Parcelas en el imaginario del diablo
La Tiricia, novela de Guillermo Hernández Orozco
Por
Luis Kimball
La Tiricia, de Guillermo Hernández Orozco, se orquesta como novela de
aventuras con un escenario natural de drogas y pobreza. Así nos da la
bienvenida:
La verdá es que me arrempujó la necesidá,
yo ni siquiera conocía la amapola, cuantimás la goma. Jue Juventino el que me
metió en la maceta que la sembrara.
Empieza en prisión, aunque los personajes no
están apandados, sufriendo miseria, ni intercambiando experiencias
transformadoras en novelas célebres como aquella de Manuel Puig, ni revelando
la ciencia de sobrevivir el hacinamiento, cual hace Solhenitzi. Son norteños
mexicanos, así nomás, paseándose por el patio; para mejores señas, deambulan
entre Ojinaga y Jesús del Monte, o sea, parcelas en el imaginario del diablo,
donde conviven y hacen planes porque la cárcel es cosa normal que les pasa a
los hombres que hacen de hombres:
―Y ¿qué le
achacan? ―insistió.
Pa´qué le decía que la muerte de mijo y la
de mi compadre.
Mejor le contesté:
―Me agarraron con goma” (p. 15).
El elemento del suspense nos hizo pegarnos
a su lectura con la imborrable deuda de sangre, al estilo de las novelas del
oeste.
Cuando regresé con la bestia, ya mija
estaba tendida y sí le creo que el balazo era pa´Usté. Porque así, nomás por
nomás, no se mata a nadien (p. 11).
Es un relato cuyo cuestionamiento moral
ante la muerte u otros delitos es mínimo y pertenece solo a sus personajes,
como quien calcula para cuánto le alcanza al entrar a un minisuper:
Así no podía pensar en matar al Tibus,
aunque juera soltándole un pedradón a media maceta, sentía que de a feo andaba falto
de juerzas (p. 44).
¿Ve? Como cuando uno deja el shampoo bueno,
las manzanas y un Milki Way prescindibles, que personas normales debíamos
intentar a precio Oxxo. Nunca deja de haber este cálculo: ese corte de caja que
va midiendo la vida, en las pláticas naturales de cuando se vive a salto de
mata:
Por el cuidado con que va trazando a La
Coyota, el Culebro, El Tibus, La Tiricia puede parecer relato
costumbrista. Sin embargo, la velocidad con la que acontecen los hechos, el
ritmo despellejado con el que se van amontonando los cadáveres sin ningún drama, recuerdan más a
la novela de vaqueros: ese personaje inútil convertido en pistolero con la
fiebre del oro. Pasa cerca de la novela del realismo social, pero sin
calificativos morales. De pronto lo que narra Hernández es el fin de los
tiempos, sin religión ni política; no postapocalíptico, sino cercano a nuestro
ahora.
No hay esas voces de malditos propias del
cine (ni esas miradas, ni sentencias memorables antes de jalar el gatillo):
[…] y en la
bola salió un balazo [...] y... así acabó la cosa (pág. 17).
Uno
habita la novela junto a esa cantidad de personas. No es que sean malas
personas: el crimen es el estado de cosas y, aunque tranquilos, siempre andan
con el percutor amartillado.
Unas veces pensaba que lo mejor era
horcarlo, otras que era bueno conseguirle yerba, al fin le gustaba, y ya cuando
estuviera bien arreglado, amarrarlo en mi celda y a punta de patadas madrearlo (pág. 18).
Una aventura que devela, a través de unos
cuantos asesinatos, la tersura moral del terreno.
Al principio aparece el tono costumbrista
cristalizado quizá en esa separación de clases con que Mariano Azuela va
describiendo desde el narrador, un señorito letrado de la ciudad de México
durante el proceso revolucionario, acentuando los modos torcuatos del
campesisno, a los que enraiza emociones fuertes como incontenibles: el buen
salvaje.
Se puso en cuclillas, le dio dos fuertes
fumadas al cigarro, luego, con la muñeca del brazo izquierdo, se levantó un poco
el viejo sombrero norteño, alargó la mirada hasta el guardia que estaba sentado
allá arriba (p. 7).
Cierta desconfianza: ¿alargó la mirada? ¿En
cuclillas? No es que no lo haga la gente de cualquier parte, pero la semiótica,
el orden sintáctico y nombrar norteño a un sombrero cuando es más propio
nombrarlo contando las pedradas recibidas o de plano por la marca que ande
rifando, delata al escritor foráneo, pero también al escritor que no se
detendrá por nada, pues la literatura no está nunca dada, por más que parezca:
se construye.
La cadena de venganzas en La Tiricia
va a lo práctico, nunca al sadismo, cada vez calculando cuanto debe cada uno y
cuanto lleva derecho a cobrar.
Aparece un desierto muy nombrado con todo y
soles, pero no luminoso, quizá algo húmedo, curioso, quizá conforme uno se va
enterando que unos y otros de los pocos personajes, aunque hablen con
parquedad, en realidad lo hacen bastante, gastando saliva hasta cuando piensan,
pues eso: una creación literaria.
Entonces empezó por morirse, no dijo nada,
ni un pujido, pero se torció. Yo creo que se murió de puntada, porque de hambre
no (p. 64).
La Tiricia es un micromundo esclavizado a la tiranía del relato: lo que no
afecte a sus personajes no importa, y esto genera la tensión en el lector, que
llama a nuestro yo sádico revestido de justiciero, como explicaría Ernst Mandel
en Crimen delicioso.
A veces sentí de manera sobrepuesta cierto
formalismo del letrado. El conocimiento del enterado de Historia, noticias y
geografías tan detalladas delata al escritor culto sobre el relator, generando
esa distancia que en el inicio de la novela percibí elitista. Sin embargo,
lleva una inscripción natural de la experiencia humana para cualquiera menos
quisquilloso y se aprovecha de recuerdos, noticias e información antropológica
para construir un montaje que revela verdad.
En el segundo capítulo, uno como lector ya
ha aceptado como personas a los personajes, que van desde la escena cotidiana
del plantón de maestros a recolectores de caléndula. Los maestros cotorrean
sobre las compañeras normalistas, entre coreo y coreo de consignas dictadas con
esa falta de pasión de tarea que encarga el sindicato. Los calenduleros
habitarán el más parco Comala y hablarán de lo que sea que allí haga sentido.
En lo de buenos y malos no deja duda: eso es meramente circunstancial al ir
jugando los roles en una sociedad tan asumida como criminal, que nadie juzga
salvo para fines prácticos: ayudar a uno a vender algo porque necesita el
dinero, meter a otro a la cárcel porque ya había robado y matado y se notaba.
¿Cómo habría de ser diferente, cuando las pocas autoridades que aparecen no son
más que parte del mismo negocio de matar y economizar así en gastos de
justicia? Desde el principio, nadie requiere tanta explicación, a lo que se
dedique uno u otro, entienden bien lo que es “empezar de abajo”, “goma base”,
“laboratorio” y sus funciones, porque no hay de otra. O migrar bajo la mirada
de Rangers asesinos.
Se entretendrá. Esta novela de aventuras no
rellena párrafos, sopesa cada elemento como deben pensarse los insumos para
emprender la huida.
Hernández Orozco, Guillermo: La Tiricia.
Editorial UACH, México, 2006.
Luis
Kimball nació en Chihuahua en 1974. Vivió en Chihuahua, en Veracruz, en la
ciudad de México, y ahora reside en Querétaro. Hizo estudios universitarios que
no le satisficieron. Se interesa en el conocimiento y escribe desde joven, ha
publicado en la revista Solar y en Manual del desierto. Es
coautor del poemario Luna de hiel para tres, y autor de Puros de amor. Ha
participado en la coordinación de espacios culturales y actualmente coordina el
taller literario Escritura al día.