Bernal,
Álvar, Neumann y Ospina
Por
Enrique Servín
De los
testimonios y novelas en relación al periodo de la exploración y conquista del
mundo americano, cuatro me han provocado una fascinación intensa y turbadora:
el primero en el tiempo, leído en la adolescencia, fue la Verdadera historia de la conquista de México, de Bernal Díaz del
Castillo, que relata con una prosa directa y a veces algo tosca ‒de pronto
nostálgica y deslumbrada‒, el momento irrepetible en el que se encontraban por
primera vez dos civilizaciones sin ningún previo conocimiento mutuo. El heroico
esfuerzo que hace el anciano Bernal Díaz para recordar lo ocurrido varias
décadas atrás; los momentos en los que su lenguaje experimenta una especie de
asfixia, por falta de términos para poder describir las imágenes recuperadas;
el hecho de que sabemos que todo aquello ya debe estar transformado por la
imaginación o el olvido del viejo cronista, hacen que el lector deba participar
en la narración de una manera compleja y muy intensa.
El
segundo libro fue (previsiblemente), los Naufragios
de Álvar Núñez Cabeza de Vaca, relato asombroso en el que un protagonista del siglo
XVI nos hace ver cómo aquel tiempo permitía a los individuos lo que ningún otro
tiempo les ha vuelto a permitir después: vivir, en esta misma, otras vidas
diversas, a veces antagónicas entre sí. Álvar Núñez fue marino, aventurero
castellano, chamán amerindio, héroe popular, escritor, alto funcionario
imperial, prisionero rodeado por el mundo islámico y, en su ancianidad, un
apacible notario público, ya de regreso en España. La riqueza de escenas
contenidas en el vertiginoso texto de los Naufragios
sigue siendo al mismo tiempo un testimonio ejemplar de ese tiempo privilegiado,
aunque también un enigma desesperante: ¿Cuál es el desfiladero de grandes
piedras que tienen que atravesar? ¿De qué tribus nos habla cuando menciona tal
o cuál costumbre? ¿En qué idiomas llegó a conjurar y bendecir y resucitar
muertos? Su aprendizaje de la medicina tradicional amerindia ¿es una simple
estrategia de supervivencia o es producto de una verdadera conversión religiosa
y cultural? Ninguna respuesta es fácil y terminamos la lectura casi desolados,
como abandonados a una nostalgia y a una profunda sensación de misterio y
lejanía.
Leí
después la Historia seditionum indorum
tarahumarorum, escrita por Joseph Neumann en un polvoriento latín en el
momento en que aquella vieja Europa, todavía algo cargada de reminiscencias
medievales, se diluía en realidades desconocidas y que cambiaban con violencia.
Y sin embargo la crónica retrata un mundo purísimo, oloroso a resinas y
árboles, todavía muy lejano de cualquier centro del poder colonial europeo.
Para mí, su gran revelación fue descubrir que el universo mental de los
jesuitas, incluso ya terminando el siglo XVII, a final de cuentas, no era tan
diferente del de los indígenas: Neumann describe gigantes, iglesias
reconstruyéndose solas, caudillos tarahumares que atraviesan las paredes y que
dirigen ejércitos de moscas, o que atacan a los soldados españoles con la ayuda
de niñas voladoras que cantan himnos en rarámuri por sobre el campo de batalla.
El
cuarto libro, ya en el ámbito de la ficción literaria, es El país de la canela, descubierto en un estante de la Feria Internacional
del Libro en Guadalajara y que leí de corrido, recuperando por completo
aquellos viejos asombros a los que su autor, el colombiano William Ospina, dota
de nuevas y profundas significaciones al hacerlas encarnar en texto complejo
que es, antes que nada, poesía, e igualmente reflexión, dialogo de tiempos o
culturas, palimpsesto y dilatada canción celebratoria. El País de la canela recrea el momento en el que Francisco de
Orellana, separándose del contingente de Gonzalo Pizarro, dirige la primera
expedición europea en recorrer el río que los sucesores de estos aventureros
habrán de llamar “de las Amazonas”, debido a la mención en el sentido de que
los exploradores habían encontrado una nación de mujeres guerreras, ya que,
como suele ocurrir, los conquistadores trasplantan no solo estructuras de
poder, sino códigos culturales y visiones del mundo, de manera que la vieja
imaginería mediterránea es utilizada para renombrar las realidades que los
recién llegados iban hallando al avanzar por las tierras americanas.
Ospina
no intenta en esta obra ningún juego de reconstrucción lingüística, al
contrario, escribe conscientemente desde el siglo XXI, es decir, no solo desde
un lenguaje moderno sino desde una visión contemporánea. El principal guiño por
el que el escritor nos advierte esta circunstancia desde el inicio es el hecho
de que el narrador en primera persona de esta novela es un mestizo, y no un
peninsular o un criollo. Por esto mismo, el discurso recurre a una de las
estrategias centrales de la mente moderna: la crítica. Aunque Ospina no juega a
hacer arqueología con las palabras, el lenguaje, como en tantas otras grandes
novelas, es uno de los personajes centrales de este vasto país verbal suyo,
siempre fragante y profundamente vital. De hecho, El país de la canela es una novela abundante en metros castellanos,
patrones acentuales, ritmos y resonancias diversas. La característica central
de esta prosa es, en efecto, una eufonía evidente y continuada. Los nombres de
los capítulos, por ejemplo, son a veces octosílabos o endecasílabos perfectos,
y se repiten al inicio del primer párrafo como si fueran invocaciones o
fórmulas. El transcurrir de este lenguaje genera, a final de cuentas, un oleaje
que llega a confundirse con la profusa vegetación que va describiendo, en un
hipnótico ejercicio de fusión entre el fondo y la forma.
Detrás
de la línea argumental van surgiendo alusiones a algunas de las cuestiones
centrales de la historia latinoamericana. De hecho, la narración de El País de la canela contiene, entre
muchas otras, una metáfora sobre la conquista y transformación imaginaria de
las Américas: el motor primigenio de la aventura (la búsqueda de poder y
riquezas) se transforma con rapidez en una deriva por selvas y meandros a la
orilla de aguas pobladas por seres desconocidos; los afluentes se suman y
transforman en un río nuevo (un mundo nuevo), grande como el mar, pero ese río
habrá de desembocar, a costa de arduos trabajos por parte de los aventureros,
otra vez en el atlántico: el círculo se cierra, el orbe civilizatorio europeo
triunfa, pero se renueva y se transforma para siempre, dando origen a otra
civilización, más compleja y diversa que cualquiera de las que le dieron
origen.
Hablé
de crítica, y de cómo, detrás del suntuoso follaje verbal de esta novela, se
esconde un profundo cuestionamiento del rumbo que la civilización occidental
habría de tomar siglos después. El país
de la canela, después de todo, aparece en un momento de profunda crisis
moral y civilizatoria, no solo en América Latina, sino en el ámbito de lo
global. El personaje más elusivo de la novela, ese Teofrastus que ha sido
discípulo de Paracelso, y que, a pesar de aparecer tan solo unas pocas veces en
la narración, es como una especie de espíritu tutelar en la trama, abre el
texto diciendo que el universo ha creado la infinita diversidad de los seres, y
en cambio, los hombres se empeñan en buscar una sola cosa. En donde hay
innumerables tipos de árboles, el hombre busca únicamente el árbol de la canela;
en donde hay infinitas formas de la materia, el hombre no busca sino oro. En
ese equívoco terrible se cifra el drama que (el lector de la novela lo
comprende) ha conducido finalmente a la dilapidación de los recursos naturales,
la aterradora acumulación de tensiones, el vacío generalizado y la catástrofe
ecológica.
En la
novela de Ospina todo parece estar en su sitio preciso. La estructura narrativa
es perfecta y, por lo tanto, resulta invisible. No hay grietas, ni costuras, ni
bordes de ningún tipo. Los grandes momentos de la trama son casi silenciosos.
La llegada a la desembocadura en el delta del río, por ejemplo ‒ocurrida
después de innumerables penurias que convierten a aquella serpiente en un
monstruo descomunal‒, es impresionante porque, al igual que los tripulantes de
la embarcación, nunca sabemos en qué instante preciso hemos dejado el caudal
inmenso de las aguas dulces para entrar en las corrientes saladas del océano.
El ritmo con el que todo transcurre es verdaderamente musical y conduce al
lector envolviéndolo, permitiéndole una experiencia de gran intensidad estética.
E intelectual.
Como
lector, debo agradecer a William Ospina los logros que nos ofrece en esta
novela extraordinaria. Por supuesto: el haber hecho posible otro nuevo
deslumbramiento inspirado en el siglo contradictorio y asombroso que dio forma
a nuestra historia; el reinventar, desde un lenguaje y una visión ‒necesaria y
afortunadamente‒ modernos, esa revelación colectiva, esa gesta difícil de
comprender; y por supuesto, y en primer lugar, el demostrar que, mucho más
importantes que las certidumbres históricas resultan las verdades simbólicas,
los asideros que convierten a la vida en algo vivible, en algo dotado de
sentido.
Enrique Alberto Servín
Herrera es licenciado en derecho y maestro en antropología social. Ha publicado
los libros Rarámuri Ra’ichabo: hablemos
el tarahumar (2004), El agua y la
sombra (2004) y Anirúame historia de
los tarahumaras de los tiempos antiguos (2015), entre otros. En 2014
recibió el premio L. Gaboriau de Traducción Literaria, otorgado por el Banff
Centre del Consejo Canadiense de las Artes, por su trabajo como promotor de
textos traducidos de las lenguas originarias de Chihuahua.
En un Encuentro de Escritores parralenses tuve la fortuna de conocer a este gran e antropólogo y escritor. Me dejó perpleja al conocer un poco de sus muchas habilidades y destrezas. Es un políglota, amante de la cultura y defensor acérrimo de las etnias.
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