Los empeños del padre
Por Iván Cárdenas
El luto se había prolongado un par de meses. Era uno de esos días donde las páginas de la historia encuentran nuevos caminos y son gestadas las noticias inesperadas. Un clásico en mi vida. Ese viernes 26 cayó en el mes de enero, del año 2018. Amanecí, como se había vuelto costumbre, con una profunda tristeza a causa de la muerte de mi padre. No se me ocurría nada más que salir a la calle a emborracharme con el poco dinero que había quedado en una oxidada caja fuerte atesorada, tenazmente, por el viejo. No confió nunca en los bancos, ni en la gente. Era un señor duro, murió a los 87 años. Poco antes de que su cuerpo dejara de sufrir a causa de su inquebrantable adicción al tabaco, me dio la combinación numérica de su preciada "Carmelita", jamás indagué sobre el origen y el porqué de ese nombre. Ciertamente, el señor Mauricio Quintana no daba entrada a esas cuestiones. La fría y calculadora progresión de ocho números pronunciada por sus frágiles labios fue su forma de decir que me quería. A los veintitrés años no encuentro otra distracción más lucida, menos execrable, que la de los excesos. Cuanto perdón me he pedido por eso. Al final de cuentas, lo demás me importaba cada vez menos. No tenía hermanos para recordar historias, mi papá nunca llevó una buena relación con los que serían mis tíos, y de mi madre se habló poco desde que tengo memoria. Me había quedado solo. Supongo que el trance de la muerte nos convierte, a los duelistas solitarios, en simples trozos de carne indiferente.
El luto se había prolongado un par de meses. Era uno de esos días donde las páginas de la historia encuentran nuevos caminos y son gestadas las noticias inesperadas. Un clásico en mi vida. Ese viernes 26 cayó en el mes de enero, del año 2018. Amanecí, como se había vuelto costumbre, con una profunda tristeza a causa de la muerte de mi padre. No se me ocurría nada más que salir a la calle a emborracharme con el poco dinero que había quedado en una oxidada caja fuerte atesorada, tenazmente, por el viejo. No confió nunca en los bancos, ni en la gente. Era un señor duro, murió a los 87 años. Poco antes de que su cuerpo dejara de sufrir a causa de su inquebrantable adicción al tabaco, me dio la combinación numérica de su preciada "Carmelita", jamás indagué sobre el origen y el porqué de ese nombre. Ciertamente, el señor Mauricio Quintana no daba entrada a esas cuestiones. La fría y calculadora progresión de ocho números pronunciada por sus frágiles labios fue su forma de decir que me quería. A los veintitrés años no encuentro otra distracción más lucida, menos execrable, que la de los excesos. Cuanto perdón me he pedido por eso. Al final de cuentas, lo demás me importaba cada vez menos. No tenía hermanos para recordar historias, mi papá nunca llevó una buena relación con los que serían mis tíos, y de mi madre se habló poco desde que tengo memoria. Me había quedado solo. Supongo que el trance de la muerte nos convierte, a los duelistas solitarios, en simples trozos de carne indiferente.
El café, la fría mañana y los desdenes de mi gato me vuelcan
con fidelidad al ritual de leer la edición matutina de un periódico digital para
el que había colaborado un par de veces. Mi padre renegaba airadamente del
formato, defendía ideas románticas sobre el papel, la tinta y sus olores, y
encontraba en ese hecho un motivo más para hacer corajes. Como todo me
recordaba a él, me dejé hipnotizar por un anuncio clasificado que parecía
dirigido a mí, haciéndome consciente, por un instante, que mi existencia y las
circunstancias me exigían un empleo. "Se solicita joven redactor. De 20 a
23 años. Soltero, preferentemente sin compromisos familiares (¿?). Inglés
fluido. Viva cerca de San Felipe. Comunicarse a la brevedad, con el Lic. Pérez
Ruz al 614.248.27.32".
Los anuncios clasificados tienen la particularidad de
ejercer un poder patriarcal desde el momento en que son leídos. Llamé a la
brevedad. Eran las ocho de la mañana, dos veces no me contestaron. El estado en
el que me encontraba me arrastró a una prematura y fugaz desilusión, aunque, en
realidad, la idea del trabajo y los horarios nunca me ha resultado muy
estimulante. Eso mi padre nunca lo supo. Nuestra casa, grande, vieja y con
espacios iluminados, me inspiraba pereza y literatura. Podía pasar todo el día
leyendo. Las obras completas de Freud, por ejemplo. Cosas innecesarias. Me
bañé, cociné y me disponía a leer cuando escuché el eco del teléfono. Era el
licenciado Pérez Ruz; una voz grave y solemne, aunque de tonalidades relajadas
se escuchó del otro lado de la bocina. Hablamos durante cinco minutos acerca de
mi experiencia con las letras y la redacción. Me concedió una entrevista ese
mismo día a las tres de la tarde. Eran las once y fue un alivio saber que aún
me restaban cuatro horas de libertad laboral. Me sentí muy seguro de obtener el
empleo y de sobra supe que, después de esa entrevista, mis días, mis rutinas,
iban a tomar un rumbo distinto. Ni modo, pensé. La voz de Pérez Ruz me motivaba
un poco, percibí su sólida educación, parecía ser un hombre interesante.
Cualquier psicólogo diría que la búsqueda de una imagen paterna que se
asemejara al mío me arrastró a ese pensamiento, qué más da. Mis últimas cuatro
horas de libertad laboral, irónicamente las pasé organizando el discurso para
la entrevista... La libertad siempre es una ilusión, sus límites son
imprecisos; si hay límites, ¿Entonces es libertad? Bueno, ya. Entre reflexiones
y el ensayo de mentirillas piadosas que me hicieran parecer más apto para el
empleo. Se llegó la hora de tomar camino.
Me había citado en una dirección del centro de la ciudad de
Chihuahua, bastante retirada de la colonia San Felipe; eso me pareció un poco
raro, pero no puse demasiada importancia, podía ser que el lugar de trabajo
fuese en San Felipe y a donde tendría lugar la entrevista era una especie de
corporativo, o algo así; las posibilidades tienden a ser infinitas, a veces.
Tomé él metrobús, me bajé en la parada de la callé Ocampo y caminé hacia la
Ojinaga viendo a los personajes que pasan con su locura por el centro de todas
las ciudades. Di con la dirección: era una casa vieja pero recién pintada que
contrastaba con los negocios de los alrededores. Busqué una piedrita para tocar
la puerta de metal, pero acababan de barrer la calle. Deslicé la mano dentro de
mi pantalón para tomar las llaves y en el momento en que iba a golpearlas
contra el aluminio que cubría los barrotes de metal, sonó la chicharra
anunciando los cuatro segundos que tenía para empujar y entrar antes de que la
chapa eléctrica devolviera esa infinita quietud a la puerta cerrada. Me
apresuré a entrar, había que atravesar un amplio zaguán gris y sin vida hasta
una puerta corrediza de cristal polarizado. Me recibió un labrador peludo y muy
sonriente que me hizo entrar en confianza, dispuesto a ser acariciado. Lo mimé
un poco y cuando levanté de nuevo la mirada estaba un señor en silla de ruedas
observándome con una mueca de sonrisa.
―¡Mauricio
Quintana! Pasa, por favor.
Fiel a mi papel de solicitante, me encamine con paso
premeditadamente apresurado, fingiendo una torpeza en mi andar para aparentar
disponibilidad y dar una grata sorpresa al contrastar mi postura con mis
palabras.
―Licenciado
Perez Ruz, un placer, Mauricio Quintana, servidor.
La coreografía de las entrevistas laborales me provoca asco
y risa; dos personas clavando su mirada de escrutinio, valiéndose de técnicas
novedosas, antes llamadas intuición, para saber con diez preguntas y cuatro
gestos si se es apto, o no. Uno siempre trata de dar su mejor perfil, uno solo,
el necesario.
―Un
gustazo, Mauricio. Pero, ¿Como está usted tan seguro qué yo soy el licenciado
Pérez Ruz?
―Su
voz es inconfundible, licenciado.
Me miró, sonrió e hizo un gesto con la mano indicándome el
camino. Me adelanté y entramos a una oficina que ostentaba un escritorio de
madera fina. Quise preguntar qué clase de árbol era, pero pronto me di cuenta
que sería irrelevante. Brillaba mucho y parecía no tener ni un granito de polvo
encima. Inmediatamente advertí su insana afición por las águilas, dentro de ese
espacio de 6 x 15 parecía no haber cabida para otro adorno que no tuviera alas.
Águilas disecadas, águilas esculpidas en madera, águilas pintadas, esculturas
de metal. El aire visualmente comenzó a oler a zopilote. Todos los elementos
eran atravesados por ese animal, o por lo menos así lo percibí. Nos sentamos. Pérez
Ruz me contó acerca del trabajo; él fue abogado y necesitaba un redactor para
sus memorias, no tenía ambiciones literarias, dijo, pero quería que sus
pensamientos quedaran plasmados para las generaciones familiares venideras. La
vejez y la vanidad son buenas compañeras, pensé. Sufría artritis y dejó de
luchar consigo mismo en poder escribir con sus manos. Aparte de eso, necesitaba
transcribir unos textos jurídicos, ¡lo más tedioso del mundo!, exclamó.
―¿Te
interesa?
―Si,
me interesa.
Preguntó de manera somera e informal acerca de mi
experiencia, no hubo necesidad de exagerar ni utilizar las mentirillas piadosas
que había ensayado un par de horas antes. Acordamos un sueldo, un horario y el
espacio de trabajo; sería ahí mismo. Le pregunté por qué en el anuncio refería
que la residencia del solicitante estuviera en San Felipe. Me contestó que ahí
tiene otra oficina, pero que yo le había inspirado confianza y prefería tenerme
cerca para poder contarme de viva voz cuando un pensamiento lo asaltara y fuese
digno de entrar en sus memorias, sin cavilaciones. Sacó de su cajón un
engrapado de cuatro hojas, las deslizó sobre la mesa con un bolígrafo encima.
"Es tu contrato", me dijo. "Conmigo tienes prestaciones y seguro
social". Los firmé sin pensarlo; tengo la pésima costumbre de nunca leer
contratos, al mismo tiempo devolvía un poco de la confianza que Pérez Ruz había
mostrado para conmigo. En su librero vi a Borges, Dostoievski, Omar Khayyam,
Alighieri, y me dejé hipnotizar por eso. Me emocionó la idea de poder pasar
tiempo con alguien que había incorporado esos autores a su existencia. Tomó mis
firmas, las metió cuidadosamente en el cajón, y pronuncio las palabras de
despedida.
―Lo
veo mañana, joven Mauricio.
―Hasta
mañana entonces, licenciado. Conozco la salida, no se preocupe por encaminarme.
De todos modos me encaminó hasta la puerta de cristal
polarizado, sin decir nada. Salí de su casa con cierto entusiasmo, la idea de
un sueldo por un trabajo que no me disgustaba tanto, me provocó algo así como
un instante de felicidad; el cielo estaba nublado y la brisa vespertina de la
ciudad de Chihuahua me acariciaba la cara. Caminé hasta mi casa, lleno de
vitalidad. Cinco kilómetros los recorrí flotando, como si nada. Llegué y el
gato se frotó con frenesí en mi pantorrilla. Como pocas veces. Esa tarde no
leí, ni tomé la guitarra, ni vi las ponencias filosóficas de Darío
Sztajnszrajber en YouTube, mis tres pasatiempos favoritos. Estuve dos horas en
el sillón, con la pipa en la mano, viendo un grano en la pared. Mi gato estaba
feliz. El hambre me movilizó, preparé pasta para cenar y me fui a la cama.
El sueño es el momento más liviano del día, por obvias
razones; la delicia del descanso y la sapiencia de estar despierto en otro
lado, de andar viviendo aventuras con los ojos cerrados, para mí, siempre ha
sido mágico. Un día antes de que mi padre muriera lo soñé muerto. No se lo he
dicho a nadie, esas cosas no se platican, asustas a la gente o provocas lástima.
Pero por eso el sueño siempre ha sido uno de mis tesoros místicos. Esa noche
volví a ver al viejo. Después del día anterior a su muerte no había tenido
contacto onírico con él. Parecía preocupado, confuso. Su voz la escuché lejana,
trémula. Sus manos las sentí frágiles, sin fuerza, no empuñaba su bastón.
"Santa Isabel, Mauricio, Santa Isabel". Me dijo varias veces con un
tono de angustia. Mi despertar fue repentino, con el corazón estrujado. Entendí
de inmediato que mi jefe no estaba descansando. El café fue melancólico, los
sonidos del agua en la regadera me recordaron el llanto de la lluvia que caía
al momento de la misa en honor al señor Mauricio Quintana... qué mañana.
Ni hablar. Había que ir a trabajar, mi primer día; el sueldo
me permitiría viajar sin remordimientos al cabo de seis meses ahorrando. Yo
sabía que serían más, porque el ahorro nunca se me ha dado de forma natural,
pero esa grieta en la memoria de medio año me mantendría motivado para seguir
con el empleo y no renunciar airadamente a la más mínima provocación, como me
fascina hacerlo. Era una mañana fría y la caminé con mal humor. No me encantan
las bajas temperaturas, sobre todo si hay que caminarlas. Llegué al Oxxo por un
café para mitigar de alguna forma la frialdad en mis manos, también compré unos
Marlboro rojos porque me entretiene ver la espesura del humo cuando el aire
está helado. Tomé el metrobus. Había pactado con el licenciado que mi entrada
sería a las nueve de la mañana, llegué a su puerta justo al diez para las
nueve, encendí un cigarro y bebí el ultimo sorbo de café tibio; la segunda taza
en lo que iba del día me cayó de peso. Toqué a la puerta a las 8:53, escuché el
eco de mi golpeteo en el zaguán y por alguna razón tuve la impresión de que no
había nadie. Seguí tocando, no me abrían. Decidí esperar en el frío, con
pesadez en el estómago y el recuerdo de esa última visión de mi padre
confundido atormentándome los nervios. A las nueve y cuarto no pude más y me
enfilé encabronadísimo de regreso a casa, pensando lo peor de Pérez Ruz a causa
de su informalidad. Reparé en llamarle, pero tengo tiempo sin usar celular y el
numero qué venía en el anuncio se quedó registrado en el teléfono fijo. No
había de otra, tenía que regresar a la casa para poder comunicarme. Me di el
lujo de tomar un taxi, ochenta pesos me cobró, muy quitado de la pena. No quise
regatear, le di uno de cien y me regresó veinte en pura morralla. Abrí la reja
de mi casa y recogí la correspondencia regada en el suelo. Recibos, folletos y
una notificación jurídica a nombre de Mauricio Quintana Ferrón. Me asustó ver
mi nombre en un sobre de esa índole, ahí todo se empezó a esclarecer. Pensé en
mostrarles, estimados lectores, de forma facsímilar el contenido de esa carta,
pero no quisiera, bajo ninguna circunstancia, releerla. A resumidas cuentas, se
me concedía un plazo de 72 horas para desalojar la propiedad que ahora
pertenecía al señor Martín Ernesto Pérez Ruz. De no ser así, se tomarían
acciones legales en mi contra. Todo me pareció una broma de mal gusto, me
despreocupé un momento porqué creí que eso no podía ser posible, pero me
intrigó mucho las motivaciones del anciano Pérez Ruz. Le llamé y
sorpresivamente me contestó al segundo timbre.Esperaba mi llamada.
—¡Mauricio Quintana junior! Qué pena me da hacer las cosas
de esta manera, caray. Mi remordimiento es más grande al ver qué tu eres un
buen chavo, pero las deudas son las deudas, compadrito, nada personal, al
contrario, en otras circunstancias tu y yo podríamos haber sido buenos amigos.
Tu padre adquirió una deuda conmigo, tres millones de pesos, y siempre se hizo
pendejo. Los tenía que recuperar de alguna forma, Mauricio, y cuando me enteré
de su fallecimiento, me hirvió la sangre. No me quedó de otra, espero que
entiendas que yo no soy el malo de esta historia. Tu viejo, que en paz
descanse, tuvo que haberse preocupado por dejar sus cuentas claras y un
patrimonio para sus hijos.
—¿Sus hijos? —pregunté
—Bueno, tu siempre fuiste el consentido, por eso te tuvo con
él y te mentaba en todos lados, acá entre nos, a Pedro como que no lo quería,
por eso lo dejó en el rancho, aunque...
Colgué el teléfono y me dieron ganas de gritar, de desmadrar
algo, pero me calmé. Llame al abogado de mi padre y pude entender que él ya
estaba enterado; era compañero de Pérez Ruz y me aseguró que todo estaba
perdido, que no se podía hacer nada. Mis cuatro firmas le habían cedió esa
propiedad al Lic. Viejo Mañoso, armó toda una representación, pagó un
anuncio en el periódico que leo, puso mis características laborales en él, a
sabiendas de mi situación, y me hizo firmar un contrato con el riesgo de que yo
lo leyera. Le salió de maravilla. Me sentí estúpido, lloré como niño; el gato
me miraba conmovido. ¿Quién es Pedro? Fue la pregunta qué se llevó el llanto de
tajo para instalar una profunda duda ¿Cuál rancho? A mi papá le gustaba
llevarme dos veces por año a Santa Isabel, nos quedábamos en el rancho de un
amigo suyo que nunca conocí; según mi padre íbamos cuando el salía del país a unos
negocios en Estados Unidos; al tiempo que se tomaba un respiro de la ciudad,
hacía de cuidador a cambio de ese acogedor espacio. Por las mañanas echábamos
pastura a las vacas y a las 7 de la tarde íbamos en caballo a apagar la bomba
del pozo. En las tardes, como a las 4, nos comíamos una paleta de aguacate y
teníamos largas caminatas por el pueblo. A mí me fascinaba. En el rancho a
veces se dejaba ver un joven de enérgica flacura y mirada baja, dormía en un
cuarto enseguida de los corrales. Nunca vi que mi padre hablara con él, ni siquiera
lo saludaba. "Es el vaquero", me decía. Por las noches escuchaba a Los
Cadetes de Linares, con la luz prendida. Mi padre renegaba, pero nunca lo vi
decirle algo.
El sueño de la noche anterior, la angustia de mi Papá, Santa
Isabel en su voz. Pedro. ¿Mi hermano que se había quedado en el rancho? Sentí
un impulso, ahora me doy cuenta que no fue más que un simple reconocimiento de
la verdad. Tomé el teléfono y le marqué a Rodrigo, mi amigo, el único amigo. Le
pedí su troca para ir a Santa Isabel, le expliqué que acababa de perder mi
casa, al pobre no le quedó de otra más que contestarme: Simón. No acabó de
decírmelo cuando yo ya había tomado a mi gato y dos libros, una libreta con
plumas ¡y vámonos! tomé un taxi a casa de Rodrigo. Llegué y me vio muy emocionado,
entre la rabia, tristeza e intriga. Su gesto fue de espanto, como quien no
reconoce de manera clara la emoción que asalta al ser querido.
—Yo te llevo, Mauricio.
Sentía tanta prisa que no me opuse. Tomamos camino y el
gato no paro de maullar apenas tomamos carretera, Rodrigo estaba harto. Lo noté
a la media hora de camino. Hicimos 40 minutos, menos mal. El rancho del amigo
de mi papá es de fácil acceso, un kilómetro antes de la entrada al pueblo.
Llegamos y estaba el vaquero con un grupo de amigos tomando Carta Blanca en
lata. Todos voltearon a ver la troca sin sorpresa, me bajé y la reacción del
vaquero fue de ya valió madre. Hizo
un movimiento repentino, como intentando esconder el bote de cerveza. Al verse
incapaz, sonrió.
—¿Qué dice, oiga? ¿Por qué su apa no se baja? No avisaron
que venían.
—No, mi apa no viene. Falleció hace dos meses.
Me gustaría poder explicar con palabras la reacción del
vaquero, pero siempre hay una carga emocional que escapa al lenguaje hablado.
Había detrás de esa tristeza el desprecio, la soledad, la libertad y el
castigo. Los amigos del vaquero se pararon uno a uno y se fueron sin
despedirse, la gente de rancho no pierde el tiempo en convenciones, entienden
las situaciones y se van o se quedan. Nos dejaron solos. Mi amigo Rodrigo movió
la troca y apagó las luces. No dijimos nada, pero entendí todo. El vaquero era
Pedro, mi hermano. Lloró desconsolado por dos minutos, o menos. Tomo un hondo
respiro, sacó de su chamarra un pañuelo que había sido blanco y se secó las
lágrimas enérgicamente.
—Mire, venga, mi apa me dijo que le diera esto cuando se
petateara.
Entramos a la casa donde me quedaba siempre con el viejo.
Pedro abrió un cajón del mueble en la sala y me dio una carpeta del seguro
social con documentos dentro.
—Son las escrituras del rancho, están a nombre suyo y mío.
También los papeles de un carro que está en la bodega, ese es suyo.
Mi papá, señor reservado, conservador y de pocas palabras,
metódico y aficionado a las novelas policiacas, jamás me mencionó nada de lo que
ahora me informaban. Un hermano, un rancho y un carro. Hasta después de muerto
quiso que lo supiera, probablemente sospechaba el dolor que sentiría por su
ausencia, y todo esto fue planeado a modo de sorpresa. O quizás fue por la
deuda de tres millones de pesos y la ya imaginada venganza de Pérez Ruz. O por
un millón de razones más que veo inútil dilucidar.
Pasamos la noche platicando Pedro y yo, Rodrigo fue un
silencioso testigo. "Si quiere vender su parte del rancho, véndala, yo no
necesito nada más que mi cuartito y los corrales" Pedro me pareció
admirable por su austeridad y su lenguaje lacónico, tan distinto al mío, más
pretencioso. Me platicó que nuestro jefe había dejado cubierta su alimentación
desde que se quedó viviendo solo en el rancho. Le dejó unos terrenos y un
dinero a Carmelita, la señora de la tienda, a cambio de abastecer semanalmente
a Pedro durante 20 años, ese fue el trato. Pedro se había ido al rancho a los
15, tiene 26, aún le quedan 9 años de víveres. Por lo demás, se cubre con la
venta de ganado y la cosecha de frijol. "A mí no más no me quite eso y yo
no molesto", me dijo en tono amable, casi bromeando. Fuimos a la bodega a
ver el carro del que me había hablado; era un Mercedes Benz del 2017, de lujo,
casi nuevo. Pedro me dijo que a él no le gustaba porque se ensucia mucho.
Empecé a sentir cariño por el vaquero, pero no le he dicho nada. Hoy amanecí en
el rancho, no me dan ganas de volver por mi ropa ni por los muebles. Rodrigo
agarró rumbo hace veinte minutos, a mí este amanecer, en esta hamaca, con esta
vista me tiene hipnotizado. Soñando con los ojos abiertos. Porque sí, todo esto
es un sueño, lo supe desde la muerte de mi viejo.
Iván Cárdenas escribe en un sitio de
Facebook que es muy popular y tiene miles de lectores, se titula Iván Ca Bu.
También es compositor de canciones además de ser cantante. Es autor de un libro
de relatos, inédito.
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