Foto Pedro Chacón
Cuarto 444
Por Jaime Chavira Ornelas
Estoy en el cuarto 444 desde hace varias Semanas, o meses. La mañana está empeñada en ser fría, el calentón indiferente, con una extraña presencia prepotente que me hace sentirme inútil. Lo enciendo y le lanzo una mirada retadora y veo cómo se le borra esa insolencia. Puedo sentir cómo mi osamenta reniega por mi discreta entereza y la esperanza de que aún puedo dar la batalla, esta batalla que perderé algún día por las buenas o por las malas. En fin, qué importa si se gana o se pierde, todo es una ilusión o algo que se presenta como realidad .
El invierno es eterno, el frío es un sentimiento extraño: el cuerpo se estremece y se crispa; la sangre se hiela y se cuaja en las venas; la carne se enchina y los pies y las manos helados. Los días se alargan pues el pensamiento se enfría, la ventisca zumba como manifestación de soledad. La ventana cerrada y encobijada con las cortinas.
Ya no tarda la mujer que viene con el desayuno en una charola verde, un plato de plástico rojo y los cubiertos blancos; los huevos, el pan, el café y las galletas Marías no saben a nada, parecen de carton. Como porque el cuerpo me grita si no lo hago, sus gritos agónicos me espantan, he tenido la idea de meterme la mano a la garganta y sacarme el estómago y las vísceras, pero debe ser doloroso, al menos eso me dice la cabeza y le hago caso.
Entra la mujer con la bandeja: veo el desayuno reciclado, los huevos se tapan sus ojos amarillos, el pan está arrugado, el café parece petróleo recién sacado de las entrañas terrestres y las galletas son triates recién paridos, puedo oír su llanto porque la fatal muerte es inevitable. Observo la charola verde, parece que se llama Jacinta, la he visto no sé cuantas veces y hasta hoy siento que es madre de varios hijos, sufre como todas las madres, pero hay algo en ella que me llama la atención.
De pronto la mujer me grita:
–Ya comete el desayuno.
Sus ojos rojos la transforman en una víbora y sale de cuarto 444 arrastrándose.
Me como los ojos amarillos, el pan decrepito, la taza con petróleo y maté a las triatas sin Piedad. La charola verde (Jacinta) esta muy callada (tal vez preocupada por sus hijos), pero quién soy yo para juzgarla, tengo tantos hijos que ya perdí la cuenta, hay unos que ni conozco y habrá otros que ni me conocen, en fin, espero que los pobre hijos de Jacinta (la charola verde) estén bien.
La mañana sigue fría, el calentón con su actitud prepotente empeñado en seguir así, a mis manos y a mis pies los siento más fríos, me quito los zapatos y me doy masajes, y me ayudan a calentarme con la fricción, mis pies son grandes y feos, tengo callos, juanetes y ojos de pescado además pie de atleta (y nunca hago ejercicio), mis manos oprimen cuanto callo sienten con el masaje y el dolor me sube hasta mi cuero cabelludo, es un dolor extraño, no tengo control de los dedos que oprimen cada vez mas fuerte cada callo, en eso entre la mujer/jirafa de los ojos rojos con la charolita y los dulces de colores, me abre la boca y va poniendo de uno en uno los dulces y hace que los trague con buches de agua turbia, siento como van bajando por mi garganta hasta llegar al estómago, ahora mis dedos ya dejaron de oprimir los callos pues el sentimiento de ser otra persona llega con los dulces.
Abro las cortinas y entra el sol, el frío huye a los rincones, la mujer de las pastillas salió y el cuarto 444 queda en silencio, yo sentando en el borde de la cama, mis dedos jugando con las manos y mi mente con sus recuerdos y realidades. Voy en un tren rumbo a ningún lugar el paisaje que se proyecta en la ventana es extraño pues parece un rostro grande y sonriente tiene ojos marrón y cabello obscuro, de pronto el tren disminuye la velocidad y se escucha su silbido y el eco lo imita varias veces el rostro como paisaje me doy cuenta que es mi rostro, con ojos que enfrentan una tormenta y de pronto se fragmenta mi rostro en miles de rostros diminutos todos suspendidos con ojitos asombrados por la tormenta, saco mi mano para recoger mis rostro fragmentado, pero son tantos que se escurren en mis manos los empujo hacia adentro y van cayendo como peces retorciéndose en el suelo y se juntan como si fueran imanes hasta formar una extraña estrella que desaparece.
Ahora estoy otra vez solo, sentado en el borde de la cama. El silencio se mete por los poros y todo mi cuerpo es ahora el silencio del mundo, abro mi boca trato de gritar o de emitir cualquier sonido pero el silencio calla mis gritos o gemidos este silencio proviene de algún lugar desconocido en las entrañas de la madre tierra es un silencio místico metafísico caigo de rodillas y ahora escucho todos los sonidos desde el grillo hasta las constelaciones escucho los sonidos interiores de mi cuerpo cómo suenan las neuronas y todos los órganos cómo suena la vida en el planeta y solo exhalo un suspiro por todos aquellos que sufren escucho su llanto sus plegarias sus arrepentimientos su ira todos los sonidos de la muerte que aúlla tras las víctimas.
Sigo de rodillas y desfallezco. Mi cuerpo es un hilacho, puedo sentir lo frío del piso, en mi cara veo cómo entra un enfermero y me levanta y me acuesta en la cama, me da cachetadas pequeñas, veo su cara de papa y sus ojos de pescado, parece que babea; entra otra enfermera y me inyecta algo en el brazo izquierdo, el líquido corre de prisa por mi vena hasta la cabeza y siento un abundante calor en todo el cuerpo y me quedo dormido.
Despierto. No sé cuanto tiempo ha pasado, es de noche (creo) y mi garganta esta seca, trato de levantarme y siento vértigo, casi me caigo de la cama pero alcanzo la jarra con agua y le doy un trago que me refresca, le doy varios tragos hasta quedar satisfecho, las cortinas en la ventana están cerradas y debo abrirlas, de nuevo trato de levantarme y el vértigo hace que me vaya de lado pero hago un gran esfuerzo y me pongo de pie agarrándome de lo que puedo, llego a las cortinas y las abro de par en par, ¿está amaneciendo o atardeciendo?, regreso tambaleante a la cama, me siento para que no me gane el vértigo, me levanto y voy al baño, como puedo llego hasta la regadera y me siento en el suelo y abro la llave del agua fría que me cae y siento cómo la electricidad se enciende en todo mi cuerpo, ahora soy un ser vivo, un ser alertado por el gran elemento acuífero, poco a poco la cordura acompaña a la realidad, esta realidad finita que provoca la desaparición de toda locura, todos mis sentidos regresan a su lugar de origen.
Después de permanecer un rato en la regadera me levanto y el vértigo se ha ido a marear a alguien en otro lado, me seco, me estoy cambiando de ropa y entra la enfermera serpiente y con cara de sorpresa grita:
—Señor Chávez, que bien se vé esta mañana.
Deja la pequeña bandeja con tres pastillas en el buró y dice:
—Venga, por favor tómese las pastillas.
Las tomo, veo en sus ojos cierta tristeza, me doy cuenta que tiene los ojos verdes, su rostro con piel tersa y rosada y las facciones de una mujer bella. Me invade la somnolencia, mi cuerpo se relaja y me acuesto, un profundo suspiro sale de muy dentro, es un respiro liberado de su encierro. El techo del cuarto 444 es la ventana de un tren sin destino, sus silbidos los acompaña el eco y a los miles diminutos rostros en la ventana solo se los lleva el viento.
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