Las masajistas
Por Fructuoso Irigoyen
Rascón
A
veces ni ella misma podía creerlo. Al encender aquellos largos paneles de luz
fluorescente cada mañana y, ahora sí, admirar el enorme salón, algunas veces
llamado "clínica" otras "gimnasio" y aun otras "sala
de masaje científico". A lo que he llegado ‒pensaba.
Recordaba
cómo había comenzado aquello: un pequeño cuarto con una camilla de exploración
que el hospital había desechado. Ni qué comparar con las mesas de terapia que
tenía ahora, de acero inoxidable y ajustables a diversas posiciones usando un
control remoto. Pulsando un botoncito la camilla devenía en cómodo sillón o
subía y bajaba para facilitar el trabajo de masajistas de diversas estaturas.
Ahora la clínica contaba con seis masajistas además de ella; los clientes o
pacientes tenían que permanecer en lista de espera por algún tiempo para ser
vistos y evaluados por alguna de ellas. Y aquello seguía creciendo.
Minutos
después de encender las luces, la jefa, como todas la llamaban, procedió a
abrir la puerta principal. Ya estaban las seis masajistas enfundadas en sus pitufos
de color violeta pálido. Todas y cada una de ellas sonrieron a la jefa, que
correspondió con una similar expresión. Detrás de ellas apareció una persona
más, una atractiva y bien vestida muchacha que ocupó un escritorio en el área
de espera, separada del cuerpo principal de la clínica por una cortina de
cristal. Detrás de ella llegaron los pacientes con todo tipo de artefactos:
muletas, andadores; por lo menos un cabrestillo sujetando un brazo del sujeto.
La
jefa pensaba: cómo ha cambiado esto: ya nadie pregunta: podrías decirme ¿Cuál
es la diferencia entre una sobadora y una masajista? Su reflexión fue de pronto
interrumpida por la dulce voz de la secretaria:
—Perdone,
jefa, pero usted también tiene una paciente esperando.
La
jefa se dirigió de inmediato a la mesa correspondiente y esa mañana estuvo muy
ocupada: un paciente tras otro. Exactamente a las doce, una de las masajistas
gritó:
—Lonch
taim.
Y
como por arte de magia aparecieron bolsitas, loncheras, termos, todas
conteniendo sabrosas viandas. Y las masajistas se dispusieron a reponer la
energía gastada en esa mañana de intenso trabajo.
Ya
para terminar su festín, la jefa observaba desde un punto junto a la entrada
del gimnasio a sus muchachas volver a las mesas y disponerse a iniciar su turno
vespertino. Una de ellas, sin embargo, permaneció junto a ella. Los brazos y
antebrazos de la masajista en cuestión estaban cubiertos de tatuajes rojos y
azules. La muchacha se dirigió a la jefa:
—Mírala,
es la nueva.
—Sí hombre! ¡qué bonita! sin un gramo de maquillaje, solo ese exquisito dije.
No como tú, con esos vulgares tatuajes.
—¿En
qué te molestan?
—Pues
como tres veces he tenido que defenderte con clientes que no querían que tú los
atendieras. No, la de los tatuajes no.
—Pues
que se vayan a otro lado.
—Así
no crece el negocio.
—Espero
que eso no tenga que ver eso con que has contratado a una nueva
masajista.
—¡Claro
que no! ¿Cómo crees?
La
nueva masajista se aproximó. Se dirigió a la jefa:
—De
nuevo gracias por la oportunidad. Esta mañana ha sido muy productiva e
interesante.
—¿Interesante?
—intervino la de los tatuajes.
—Sí
—se apresuró a contestar la muchacha sin ocultar su entusiasmo y mirando
alternativamente a la tatuada y a la jefa— la variedad de masajes que he podido
hacer ha sido grande. Algunos tipos de masaje ya había tenido oportunidad de
practicarlos en la escuela, otros los conocía solo en teoría. Con la ayuda de
las compañeras creo que pude hacer un buen trabajo.
—¡Magnífico!
—exclamó la jefa, mientras que la tatuada miraba al suelo.
Sin
que las otras lo advirtieran, Lorena, la más vieja de las masajistas del centro,
se había acercado a las otras tres. Susurró al oído de la tatuada:
—No
seas envidiosa. Se te nota. Tú eres la mejor de todas —y remató—: Todavía.
Las
otras dos oyeron, pero fingieron no haberlo hecho. Al ver que la atención se
centraba en ella dijo lo primero que se le vino a la mente:
—Hermoso
dije que te cargas.
—Me
lo dio mi mamá. Tus tatuajes también son muy bonitos.
Obviamente
se sintió en el aire que la muchacha había dicho lo que dijo para disipar la
tensión que se había formado.
La
secretaria volvió a acercarse a las cuatro masajistas y dirigiéndose a la jefa
le avisó:
—Jefita,
ya la esperan en su oficina.
—Ya
voy, a sus mesas señoritas —respondió la jefa mientras se apresuraba marchando
hacia el fondo de la clínica donde se veía una puerta que debía ser la de su
oficina.
Apenas
se marchó cuando la tatuada dijo a la nueva masajista:
—Ya
ves, ¡acaba de comprarte y ya quiere venderte!
Mientras
la de los tatuajes, visiblemente molesta, se retiraba rumbo a su mesa Lorena y
la novel masajista se quedaron un poco más, ahí junto a la entrada, la joven
con cándida expresión se atrevió a preguntar:
—¿Qué
quiso decir?
—Es
cierto que la jefa está negociando vender la clínica, de eso se trata la junta
que tiene ahora mismo. Pero lo que enfurece a la tatuada es que ella pensaba
que la jefa se retiraría y que le dejaría a ella el negocio.
—¿Como
una herencia?
—Sí.
Pero, como de la nada, apareció esa corporación. Le ofrecen una muy buena
cantidad por la clínica, además le proponen emplearla hasta que ella decida
retirarse.
—¿Y
nosotras?
—Eso
está por decidirse. Creo que es lo que están discutiendo ahora mismo.
—Ya
veo.
—La
tatuada no debería preocuparse. Es la mejor masajista que tenemos. Si no fuera
por su actitud.
—Y
sus tatuajes.
—Y
sus tatuajes.
Volvieron
a sus mesas las dos mujeres. Las dos miraban de reojo la puerta de la oficina
mientras movilizaban brazos, hombros y piernas. Al cabo de una hora y media,
dos hombres con portafolios salieron de la oficina. Cinco minutos después salió
la jefa. Su rostro proyectaba una mezcla de satisfacción con la de una persona
que no está segura de haber tomado la decisión correcta. En la siguiente pausa
de las sesiones de masaje la tatuada, Lorena y la nueva se acercaron a la jefa.
—Desde
el lunes soy una empleada más de International Massage Clinics. Cerré el trato,
vendí. Vendí bien.
—¿Y
qué es de nosotras? —preguntó Lorena.
—La
corporación les ofrecerá un nuevo contrato. Por lo menos igual al que tenían
conmigo. Yo les dije que creía que sería aceptable para ustedes.
—Ya
veremos —dijo la tatuada.
—A
trabajar pues. Al terminar hoy, tendremos una junta. Ahí les diré a las demás
lo de la venta.
La
mañana siguiente, viernes para ser precisos, las masajistas llegaban puntuales
como siempre a la clínica. La tatuada espetó a Lorena:
—No
perdieron tiempo los zopilotes.
Se
refería a la pila de contratos que ya las esperaban sobre el escritorio de la
secretaria. Las masajistas buscaban cada una el contrato que requería su firma.
Unas firmaron ahí mismo, otras pidieron llevarse el documento para examinarlo,
una de ellas fue la tatuada, quien tomó el papel y lo metió en su bolso sin
ocultar su desprecio por lo que estaba aconteciendo.
Esa
tarde las masajistas se fueron a sus casas sintiendo que habían perdido algo. Y
ese sentimiento se agravó al llegar a la clínica el lunes en la mañana y
enterarse que la jefa había fallecido el domingo en la noche.
Fructuoso Irigoyen Rascón, autor de Cerocahui, una verdadera épica de la región, es médico con especialidad en psiquiatría, con una vasta y brillante práctica profesional. Es autor, además, de los libros Tarahumara Medicine: Ethnobotany and Healing among the Raramuri of Mexico y Nace Chihuahua, Gabriel Tepórame y Diego Guajardo Fajardo, los forjadores.
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