miércoles, 26 de marzo de 2025

El ermitaño y el buscador


 

El ermitaño y el buscador

 

Por Fructuoso Irigoyen Rascón

 

Tal vez el principio de esta historia parezca al lector repetitivo. Pensaría que Gibrán o Nietzche ya habían escrito algo parecido: Un ermitaño que vive en una recóndita montaña y alguien que va en su busca para encontrar solución a sus problemas. Esto es solo el formato, lo que sigue lo demostrará.

Tal como en los relatos de autores famosos, el sujeto estaba convencido de que solo aquel ermitaño podría ayudarle. Otros elementos que aparecen en otros cuentos de gurú en un escondido espacio del planeta, es que el buscador supo de él por medio de un amigo, una persona, alguien que ya lo había encontrado y visitado y a quien el famoso ermitaño le había ayudado, incluso le cambió la vida. Algún relato se complace también en describir las dificultades del camino.

En uno de esos cuentos que llegó a mis manos, el buscador hubo de cruzar un desierto plagado de serpientes venenosas, seguido de un pantano con cocodrilos y al ascender a la montaña final fue atacado por gigantescas águilas, todo antes de llegar a la cabaña o cueva, en otros cuentos del ermitaño. 

En esta ocasión no sabemos dónde o cómo fue que el buscador supo de la existencia del ermitaño. Para comenzar, no se sabía si el ermitaño ese era un santón, o quizá un prófugo de la ley. Tampoco se sabe con precisión por qué el emproblemado sujeto no había encontrado alivio o apoyo en cosas más modernas como la consejería psicológica, la medicación o la inteligencia artificial.

 El destartalado camioncito que lo acercó a la montaña no era tan malo como las serpientes, águilas y cocodrilos de otros cuentos, pero de ninguna manera podría considerarse un transporte de lujo. El buscador indicó al chofer donde debía parar.

—¿Está usted seguro que es aquí? Aquí no hay nada.

—¿Es el kilómetro 68? Aquí es entonces.

—Sí, ahí está el marcador: Kilómetro 68.

—Imagino que alguien habrá venido aquí al mismo lugar antes de mí.

—Pues en los veintitantos años que tengo manejando en esta ruta, nadie antes me había pedido parar aquí. 

Se acomodó la mochila en la espalda, sacando antes de ella una pequeña brújula. 

—Debo caminar ahora 30 kilómetros en dirección noroeste.

El chofer lo miró con extrañeza y no pudo resistir el advertirle.

—Por ahí no hay nada. Es el desierto.

—¿Una montaña?

—No que yo sepa. De cualquier manera, yo regreso por aquí pasado mañana. Bajaré la velocidad y me detendré para recogerlo si lo veo.

—Gracias.

Emprendió la marcha mientras que el camioncito se alejaba. Una hora después de caminar bajo el quemante sol, le pareció ver a lo lejos la silueta de una montaña. Un poco después confirmó que en efecto ahí estaba, no era una montaña muy alta, pero sí era algo más que una simple colina.

Finalmente llegó. No parecía difícil escalar, así que continuó su camino. Deshidratado y aun sudando, alcanzó la cima. Allí, frente a él, se alzaba una cabaña rústica. Justo en la entrada, lo esperaba una mesita con una jarra de cristal llena de agua y un vaso dispuesto con evidente intención.

Sin dudarlo, se abalanzó sobre el líquido, un alivio inesperado que se le ofrecía sin necesidad de pedirlo. Al terminar el segundo vaso, de la nada apareció el ermitaño. Con el agua escurriéndole aún por las comisuras de los labios, el viajero se quedó petrificado. Aquel hombre era mucho más joven de lo que había imaginado. Sin embargo, su espesa barba le otorgaba la apariencia de un sabio, reforzada por el tosco sayal que vestía. Unas sandalias gastadas completaban su atuendo.

—Te estaba esperando. Por favor, pasa a la sombra. Tráete el agua.

—¿Me esperabas? —dijo el buscador con cierto asombro.

—No. No es magia —respondió el ermitaño señalando el viejo telescopio apuntado al sureste.

—De cualquier manera, nunca imaginé que fueras tan joven.

—En efecto, tengo tan solo 10 años en esta posición —señalando una fotografía en que él sin barba abrazaba cordialmente a un anciano—. Él era el ermitaño original. 

— ¿Y dónde está ahora?

Por toda respuesta abrió la ventana y señalo un montículo coronado por una cruz.

—Allí descansa.

—Ya veo ¿Y tú aprendiste de él?

—Sí, fue como un curso rápido. Yo vine como tú, a  buscar consejo.

—¿Cómo sabes que busco consejo?

—A eso viene la gente aquí. A menos que…

—¿Que qué? — interrumpió.

—Que vengas a entrevistarme para alguna revista, también algún reportero aparece por aquí de vez en cuando. 

—Me decías que viniste buscando consejo y —dijo agitadamente el ermitaño que respiraba con dificultad— ¿qué eres?, ¿médico?

—Algo así.

—Por lo menos no me topé con serpientes venenosas ni me atacó un águila.

—Apenas termina el invierno, las serpientes duermen bajo la tierra o entre las piedras. Al águila la vemos por aquí muy de cuando en cuando, la pobre está en peligro de extinción. Pero veo que conoces alguno de los relatos.

—Así es.

—¿Y cómo termina el relato que tú conoces?

—En ese relato, o cuento, el buscador se postró ante el ermitaño y declaró que haberlo encontrado, visto, le ha por fin hecho feliz. A lo cual el ermitaño respondió señalando el camino por donde había llegado hasta él, que la verdadera felicidad consistía en haber superado todos aquellos obstáculos y llegado hasta allí. 

—¿Y tú buscas, como el de relato, la felicidad? 

—De alguna manera sí. Pero creo que solo necesito, como dijiste antes, consejo. Algo que me aliente a seguir adelante.

—Tenemos esta noche y todo el día de mañana para hablar. Ahora come algo, hay pan, carne seca y refrescante agua de nopal.

—Tal vez el buscador del relato estaba en lo cierto. Me siento mejor solo con estar aquí. 

—Es una buena señal. 

—¡Ya lo creo! 

El ermitaño tragó saliva. Tal vez, en este punto de su carrera, estaba logrando lo que su antecesor conseguía con naturalidad: brindar alivio y consuelo a los buscadores con su mera presencia. Sabía, sin embargo, que al menos parte de su poder residía en la ubicación apartada en la que se encontraba, al igual que los venerados santones y curanderas de Espinazo, Falfurrias, Cochibampo y Huautla.

A veces se preguntaba si estar a treinta kilómetros del kilómetro 68 era lo suficientemente remoto como para compararse con esos lugares mágicos. Sabía que la curación o los milagros que allí ocurrían dependían, en parte, de la fe de los peregrinos y del esfuerzo de su viaje. No obstante, recordar al viejo ermitaño y estar tan cerca de su tumba terminaban por convencerlo del poder de su ubicación y del suyo propio. Después de todo, durante diez años había repetido las fórmulas, oraciones y consejos que había escuchado del Maestro, como llamaba al viejo ermitaño enterrado en aquel lugar.

Esa noche el ermitaño escuchó la historia del buscador. Se enteró de que su primer episodio depresivo había ocurrido hacía muchos años, y que se había curado con amitriptilina. El segundo fue en la era del Prozac, la casi mágica medicina, el cual también cedió al tratamiento. El más reciente ataque depresivo, fue tratado con una maquinita llamada estimulador magnético transcraneal y pareció responder favorablemente también. A pesar de lo que sus médicos consideraban una excelente respuesta al tratamiento, él continuaba sintiéndose vacío, incompleto. Abundó entonces en sus pérdidas, muertes y deserciones. El ermitaño solo escuchaba. Así se fue la tarde y la primera mitad de la noche.

—Supongo que estarás cansado. Puedes dormir ahí —indicándole un camastro al fondo de la habitación—. Te veo mañana temprano.

En la mañana, muy temprano, el buscador despertó. Sobre la mesa donde había estado la jarra con el agua había un sobre y unas hojas de papel. Al verlas, lo primero que imaginó fue que el brujo aquel se había marchado durante la noche. Tal vez le había cedido a él el puesto, tal como a él se lo había encomendado el viejo Maestro. Sin embargo, no se atrevió a tocar el sobre. Un ratito después traspuso la puerta el ermitaño. Ni qué decir, una expresión de alivio se veía en la cara del buscador.

—No leo la mente —comenzó a decir— pero apuesto a que creíste que me había ido y que te había dejado el paquete a ti. Sabes que no lo haría sin haberte entrenado debidamente. Ahora comencemos a trabajar en lo tuyo, tenemos solo un día.

            —¿Trabajar?

—Sí. Te invito a examinar tu propio interior. Me refiero a tu capacidad de superar la angustia y sentir alivio. 

—¿Sí?

—La vi cuando aparecí de pronto. Lo que Alfredito te dijo te hizo dudar de mi mera existencia.

—¿Alfredito? ¿Así se llama el chofer del camioncito? ¿Cómo supiste que fue lo que me dijo?

—Sí así se llama. Y supe que fue lo que dijo porque él siempre dice lo mismo. Supe al tiempo que tu duda era grande, ya habías comprobado que sí había montaña ¿por qué dudar entonces de que había ermitaño?

—¡Perdón, pero...

—Cuando me presenté y sentiste algo de alivio, pasó lo mismo, y también hace un minuto — interrumpió el ermitaño.

—¿Qué significa eso?

—Que cuando quieres sentirte bien, te sientes bien. No se puede dudar de que tú sufras de una enfermedad depresiva crónica, con tantos doctores y tantos tratamientos, pero me parece ver algo más. 

—¿Algo más? 

—Sí, tiene que ver con tu actitud. Lo digo no solo por lo que me has contado, sino también por lo que he visto. Has ido a cada uno de tus tratamientos, e incluso al venir aquí no es  para curarte o para mejorar, sino para hacerlos fallar. Viniste aquí para hacerme fallar.

—¿De veras crees eso? 

—¿No lo crees tú?

—Espero que no limites lo que puedas hacer por mí por esta opinión que has expresado.

—¡Claro que no! Que tú hayas venido a hacerme fallar no quiere decir que yo vaya a fallar. De hecho, ya hemos comenzado: cómo te decía: tú tienes la capacidad para ser feliz, basta querer serlo. Como la tristeza entra en nuestras almas, así lo hace también la alegría, la felicidad. ¡Y hay que dejarla que entre! Y hay que dejar la puerta abierta para que salga la tristeza.

—¿Y todo eso te lo enseñó el Maestro?

—De cierta manera. Él me enseñó a mirar dentro de mí y aprender qué cosas debería atraer, retener y guardar y qué cosas debería dejar ir.

—Lo haces parecer muy fácil.

—De hecho, lo es, a menos de que te empeñes en no dejar ir las cosas que debes dejar ir y en no abrirte a las cosas que debes recibir y guardar.

—Recuerda que tengo un solo día.

—Claro, hoy te diré, ya te lo estoy diciendo, lo que creo que puedes hacer. Una vez que te vayas serás tú el que decida si lo haces o no.

—Suena familiar. En el hospital psiquiátrico, al estarme mandando a la casa después de un par de días, me explicaban que el tratamiento solo comienza ahí, el verdadero tratamiento es el que uno sigue por sí mismo en su casa.

—Pues eso hace mucho sentido. 

—¿Lo crees tú?

—Si lo creo, y tu memoria al respecto lo demuestra. Recuerdas palabra por palabra lo que te dijeron hace años en ese hospital y así recordarás por años lo que ahora yo te estoy diciendo.

—Ya veo.

—Y como en el relato que habías oído, tu curación, por llamarle de alguna manera, no comenzó al encontrarme, sino al comprar tu boleto para el camioncito y haber decidido bajar en el kilómetro 68. Cuando le pediste a Alfredito que parara ahí, en medio de la nada, ya habías tomado posesión del proceso. Solo faltaba advertirte que, si dentro de ti estaba que tal proceso fallara, ese proceso sin duda fallaría. 

Algo había pasado. El buscador pidió tomar un receso. El ermitaño, por supuesto, no se opuso. Salió de la cabaña y el buscador lo vio asomándose al telescopio como explorando el desierto por donde había llegado. Cayó entonces en la cuenta de que en su interior se llevaba a cabo una verdadera revolución.

Sacudiendo la cabeza como cuando uno se despereza después de despertar gritó:

—¡Sigamos pues!

—Antes comamos —contestó el maestro poniendo la carne seca el pan y la jarrita con agua de nopal sobre la mesita, junto al sobre.

—¿Y el sobre? ¿De qué se trata?

—Es una carta que quiero que entregues a Alfredito, el sabrá qué hacer con ella.

Después de comer, el ermitaño abordó al buscador de una forma diferente.

—Veo que ahora estás lleno de dudas. Trata de escuchar tus dudas y pregúntate por qué están ahí. Si hay una que piensas que yo pueda ayudarte a resolver, habla ahora.

Armándose de valor, el buscador sentenció:

—Simplemente, no sé si debí haber venido.

—Calma, lo importante es que estás aquí y por ello da lo mismo si debieras o no haber venido ¿Otra duda?

—No sé si esto está ayudándome o no.

—Si tienes esa duda es que sí, está ayudando. Piensa ¿por qué no habría de ayudar? No dejes que tu deseo de hacer que esto falle lo haga fallar. Por mi parte ya te he dicho todo lo que tenía que decirte. Ya lo verás más adelante, cuando te encuentres de regreso en tu casa, acompañándote a ti mismo. También, el recuerdo de este viaje y este encuentro permanecerá por el tiempo que lo dejes permanecer contigo y te ayudará a seguir tu camino. Ahora descansa, que mañana deberás levantarte temprano para llegar a la carretera antes que el camioncito pase por ahí.

Aquella mañana fue particularmente fría. Llevaba unos quince minutos caminando cuando se volvió a mirar la montaña. Un águila volaba cerca de la cumbre.

—¡Muy tarde hermanita, gracias de todos modos!

 


Fructuoso Irigoyen Rascón, autor de Cerocahui, una verdadera épica de la región, es médico con especialidad en psiquiatría, con una vasta y brillante práctica profesional. Es autor, además, de los libros Tarahumara Medicine: Ethnobotany and Healing among the Raramuri of Mexico y Nace Chihuahua, Gabriel Tepórame y Diego Guajardo Fajardo, los forjadores.

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