miércoles, 19 de marzo de 2025

DTUP, una visita inesperada


 

DTUP, una visita inesperada

 

Por Fructuoso Irigoyen Rascón

 

La tienda se llamaba DTUP (de todo un poco) y en efecto, era algo así como entre mercería y ferretería. El dueño y operario de DTUP era Elías, a quien le gustaba, después de que una exitosa serie televisiva española popularizara a un personaje a quien llamaban el ferretero, que le llamaran así. Era, pues, Elías el ferretero y quería seguirlo siendo. Sus hijos y su nieto no estaban de acuerdo.

—Papi, ya estás viejo. Deberías retirarte. Tú no necesitas trabajar.

—¿Qué quieren? ¿Qué me quede en la casa papando moscas y cultivando malos pensamientos? 

Al menos en DTUP se entretenía acomodando tornillitos y tuercas en los diferentes estantes, anaqueles y exhibidores. Cuando algún cliente o cualquier persona para el efecto, trasponía la puerta de entrada y las campanitas colgadas de ella tintineaban anunciando su llegada, Elías les recibía dejando oír su refinada voz de tenor.

—¡Adelante, querido marchante! Ha venido usted al lugar correcto, aquí encontrará sin duda lo que anda buscando ¡Siéntase usted en su casa!

Muchas veces su pregón se desperdiciaba. Respuestas como "solo venía a dejar esta carta" o “¿Podría decirme dónde es la parada del camión?” eran más que frecuentes. Otras veces el presunto cliente pasaba horas revolviendo las mercancías que en gran cantidad encontraba uno en DTUP para finalmente marcharse sin comprar nada. Pero ni así le apetecía retirarse y cerrar DTUP, después de todo la tienda ya iba a cumplir 50 años, y había sido por lo menos por 30 o 40 la fuente de sostén para él y su familia. 

En los días de soledad, Elías se sentaba en un banco alto detrás del mostrador y contemplaba lo que era o había sido su tienda. Un observador casual diría "es solo un jacalón lleno de cosillas inútiles" y otro “si no fuera porque ha estado aquí tanto tiempo el gobierno la clausuraría para poner algo más moderno". Oír tales cosas era doloroso para Elías, el ferretero, que a veces respondía.

—¡Amén, amén! —y quietamente retornaba a su labor de acomodar tornillitos y tuercas.

Un día la puerta se abrió, las campanitas anunciaron a un tipo de aspecto maligno, medianamente obeso y sudoroso, con barba de tres días y en mangas de camisa. Elías lo recibió con su melodioso pregón de siempre.

—¡Adelante querido marchante! Ha venido usted al lugar correcto, aquí encontrará sin duda lo que anda buscando. ¡Siéntase usted en su casa!

—¿Qué ya no me recuerdas, Muñeco?

¿Muñeco? Nadie lo había llamado así en más de 60 años. Miró fijamente al recién llegado, sin encontrar nada conocido en su persona, nada que le pudiera dar una clave de quien era.

—¿Quién es usted?

—Ay, Muñeco ¿A poco has olvidado a tu gran amigo del tercer año de primaria?

Entonces le llegó la memoria, este debería ser aquel Gil, Gilberto o Gildardo algo así. Un muchachito que abusaba a sus compañeros, se complacía en hacerlos llorar, les endilgaba apodos. 

—Creo que se equivoca yo no soy quien usted piensa.

—No te hagas, Muñeco. En tu cara veo que ya recordaste quien soy. Y no tengas miedo, solo pasaba por aquí y quise saludarte. Ya volveré y tal vez te compre algunos tornillitos.

Y como había llegado se fue.         

Elías sentía algo indefinido, entre el rencor de un tiempo ya olvidado que en su momento no pudo expresar, pues aquel tal Gil fue expulsado de la escuela, o su familia no pudo seguir pagando la colegiatura, o algo así y, por otro lado, el miedo. Seguramente, aquel tipo había vuelto para continuar su labor destructiva.

De pronto, su estado de ánimo se vio envuelto en tensiones más recientes. Sí, tal vez debería retirarse. Le sorprendió darse cuenta de que su inmunidad al miedo se había debilitado. A pesar de que DTUP había sido asaltada tres veces la última, hacía cinco años y de que salir ileso de esos atracos le había hecho sentirse invulnerable, la aparición de aquel sujeto lo había intimidado fuera de toda proporción. Así es el miedo.

Hacía mucho que no abría aquel cajoncito. Tuvo que esforzarse, moviéndolo hacia arriba y abajo, hasta que logró deslizarlo sobre los oxidados rieles y abrirlo.

Ahí estaban la Beretta M9 y una cajita de balas. Miró la pistola detenidamente antes de tocarla. Era un hermoso ejemplar, una maravilla de la ingeniería. La tomó en sus manos y pensó que hacía mucho tiempo que no la limpiaba ni la aceitaba, como requiere el cuidado de un arma de fuego, especialmente una como aquella.

Esa mañana llegó su nieto, venía seguido a visitarlo. Le sorprendió encontrarlo enfrascado en aquello de limpiar y aceitar el arma. En tono cándido preguntó:

—¿Qué pasa? —y, bromeando—: ¿Qué?, ¿vas a matar a alguien?

Elías respondió con un tono de voz que, sin confesar nada, dejó entrever a su nieto que lo conocía bien que, en efecto, algo pasaba.

—No. Nada, Mijo. Solo que abrí el cajón, vi la pistola y me acordé que no la había limpiado por algún tiempo. Sabes que si se ofreciera usarla pudiera no funcionar adecuadamente.

—Se pudiera atorar.

Sin interrumpir su labor y mirarlo a los ojos como lo hubiera hecho de ordinario, con toda su atención en la pistola, repitió.

—Se pudiera atorar.

Interpretando su inusual aspecto y actitud, el nieto se atrevió a preguntar.

—¿No estarás pensando en hacerte daño?

—¡Claro que no, Mijito! —respondió levantando la cara y, ahora sí, mirándole a los ojos —¿Cómo se te ocurre?

—¡Perdóname, abuelito! No intenté molestarte, es solo que te noté extraño y con la pistola.

Dejó la Beretta sobre el mostrador y ofreció al nieto una taza de café. Después de servirle el café, envolvió la pistola en un trozo de franela y cuidadosamente la colocó en el cajón.

El nieto, aunque no completamente satisfecho de las respuestas de Elías, decidió no insistir.

—Le daré una vueltecita más seguido, abuelito —se despidió.

Unos días después el tipo volvió.

—Hola, Muñeco ¿cómo has estado? Pasaba por aquí y decidí parar y saludarte. Me ha dado mucho gusto poder saludarte, pues tal vez sea la última oportunidad que tenga de hacerlo. Ahora mismo voy saliendo rumbo al MD Anderson y no sé si volveré. Los doctores me dan pocas esperanzas. 

—Que te vaya bien.

—Adiós, Muñeco.

Lo vio salir a la calle y alejarse caminando despacito, como lo haría un enfermo. Era de creerse lo que había dicho.

Elías pensó entonces: “¡que diferente se siente tener una Beretta a la mano!, tal vez encomendarse a la virgen dé el mismo resultado o tal vez aprender karate”.

De cualquier forma, el saber que el hombre aquel se iba y que probablemente no volvería apaciguó su alma y lo alentó a continuar al frente de DTUP. Aunque ahora ya había surgido en su mente la intención de ir cerrando la tienda poco a poco.

 


Fructuoso Irigoyen Rascón, autor de Cerocahui, una verdadera épica de la región, es médico con especialidad en psiquiatría, con una vasta y brillante práctica profesional. Es autor, además, de los libros Tarahumara Medicine: Ethnobotany and Healing among the Raramuri of Mexico y Nace Chihuahua, Gabriel Tepórame y Diego Guajardo Fajardo, los forjadores.

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