el disparo. Pero solo tomó la caja y huyó mientras yo me quedé ahí llorando.

Los policías llegaron a la media hora y me dijeron que era un asaltante primerizo. Levantaron el reporte mientras me decían que era muy probable que fuera su primer asalto.

—Tal vez pudo haber disparado —me dijo el oficial.

No me servía de nada saberlo. Esa tarde no dejé de llorar. Al día siguiente me di cuenta de la muerte del vecino, el dueño de la tienda que estaba a tres cuadras. Se resistió al asalto.

 

 

4

 

También pensé en la muerte otras veces. Por ejemplo, una noche en la que mi padre y yo fuimos al hospital. Eran las doce de la noche y la ciudad estaba vacía. Sobre el bulevar Fuentes Mares, en un semáforo, mi padre detuvo la marcha de la camioneta y junto a nosotros se detuvo un automóvil blanco. Entonces se dio el ritual de la cotidianeidad: el semáforo en rojo y el saludo cordial entre dos conductores que se encuentran a la media noche en una ciudad del norte del país.

Luego, lo asombroso. Un automóvil negro llegó a toda velocidad, se detuvo enseguida de nosotros y dos hombres descendieron rápidamente. Se levantaron las playeras para mostrar un arma fajada al pantalón. Las sacaron. Uno se dirigió a donde estaba mi padre y el otro se dirigió al automóvil blanco. Escuché los gritos sin poder entender qué decían. Los hombres con las manos arriba, con las armas señalando a los conductores, amenazaron con disparar.

Papá pisó el acelerador a fondo y unos metros más adelante, en una calle que atravesaba el bulevar, chocó contra el automóvil blanco, que también giró a la derecha. A nadie le importan esos accidentes cuando la vida está en riesgo. Mi papá y el conductor del otro automóvil se vieron y solo levantaron las manos como diciendo Aquí no pasó nada. Y cada quien se fue por su rumbo.

Los hombres armados se subieron al vehículo y persiguieron al hombre del auto blanco. Papá no fue a casa y agradeció secretamente que los pistoleros se hubieran decidido por el otro automóvil. Tomamos otra ruta por si nos estaban siguiendo y dimos un par de vueltas hasta asegurarnos que no pasaba nada.

Esa noche dormimos agradeciendo estar vivos. Nunca supimos qué fue del hombre del automóvil blanco. Los periódicos solo hablaban de lo bueno que era el gobernador y de lo bien que iba todo.

 

 

5

 

Ahora papá vuelve a pisar el acelerador a fondo. Hace mucho calor y no dejo de pensar en la muerte. Repaso cada una de las veces en que he pensado en ella. Pienso en cuántos maniquíes he visto. El más reciente fue el padre de mi madrina. Tenía el rostro blanco como solo la muerte lo puede tener. Sereno, como si quisiera sonreír. Recuerdo una leyenda popular de una tienda de vestidos donde vive un peculiar maniquí que esconde mil leyendas. Dicen que es el cuerpo embalsamado de la hija de la dueña del lugar. La historia dice que justo el día de su boda fue atacada por un animal que le desfiguró el rostro. Otros dicen que se suicidó. Sin embargo, ese maniquí es tan hermoso que en él no podría habitar la muerte.

Una gota de sudor corre por mi rostro. Parece una lágrima, pero no lloro. Mi madre sí llora y mi padre no quita la mirada del frente. Se aferra al volante como si de eso dependiera su vida. Ayer leí en el periódico que en la sierra un comando armado entró a una iglesia para dar muerte a ocho personas. Ahí, frente a los ojos de Dios. Mi mamá se persigna y reza. Vamos rumbo al panteón a sepultar a mi tío. Murió ayer, tenía malo el corazón. Lo sepultarán junto a su esposa. Me es inevitable pensar que uno es de donde están sus muertos y el norte los tiene de sobra. 

 

 

 

 

Luis Fernando Rangel es licenciado en letras españolas por la Universidad Autónoma de Chihuahua. Es autor de los libros Hotel Sputnik (Tintanueva, 2016), Poemas para un lugar común (ICM Chihuahua, 2018), Los líricamente desmadrados (Ediciones O, 2020) y Dibujar el fin del mundo (UACH, 2019). Coordinó la antología de poemas No haremos obra perdurable (Sangre ediciones, 2019). Ha publicado en revistas y suplementos culturales: Tierra Adentro, Visita al patio, Punto en línea, Punto de Partida, Himen, Pliego16, Estilo Mápula, Hybris, Morbífica, Tragaluz, Sophía, entre otras. Actualmente es jefe de Unidad Editorial en la Facultad de Filosofía y Letras de la UACH, director editorial de Sangre edciones, editor de las revistas Metamorfosis y Fósforo, así como conductor del programa radiofónico El pensador.

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