domingo, 16 de junio de 2019

Sally Ochoa. El remolino

El remolino

Por Sally Ochoa

Eran las dos de la tarde cuando Francisco Rivera salió de su casa para ir a comprar alguna bebida que le quitara del cuerpo aquel maldito calor que se le había pegado como sanguijuela desde hacía más de una semana. Sentía que le quemaba la piel como un brasero ardiente y no había encontrado nada que le ayudara a deshacerse de aquel enemigo invisible que lo había tomado de sorpresa sin darle tiempo para reaccionar.
Lo había intentado todo: agua de jamaica, agua de elote, agua de tlacote, agua natural, y en plan estaba robarse el agua bendita de la iglesia del padre Andrés si era necesario. Lo que fuera, con tal de volver a ser el de antes; que seguía siéndolo, solo que ahora parecía el mismo demonio en llamas por el  pinche calor que lo tenía secuestrado. Se subió a la camioneta de lujo que tenía estacionada en la cochera de su casa y salió a la calle dispuesto a conseguir el remedio para sus males a como diera lugar. Nunca nadie le había ganado a Francisco Rivera –pensó para sus adentros y se le inflamó el pecho de puro orgullo–; había transitado por todos los climas y todos los caminos y había salido airoso. Un calorón como este no iba a ser la excepción. Era la maldita sequía que quería terminar con todo, incluso con su paciencia; pero él no iba a permitir que le robara más de lo que ya le había robado. Sus tierras estaban muertas, Crisanta –su mujer– parecía un animal disecado a causa del hambre y las penas, y su hijo Daniel se había ido al otro lado hacía ya mucho tiempo y todo indicaba que no tenía la intención de volver.
La sola idea de la ausencia definitiva le mordió el alma; pero la desechó de inmediato evitando pensar en “las cosas que ya no serían”, anteponiendo aquellas que le daban la posibilidad de salir del hoyo en el que todos los habitantes de El Valle habían caído. 
Esta cosa de la sequía –pensaba– era como una prisión sin rejas en la que no tenía intención de permanecer, por eso cuando su compadre Fernando, a quien Crisanta no veía con buenos ojos porque decía “andaba en malos pasos”, le propuso  que se fuera con él unos meses a “sembrar el futuro” allá en las tierras del barranco, no lo pensó dos veces y se enroló en el negocio. Volvió con un fajo de billetes que le engordaba el orgullo más que otra cosa, pero le permitió comenzar de nuevo. Crisanta se negó a acompañarlo en su nueva vida. Las luciérnagas que acompañaban sus noches insomnes le habían dicho que aquello no terminaría bien. Francisco no quiso escucharla; siguió viajando al barranco donde empezó a diversificar sus actividades hasta ser lo que ahora era: un hombre rico.
Cuando pasó por la gasolinera los despachadores cuchicheaban en voz baja mientras lo miraban, pero Francisco no les prestó atención; iba pensando en cómo salir del infierno, pero no imaginaba que el infierno aún no le había llegado del todo.
La camioneta siguió su rumbo hacia la tienda de Mariano Ramírez; allí se detuvo y Francisco bajó pensando en comprarse una botella de whiskey, pero lo más que encontró fue un aguardiente barato que estaba todo empolvado por el tiempo en cautiverio. No le importó. Pagó por él como si fuera de oro y, sin reparar en la mirada de Mariano, salió como un maldito desesperado hacia la calle vacía.
Antes de subirse a la camioneta de nuevo, se tomó media botella de un solo golpe; por un momento creyó que el aguardiente le refrescaba la garganta y se sintió aliviado, pero al minuto siguiente el calor le volvió con más fuerza haciendo que en el interior de su boca se formaran varias llagas que sembraban calor en su saliva como volcán en erupción. Se tomó la otra mitad de la botella y se sentó al volante. Arrancó el vehículo furioso calle abajo mientras el sol de las tres se escondía tras una nube y a lo lejos se divisaba un remolino de tierra y ramas que poco a poco iba creciendo. El calor se le había estacionado en la espalda y la sentía pesada, como si llevara una carga enorme de piedras. Francisco tuvo que inclinarse varias veces para descansar el peso sobre el volante, pero aún así seguía sintiendo aquella masa que poco a poco iba doblándole la columna en dos y cortándole la respiración.
Se dirigió entonces al río, buscando la sombra de los álamos; detuvo la camioneta y con gran esfuerzo descendió. Caminó unos cuantos pasos hasta la orilla de la corriente, se hincó sobre la arena y con ambas manos tomó un poco de agua para mojarse el rostro. El reloj de oro en su muñeca izquierda marcaba las tres con veinte minutos. El remolino de tierra y ramas pasó frente a sus ojos pero Francisco no lo vio. Se recostó bajo la sombra de los álamos  y sintió entonces como el calor cambiaba de sitio; lentamente avanzaba sobre sus hombros para bajar por sus brazos hasta tomar las manos como rehén. Se quedó inmóvil mirando el cielo alborotado a través de las hojas que se balanceaban en un interminable vaivén. Habría tormenta –pensó– y no supo si ese pensamiento le causo alegría o angustia. La lluvia le hacía ahora más falta que nunca; si no llegaba, se quedaría esperándola y en esa espera se quemaría completo.
Unos minutos más, unos minutos menos. El calor seguía. Se levantó, no pudo continuar en el mismo sitio, la morbosa sensación estaba ahora en su estómago. Bebió un poco de agua del río y se subió a la camioneta enfilándose de nuevo al centro, pasó por la casa de Maravilla Toledo y la vio sentada en su mecedora con sus ciento tres años encima, pegados los huesos a los barrotes y la mirada puesta en el infinito. Lo que no vio fue la mano de Maravilla que dejó el tejido en el que trabajaba y se alzó queriendo decirle algo. Siguió su camino hacia la plaza y desde lejos la encontró sola, inusualmente vacía. ¿Dónde estaba Agustín el bolero? –se preguntó– o Mario el de las revistas del corazón.  Las puertas de las casas estaban cerradas y las ventanas con las cortinas abajo; todo estaba en silencio. Ni un auto en la calle, ni el ladrido de un perro ni el crepitar de un portón ni el ruido de una gallina. Todo en calma excepto el cielo, donde las nubes se enfrentaban entre sí.
Francisco se detuvo a un costado de la plaza; bajó del vehículo y por primera vez vio el remolino que lo había seguido durante todo el trayecto. Estaba detenido a unos metros de él. Se encaminó al kiosco mirando de reojo sobre su hombro; el remolino le siguió los pasos. El calor estaba ahora en sus muslos y tocaba ya sus rodillas cuando Francisco sintió un destello en sus ojos. Apenas alcanzó a encontrarlo en la torre de la iglesia cuando sintió el impacto del proyectil en el rostro; luego vino otro y otro y otro más hasta que se volvieron incontables. Su cuerpo se retorcía con cada bala que entraba y hacía explosión en su interior. Francisco solo miraba el remolino que poco a poco iba tomando la forma de la muerte.
Cuando la última bala le atravesó el pecho sintió cómo el calor empezó a salirse por el agujero; suavemente  avanzaba al exterior y él se sentía cada vez mejor, más ligero, más frío, casi podría decir que flotaba y que poco a poco el aire se lo iba llevando hacia otro lugar donde encontró el rostro dulce de Crisanta. Pero el calor de las cuatro le jugó una mala broma; se acomodó en su sangre para formar un coágulo enorme y oscuro que selló el hueco impidiendo que su furia interna continuara el éxodo. Las nubes furiosas se dispersaron entonces.
Francisco Rivera murió ese día pero nadie se dio cuenta de que, aún muerto, el calor seguía quemándolo por dentro.



Sally Ochoa es licenciada en filosofía y maestra en periodismo, graduada de la Universidad Autónoma de Chihuahua. Tiene una trayectoria de 18 años en medios de comunicación, ha trabajado en radio, televisión, medios digitales e impresos. Además de sus textos impresos, su obra poética y narrativa, ha sido publicada en revistas digitales: Mujer Latina Today, Escritoras Mexicanas, La Conexión USA y Revista Monolito, entre otras. Es autora de los libros: Entre las sombras, Los ojos de la luna, Lágrimas de barro, Flores de un paraíso perdido, El canto de las brujas, Valkiria, Alas robadas y Sobreviviente.

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