El remolino
Por Sally
Ochoa
Eran las dos de la
tarde cuando Francisco Rivera salió de su casa para ir a comprar alguna bebida que
le quitara del cuerpo aquel maldito calor que se le había pegado como sanguijuela
desde hacía más de una semana. Sentía que le quemaba la piel como un brasero
ardiente y no había encontrado nada que le ayudara a deshacerse de aquel
enemigo invisible que lo había tomado de sorpresa sin darle tiempo para
reaccionar.
Lo había intentado
todo: agua de jamaica, agua de elote, agua de tlacote, agua natural, y en plan
estaba robarse el agua bendita de la iglesia del padre Andrés si era necesario.
Lo que fuera, con tal de volver a ser el de antes; que seguía siéndolo, solo
que ahora parecía el mismo demonio en llamas por el pinche calor que lo tenía secuestrado. Se
subió a la camioneta de lujo que tenía estacionada en la cochera de su casa y
salió a la calle dispuesto a conseguir el remedio para sus males a como diera
lugar. Nunca nadie le había ganado a Francisco Rivera –pensó para sus adentros
y se le inflamó el pecho de puro orgullo–; había transitado por todos los
climas y todos los caminos y había salido airoso. Un calorón como este no iba a
ser la excepción. Era la maldita sequía que quería terminar con todo, incluso
con su paciencia; pero él no iba a permitir que le robara más de lo que ya le
había robado. Sus tierras estaban muertas, Crisanta –su mujer– parecía un
animal disecado a causa del hambre y las penas, y su hijo Daniel se había ido
al otro lado hacía ya mucho tiempo y todo indicaba que no tenía la intención de
volver.
La sola idea de la
ausencia definitiva le mordió el alma; pero la desechó de inmediato evitando
pensar en “las cosas que ya no serían”, anteponiendo aquellas que le daban la
posibilidad de salir del hoyo en el que todos los habitantes de El Valle habían
caído.
Esta cosa de la
sequía –pensaba– era como una prisión sin rejas en la que no tenía intención de
permanecer, por eso cuando su compadre Fernando, a quien Crisanta no veía con
buenos ojos porque decía “andaba en malos pasos”, le propuso que se fuera con él unos meses a “sembrar el
futuro” allá en las tierras del barranco, no lo pensó dos veces y se enroló en
el negocio. Volvió con un fajo de billetes que le engordaba el orgullo más que
otra cosa, pero le permitió comenzar de nuevo. Crisanta se negó a acompañarlo
en su nueva vida. Las luciérnagas que acompañaban sus noches insomnes le habían
dicho que aquello no terminaría bien. Francisco no quiso escucharla; siguió
viajando al barranco donde empezó a diversificar sus actividades hasta ser lo
que ahora era: un hombre rico.
Cuando pasó por la
gasolinera los despachadores cuchicheaban en voz baja mientras lo miraban, pero
Francisco no les prestó atención; iba pensando en cómo salir del infierno, pero
no imaginaba que el infierno aún no le había llegado del todo.
La camioneta siguió
su rumbo hacia la tienda de Mariano Ramírez; allí se detuvo y Francisco bajó
pensando en comprarse una botella de whiskey, pero lo más que encontró fue un
aguardiente barato que estaba todo empolvado por el tiempo en cautiverio. No le
importó. Pagó por él como si fuera de oro y, sin reparar en la mirada de
Mariano, salió como un maldito desesperado hacia la calle vacía.
Antes de subirse a
la camioneta de nuevo, se tomó media botella de un solo golpe; por un momento
creyó que el aguardiente le refrescaba la garganta y se sintió aliviado, pero
al minuto siguiente el calor le volvió con más fuerza haciendo que en el
interior de su boca se formaran varias llagas que sembraban calor en su saliva
como volcán en erupción. Se tomó la otra mitad de la botella y se sentó al
volante. Arrancó el vehículo furioso calle abajo mientras el sol de las tres se
escondía tras una nube y a lo lejos se divisaba un remolino de tierra y ramas
que poco a poco iba creciendo. El calor se le había estacionado en la espalda y
la sentía pesada, como si llevara una carga enorme de piedras. Francisco tuvo
que inclinarse varias veces para descansar el peso sobre el volante, pero aún
así seguía sintiendo aquella masa que poco a poco iba doblándole la columna en
dos y cortándole la respiración.
Se dirigió entonces
al río, buscando la sombra de los álamos; detuvo la camioneta y con gran
esfuerzo descendió. Caminó unos cuantos pasos hasta la orilla de la corriente,
se hincó sobre la arena y con ambas manos tomó un poco de agua para mojarse el
rostro. El reloj de oro en su muñeca izquierda marcaba las tres con veinte
minutos. El remolino de tierra y ramas pasó frente a sus ojos pero Francisco no
lo vio. Se recostó bajo la sombra de los álamos
y sintió entonces como el calor cambiaba de sitio; lentamente avanzaba
sobre sus hombros para bajar por sus brazos hasta tomar las manos como rehén. Se
quedó inmóvil mirando el cielo alborotado a través de las hojas que se
balanceaban en un interminable vaivén. Habría tormenta –pensó– y no supo si ese
pensamiento le causo alegría o angustia. La lluvia le hacía ahora más falta que
nunca; si no llegaba, se quedaría esperándola y en esa espera se quemaría
completo.
Unos minutos más,
unos minutos menos. El calor seguía. Se levantó, no pudo continuar en el mismo
sitio, la morbosa sensación estaba ahora en su estómago. Bebió un poco de agua
del río y se subió a la camioneta enfilándose de nuevo al centro, pasó por la
casa de Maravilla Toledo y la vio sentada en su mecedora con sus ciento tres
años encima, pegados los huesos a los barrotes y la mirada puesta en el infinito.
Lo que no vio fue la mano de Maravilla que dejó el tejido en el que trabajaba y
se alzó queriendo decirle algo. Siguió su camino hacia la plaza y desde lejos
la encontró sola, inusualmente vacía. ¿Dónde estaba Agustín el bolero? –se
preguntó– o Mario el de las revistas del corazón. Las puertas de las casas estaban cerradas y
las ventanas con las cortinas abajo; todo estaba en silencio. Ni un auto en la
calle, ni el ladrido de un perro ni el crepitar de un portón ni el ruido de una
gallina. Todo en calma excepto el cielo, donde las nubes se enfrentaban entre
sí.
Francisco se detuvo a un costado de la plaza; bajó
del vehículo y por primera vez vio el remolino que lo había seguido durante
todo el trayecto. Estaba detenido a unos metros de él. Se encaminó al kiosco
mirando de reojo sobre su hombro; el remolino le siguió los pasos. El calor
estaba ahora en sus muslos y tocaba ya sus rodillas cuando Francisco sintió un
destello en sus ojos. Apenas alcanzó a encontrarlo en la torre de la iglesia
cuando sintió el impacto del proyectil en el rostro; luego vino otro y otro y
otro más hasta que se volvieron incontables. Su cuerpo se retorcía con cada
bala que entraba y hacía explosión en su interior. Francisco solo miraba el
remolino que poco a poco iba tomando la forma de la muerte.
Cuando la última bala le atravesó el pecho sintió cómo
el calor empezó a salirse por el agujero; suavemente avanzaba al exterior y él se sentía cada vez
mejor, más ligero, más frío, casi podría decir que flotaba y que poco a poco el
aire se lo iba llevando hacia otro lugar donde encontró el rostro dulce de
Crisanta. Pero el calor de las cuatro le jugó una mala broma; se acomodó en su
sangre para formar un coágulo enorme y oscuro que selló el hueco impidiendo que
su furia interna continuara el éxodo. Las nubes furiosas se dispersaron
entonces.
Francisco Rivera murió ese día pero nadie se dio
cuenta de que, aún muerto, el calor seguía quemándolo por dentro.
Sally Ochoa es licenciada en filosofía y maestra en
periodismo, graduada de la Universidad Autónoma de Chihuahua. Tiene una
trayectoria de 18 años en medios de comunicación, ha trabajado en radio,
televisión, medios digitales e impresos. Además de sus textos impresos, su obra
poética y narrativa, ha sido publicada en revistas digitales: Mujer Latina Today, Escritoras Mexicanas, La
Conexión USA y Revista Monolito,
entre otras. Es autora de los libros: Entre
las sombras, Los ojos de la luna, Lágrimas de barro, Flores de un paraíso
perdido, El canto de las brujas, Valkiria, Alas robadas y Sobreviviente.
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