viernes, 6 de septiembre de 2019

Iván Cárdenas. Los empeños del padre

Los empeños del padre

Por Iván Cárdenas

El luto se había prolongado un par de meses. Era uno de esos días donde las páginas de la historia encuentran nuevos caminos y son gestadas las noticias inesperadas. Un clásico en mi vida. Ese viernes 26 cayó en el mes de enero, del año 2018. Amanecí, como se había vuelto costumbre, con una profunda tristeza a causa de la muerte de mi padre. No se me ocurría nada más que salir a la calle a emborracharme con el poco dinero que había quedado en una oxidada caja fuerte atesorada, tenazmente, por el viejo. No confió nunca en los bancos, ni en la gente. Era un señor duro, murió a los 87 años. Poco antes de que su cuerpo dejara de sufrir a causa de su inquebrantable adicción al tabaco, me dio la combinación numérica de su preciada "Carmelita", jamás indagué sobre el origen y el porqué de ese nombre. Ciertamente, el señor Mauricio Quintana no daba entrada a esas cuestiones. La fría y calculadora progresión de ocho números pronunciada por sus frágiles labios fue su forma de decir que me quería. A los veintitrés años no encuentro otra distracción más lucida, menos execrable, que la de los excesos. Cuanto perdón me he pedido por eso. Al final de cuentas, lo demás me importaba cada vez menos. No tenía hermanos para recordar historias, mi papá nunca llevó una buena relación con los que serían mis tíos, y de mi madre se habló poco desde que tengo memoria. Me había quedado solo. Supongo que el trance de la muerte nos convierte, a los duelistas solitarios, en simples trozos de carne indiferente.
El café, la fría mañana y los desdenes de mi gato me vuelcan con fidelidad al ritual de leer la edición matutina de un periódico digital para el que había colaborado un par de veces. Mi padre renegaba airadamente del formato, defendía ideas románticas sobre el papel, la tinta y sus olores, y encontraba en ese hecho un motivo más para hacer corajes. Como todo me recordaba a él, me dejé hipnotizar por un anuncio clasificado que parecía dirigido a mí, haciéndome consciente, por un instante, que mi existencia y las circunstancias me exigían un empleo. "Se solicita joven redactor. De 20 a 23 años. Soltero, preferentemente sin compromisos familiares (¿?). Inglés fluido. Viva cerca de San Felipe. Comunicarse a la brevedad, con el Lic. Pérez Ruz al 614.248.27.32".
Los anuncios clasificados tienen la particularidad de ejercer un poder patriarcal desde el momento en que son leídos. Llamé a la brevedad. Eran las ocho de la mañana, dos veces no me contestaron. El estado en el que me encontraba me arrastró a una prematura y fugaz desilusión, aunque, en realidad, la idea del trabajo y los horarios nunca me ha resultado muy estimulante. Eso mi padre nunca lo supo. Nuestra casa, grande, vieja y con espacios iluminados, me inspiraba pereza y literatura. Podía pasar todo el día leyendo. Las obras completas de Freud, por ejemplo. Cosas innecesarias. Me bañé, cociné y me disponía a leer cuando escuché el eco del teléfono. Era el licenciado Pérez Ruz; una voz grave y solemne, aunque de tonalidades relajadas se escuchó del otro lado de la bocina. Hablamos durante cinco minutos acerca de mi experiencia con las letras y la redacción. Me concedió una entrevista ese mismo día a las tres de la tarde. Eran las once y fue un alivio saber que aún me restaban cuatro horas de libertad laboral. Me sentí muy seguro de obtener el empleo y de sobra supe que, después de esa entrevista, mis días, mis rutinas, iban a tomar un rumbo distinto. Ni modo, pensé. La voz de Pérez Ruz me motivaba un poco, percibí su sólida educación, parecía ser un hombre interesante. Cualquier psicólogo diría que la búsqueda de una imagen paterna que se asemejara al mío me arrastró a ese pensamiento, qué más da. Mis últimas cuatro horas de libertad laboral, irónicamente las pasé organizando el discurso para la entrevista... La libertad siempre es una ilusión, sus límites son imprecisos; si hay límites, ¿Entonces es libertad? Bueno, ya. Entre reflexiones y el ensayo de mentirillas piadosas que me hicieran parecer más apto para el empleo. Se llegó la hora de tomar camino.
Me había citado en una dirección del centro de la ciudad de Chihuahua, bastante retirada de la colonia San Felipe; eso me pareció un poco raro, pero no puse demasiada importancia, podía ser que el lugar de trabajo fuese en San Felipe y a donde tendría lugar la entrevista era una especie de corporativo, o algo así; las posibilidades tienden a ser infinitas, a veces. Tomé él metrobús, me bajé en la parada de la callé Ocampo y caminé hacia la Ojinaga viendo a los personajes que pasan con su locura por el centro de todas las ciudades. Di con la dirección: era una casa vieja pero recién pintada que contrastaba con los negocios de los alrededores. Busqué una piedrita para tocar la puerta de metal, pero acababan de barrer la calle. Deslicé la mano dentro de mi pantalón para tomar las llaves y en el momento en que iba a golpearlas contra el aluminio que cubría los barrotes de metal, sonó la chicharra anunciando los cuatro segundos que tenía para empujar y entrar antes de que la chapa eléctrica devolviera esa infinita quietud a la puerta cerrada. Me apresuré a entrar, había que atravesar un amplio zaguán gris y sin vida hasta una puerta corrediza de cristal polarizado. Me recibió un labrador peludo y muy sonriente que me hizo entrar en confianza, dispuesto a ser acariciado. Lo mimé un poco y cuando levanté de nuevo la mirada estaba un señor en silla de ruedas observándome con una mueca de sonrisa.
¡Mauricio Quintana! Pasa, por favor.
Fiel a mi papel de solicitante, me encamine con paso premeditadamente apresurado, fingiendo una torpeza en mi andar para aparentar disponibilidad y dar una grata sorpresa al contrastar mi postura con mis palabras.
Licenciado Perez Ruz, un placer, Mauricio Quintana, servidor.
La coreografía de las entrevistas laborales me provoca asco y risa; dos personas clavando su mirada de escrutinio, valiéndose de técnicas novedosas, antes llamadas intuición, para saber con diez preguntas y cuatro gestos si se es apto, o no. Uno siempre trata de dar su mejor perfil, uno solo, el necesario.
Un gustazo, Mauricio. Pero, ¿Como está usted tan seguro qué yo soy el licenciado Pérez Ruz?
Su voz es inconfundible, licenciado.
Me miró, sonrió e hizo un gesto con la mano indicándome el camino. Me adelanté y entramos a una oficina que ostentaba un escritorio de madera fina. Quise preguntar qué clase de árbol era, pero pronto me di cuenta que sería irrelevante. Brillaba mucho y parecía no tener ni un granito de polvo encima. Inmediatamente advertí su insana afición por las águilas, dentro de ese espacio de 6 x 15 parecía no haber cabida para otro adorno que no tuviera alas. Águilas disecadas, águilas esculpidas en madera, águilas pintadas, esculturas de metal. El aire visualmente comenzó a oler a zopilote. Todos los elementos eran atravesados por ese animal, o por lo menos así lo percibí. Nos sentamos. Pérez Ruz me contó acerca del trabajo; él fue abogado y necesitaba un redactor para sus memorias, no tenía ambiciones literarias, dijo, pero quería que sus pensamientos quedaran plasmados para las generaciones familiares venideras. La vejez y la vanidad son buenas compañeras, pensé. Sufría artritis y dejó de luchar consigo mismo en poder escribir con sus manos. Aparte de eso, necesitaba transcribir unos textos jurídicos, ¡lo más tedioso del mundo!, exclamó.
¿Te interesa?
Si, me interesa.
Preguntó de manera somera e informal acerca de mi experiencia, no hubo necesidad de exagerar ni utilizar las mentirillas piadosas que había ensayado un par de horas antes. Acordamos un sueldo, un horario y el espacio de trabajo; sería ahí mismo. Le pregunté por qué en el anuncio refería que la residencia del solicitante estuviera en San Felipe. Me contestó que ahí tiene otra oficina, pero que yo le había inspirado confianza y prefería tenerme cerca para poder contarme de viva voz cuando un pensamiento lo asaltara y fuese digno de entrar en sus memorias, sin cavilaciones. Sacó de su cajón un engrapado de cuatro hojas, las deslizó sobre la mesa con un bolígrafo encima. "Es tu contrato", me dijo. "Conmigo tienes prestaciones y seguro social". Los firmé sin pensarlo; tengo la pésima costumbre de nunca leer contratos, al mismo tiempo devolvía un poco de la confianza que Pérez Ruz había mostrado para conmigo. En su librero vi a Borges, Dostoievski, Omar Khayyam, Alighieri, y me dejé hipnotizar por eso. Me emocionó la idea de poder pasar tiempo con alguien que había incorporado esos autores a su existencia. Tomó mis firmas, las metió cuidadosamente en el cajón, y pronuncio las palabras de despedida. 
Lo veo mañana, joven Mauricio.
Hasta mañana entonces, licenciado. Conozco la salida, no se preocupe por encaminarme.
De todos modos me encaminó hasta la puerta de cristal polarizado, sin decir nada. Salí de su casa con cierto entusiasmo, la idea de un sueldo por un trabajo que no me disgustaba tanto, me provocó algo así como un instante de felicidad; el cielo estaba nublado y la brisa vespertina de la ciudad de Chihuahua me acariciaba la cara. Caminé hasta mi casa, lleno de vitalidad. Cinco kilómetros los recorrí flotando, como si nada. Llegué y el gato se frotó con frenesí en mi pantorrilla. Como pocas veces. Esa tarde no leí, ni tomé la guitarra, ni vi las ponencias filosóficas de Darío Sztajnszrajber en YouTube, mis tres pasatiempos favoritos. Estuve dos horas en el sillón, con la pipa en la mano, viendo un grano en la pared. Mi gato estaba feliz. El hambre me movilizó, preparé pasta para cenar y me fui a la cama.
El sueño es el momento más liviano del día, por obvias razones; la delicia del descanso y la sapiencia de estar despierto en otro lado, de andar viviendo aventuras con los ojos cerrados, para mí, siempre ha sido mágico. Un día antes de que mi padre muriera lo soñé muerto. No se lo he dicho a nadie, esas cosas no se platican, asustas a la gente o provocas lástima. Pero por eso el sueño siempre ha sido uno de mis tesoros místicos. Esa noche volví a ver al viejo. Después del día anterior a su muerte no había tenido contacto onírico con él. Parecía preocupado, confuso. Su voz la escuché lejana, trémula. Sus manos las sentí frágiles, sin fuerza, no empuñaba su bastón. "Santa Isabel, Mauricio, Santa Isabel". Me dijo varias veces con un tono de angustia. Mi despertar fue repentino, con el corazón estrujado. Entendí de inmediato que mi jefe no estaba descansando. El café fue melancólico, los sonidos del agua en la regadera me recordaron el llanto de la lluvia que caía al momento de la misa en honor al señor Mauricio Quintana... qué mañana.
Ni hablar. Había que ir a trabajar, mi primer día; el sueldo me permitiría viajar sin remordimientos al cabo de seis meses ahorrando. Yo sabía que serían más, porque el ahorro nunca se me ha dado de forma natural, pero esa grieta en la memoria de medio año me mantendría motivado para seguir con el empleo y no renunciar airadamente a la más mínima provocación, como me fascina hacerlo. Era una mañana fría y la caminé con mal humor. No me encantan las bajas temperaturas, sobre todo si hay que caminarlas. Llegué al Oxxo por un café para mitigar de alguna forma la frialdad en mis manos, también compré unos Marlboro rojos porque me entretiene ver la espesura del humo cuando el aire está helado. Tomé el metrobus. Había pactado con el licenciado que mi entrada sería a las nueve de la mañana, llegué a su puerta justo al diez para las nueve, encendí un cigarro y bebí el ultimo sorbo de café tibio; la segunda taza en lo que iba del día me cayó de peso. Toqué a la puerta a las 8:53, escuché el eco de mi golpeteo en el zaguán y por alguna razón tuve la impresión de que no había nadie. Seguí tocando, no me abrían. Decidí esperar en el frío, con pesadez en el estómago y el recuerdo de esa última visión de mi padre confundido atormentándome los nervios. A las nueve y cuarto no pude más y me enfilé encabronadísimo de regreso a casa, pensando lo peor de Pérez Ruz a causa de su informalidad. Reparé en llamarle, pero tengo tiempo sin usar celular y el numero qué venía en el anuncio se quedó registrado en el teléfono fijo. No había de otra, tenía que regresar a la casa para poder comunicarme. Me di el lujo de tomar un taxi, ochenta pesos me cobró, muy quitado de la pena. No quise regatear, le di uno de cien y me regresó veinte en pura morralla. Abrí la reja de mi casa y recogí la correspondencia regada en el suelo. Recibos, folletos y una notificación jurídica a nombre de Mauricio Quintana Ferrón. Me asustó ver mi nombre en un sobre de esa índole, ahí todo se empezó a esclarecer. Pensé en mostrarles, estimados lectores, de forma facsímilar el contenido de esa carta, pero no quisiera, bajo ninguna circunstancia, releerla. A resumidas cuentas, se me concedía un plazo de 72 horas para desalojar la propiedad que ahora pertenecía al señor Martín Ernesto Pérez Ruz. De no ser así, se tomarían acciones legales en mi contra. Todo me pareció una broma de mal gusto, me despreocupé un momento porqué creí que eso no podía ser posible, pero me intrigó mucho las motivaciones del anciano Pérez Ruz. Le llamé y sorpresivamente me contestó al segundo timbre.Esperaba mi llamada.
—¡Mauricio Quintana junior! Qué pena me da hacer las cosas de esta manera, caray. Mi remordimiento es más grande al ver qué tu eres un buen chavo, pero las deudas son las deudas, compadrito, nada personal, al contrario, en otras circunstancias tu y yo podríamos haber sido buenos amigos. Tu padre adquirió una deuda conmigo, tres millones de pesos, y siempre se hizo pendejo. Los tenía que recuperar de alguna forma, Mauricio, y cuando me enteré de su fallecimiento, me hirvió la sangre. No me quedó de otra, espero que entiendas que yo no soy el malo de esta historia. Tu viejo, que en paz descanse, tuvo que haberse preocupado por dejar sus cuentas claras y un patrimonio para sus hijos.
—¿Sus hijos? —pregunté
—Bueno, tu siempre fuiste el consentido, por eso te tuvo con él y te mentaba en todos lados, acá entre nos, a Pedro como que no lo quería, por eso lo dejó en el rancho, aunque...
Colgué el teléfono y me dieron ganas de gritar, de desmadrar algo, pero me calmé. Llame al abogado de mi padre y pude entender que él ya estaba enterado; era compañero de Pérez Ruz y me aseguró que todo estaba perdido, que no se podía hacer nada. Mis cuatro firmas le habían cedió esa propiedad al Lic. Viejo Mañoso, armó toda una representación, pagó un anuncio en el periódico que leo, puso mis características laborales en él, a sabiendas de mi situación, y me hizo firmar un contrato con el riesgo de que yo lo leyera. Le salió de maravilla. Me sentí estúpido, lloré como niño; el gato me miraba conmovido. ¿Quién es Pedro? Fue la pregunta qué se llevó el llanto de tajo para instalar una profunda duda ¿Cuál rancho? A mi papá le gustaba llevarme dos veces por año a Santa Isabel, nos quedábamos en el rancho de un amigo suyo que nunca conocí; según mi padre íbamos cuando el salía del país a unos negocios en Estados Unidos; al tiempo que se tomaba un respiro de la ciudad, hacía de cuidador a cambio de ese acogedor espacio. Por las mañanas echábamos pastura a las vacas y a las 7 de la tarde íbamos en caballo a apagar la bomba del pozo. En las tardes, como a las 4, nos comíamos una paleta de aguacate y teníamos largas caminatas por el pueblo. A mí me fascinaba. En el rancho a veces se dejaba ver un joven de enérgica flacura y mirada baja, dormía en un cuarto enseguida de los corrales. Nunca vi que mi padre hablara con él, ni siquiera lo saludaba. "Es el vaquero", me decía. Por las noches escuchaba a Los Cadetes de Linares, con la luz prendida. Mi padre renegaba, pero nunca lo vi decirle algo.
El sueño de la noche anterior, la angustia de mi Papá, Santa Isabel en su voz. Pedro. ¿Mi hermano que se había quedado en el rancho? Sentí un impulso, ahora me doy cuenta que no fue más que un simple reconocimiento de la verdad. Tomé el teléfono y le marqué a Rodrigo, mi amigo, el único amigo. Le pedí su troca para ir a Santa Isabel, le expliqué que acababa de perder mi casa, al pobre no le quedó de otra más que contestarme: Simón. No acabó de decírmelo cuando yo ya había tomado a mi gato y dos libros, una libreta con plumas ¡y vámonos! tomé un taxi a casa de Rodrigo. Llegué y me vio muy emocionado, entre la rabia, tristeza e intriga. Su gesto fue de espanto, como quien no reconoce de manera clara la emoción que asalta al ser querido.
—Yo te llevo, Mauricio.
Sentía tanta prisa que no me opuse. Tomamos camino y el gato no paro de maullar apenas tomamos carretera, Rodrigo estaba harto. Lo noté a la media hora de camino. Hicimos 40 minutos, menos mal. El rancho del amigo de mi papá es de fácil acceso, un kilómetro antes de la entrada al pueblo. Llegamos y estaba el vaquero con un grupo de amigos tomando Carta Blanca en lata. Todos voltearon a ver la troca sin sorpresa, me bajé y la reacción del vaquero fue de ya valió madre. Hizo un movimiento repentino, como intentando esconder el bote de cerveza. Al verse incapaz, sonrió.
—¿Qué dice, oiga? ¿Por qué su apa no se baja? No avisaron que venían.
—No, mi apa no viene. Falleció hace dos meses.
Me gustaría poder explicar con palabras la reacción del vaquero, pero siempre hay una carga emocional que escapa al lenguaje hablado. Había detrás de esa tristeza el desprecio, la soledad, la libertad y el castigo. Los amigos del vaquero se pararon uno a uno y se fueron sin despedirse, la gente de rancho no pierde el tiempo en convenciones, entienden las situaciones y se van o se quedan. Nos dejaron solos. Mi amigo Rodrigo movió la troca y apagó las luces. No dijimos nada, pero entendí todo. El vaquero era Pedro, mi hermano. Lloró desconsolado por dos minutos, o menos. Tomo un hondo respiro, sacó de su chamarra un pañuelo que había sido blanco y se secó las lágrimas enérgicamente.
—Mire, venga, mi apa me dijo que le diera esto cuando se petateara.
Entramos a la casa donde me quedaba siempre con el viejo. Pedro abrió un cajón del mueble en la sala y me dio una carpeta del seguro social con documentos dentro.
—Son las escrituras del rancho, están a nombre suyo y mío. También los papeles de un carro que está en la bodega, ese es suyo.
Mi papá, señor reservado, conservador y de pocas palabras, metódico y aficionado a las novelas policiacas, jamás me mencionó nada de lo que ahora me informaban. Un hermano, un rancho y un carro. Hasta después de muerto quiso que lo supiera, probablemente sospechaba el dolor que sentiría por su ausencia, y todo esto fue planeado a modo de sorpresa. O quizás fue por la deuda de tres millones de pesos y la ya imaginada venganza de Pérez Ruz. O por un millón de razones más que veo inútil dilucidar.
Pasamos la noche platicando Pedro y yo, Rodrigo fue un silencioso testigo. "Si quiere vender su parte del rancho, véndala, yo no necesito nada más que mi cuartito y los corrales" Pedro me pareció admirable por su austeridad y su lenguaje lacónico, tan distinto al mío, más pretencioso. Me platicó que nuestro jefe había dejado cubierta su alimentación desde que se quedó viviendo solo en el rancho. Le dejó unos terrenos y un dinero a Carmelita, la señora de la tienda, a cambio de abastecer semanalmente a Pedro durante 20 años, ese fue el trato. Pedro se había ido al rancho a los 15, tiene 26, aún le quedan 9 años de víveres. Por lo demás, se cubre con la venta de ganado y la cosecha de frijol. "A mí no más no me quite eso y yo no molesto", me dijo en tono amable, casi bromeando. Fuimos a la bodega a ver el carro del que me había hablado; era un Mercedes Benz del 2017, de lujo, casi nuevo. Pedro me dijo que a él no le gustaba porque se ensucia mucho. Empecé a sentir cariño por el vaquero, pero no le he dicho nada. Hoy amanecí en el rancho, no me dan ganas de volver por mi ropa ni por los muebles. Rodrigo agarró rumbo hace veinte minutos, a mí este amanecer, en esta hamaca, con esta vista me tiene hipnotizado. Soñando con los ojos abiertos. Porque sí, todo esto es un sueño, lo supe desde la muerte de mi viejo.



Iván Cárdenas escribe en un sitio de Facebook que es muy popular y tiene miles de lectores, se titula Iván Ca Bu. También es compositor de canciones además de ser cantante. Es autor de un libro de relatos, inédito.

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