Y
que no nos extrañe: ¿Qué es de ellos?
Por Fructuoso Irigoyen
Rascón
Mictlāntēcutli,
Señor del Mictlán, y su esposa Mictecacíhuatl, allá en 1530 habían hecho
prodigios para acomodar en el tercero de los 9 pisos del Mictlán a los dioses
desbancados por la conquista. De hecho, pensaron al principio que sería una
estancia temporal no como la de los otros habitantes del Mictlán. Los humanos muertos, quienes se quedaban ahí
permanentemente o al menos, según otra tradición, hasta que ya nadie los
recordara. Pero ahora, quinientos años después, ahí estaban todavía.
Difícil sería reconocer a Hutzilopochtli en su
moderno atuendo: camiseta y shorts Polo, lentes Ray Ban, zapatos tenis Nike. Ni
como identificarlo con aquel imponente ídolo del templo mayor: “de madera entallada
a la figura de un hombre con la frente
azul y por encima de la nariz una venda
también azul que le tomaba de oreja a oreja, sobre la cabeza un rico penacho a
la hechura del pájaro, huitzitzillin, todo de plumas verdes, y el cuerpo
cubierto con plumas verdes”[1] Y
mientras que en el templo mayor Hutzilopochtli se encontraba sentado en: “un
escaño azul a manera de andas de las cuales salía en cada esquina una cabeza de
culebra”[2]
en su residencia actual prefería su sillón Reposet. A pesar de su confinamiento
de tantos años en que no se expuso al sol su piel conservaba aquel color
aceitunado que alguna vez había cautivado a algunos de sus fieles seguidores.
Tezcatlipoca
que acababa de llegar al departamento de Huitzilopochtli, era un poco más
fácilmente identificable: pintado de negro y con su plumífero penacho, llevaba colgado
del brazo su característico escudo, el del espejo humeante. Es de notarse que
es la primera vez que los dos dioses se ven desde que sus respectivos templos
fueron destruidos quinientos años antes, pero en términos del Mictlán el tiempo
transcurrido se sentia como unos pocos días.
—Tezca
¿qué no te aburres?
—Un
poco, pero si te fijas en mi historia verás que no es la primera vez que me
descalifican.
—Tú
dices como se lee en los códices.
—Sí.
—Pues
a mí es la primera vez que me pasa.
—¿Habrás oído que el tiempo es
cíclico? Ya volveremos a nuestros lugares, a nuestros templos.
—Pues eso deberá ser antes de
que se agote mi reserva.
—¿Reserva?
—De corazones humanos. ¿Sabrás
que cada sacrificio me alimenta por un día: a los ojos humanos un viaje del
alba al ocaso? Lo bueno es que, por ejemplo, cuando se inauguró mi templo nuevo
se sacrificaron miles.
—De ahí la reserva, pues, miles
de días. Pero el culto a tu persona, a Hutzilopochtli, se habrá acabado, es decir,
ya se olvidó.
—No lo creas, basta que alguien
se levante temprano y vea mi historia en el cielo.
—¿Tu historia?
—Sí, salgo del horizonte por el este y
elimino casi instantáneamente a los 400 guerreros del sur y a lo largo del mes
descuartizo a Coyolxauhqui una y otra vez.
—¿Quién te identifica con todo
eso?
—Nadie, pero ya lo harán. Es
como los miles de gentes que traen consigo colibríes disecados rellenos de
hierbas santas.
—¿Y eso qué tiene que ver
contigo?
—Es el residuo de mi culto que
sigue vivo.
—Creí que eran solo un amuleto para
encontrar pareja o para curar males estomacales.
—Pues sí, pero son también una
plegaria al gran Hutzilopochtli, el colibrí zurdo. Soy pues el patrono de la
fecundidad.
—¿Algo más?
—Por supuesto, nomás fíjate en
el escudo y la bandera de la gran nación mexicana. Es el símbolo que yo les di.
Quiérase o no es el reconocimiento, la reverencia, al portentoso Señor
Hutzilopochtli.
—Pero ya nadie te llama
portentoso.
—Ya lo harán.
—Nuestra decadencia, después
de que nuestros templos fueron derribados, destruidos, quemados, comenzó con
los frailes que en sus misas y prédicas te llamaron, como también a mí,
demonios.
—Sí, ya me he informado. Pero
eso es historia.
—¿Y qué te parece?
—Pues preferiría seguir siendo un dios, pero
ser demonio no es tan malo. Los frailes podrían haber decidido solo negar
nuestra existencia, hacer que la gente nos olvidara.
—Ya lo hicieron, ellos tienen sus
propios demonios, de hecho, cuando la gente hoy en día habla de demonios
mientan al tal Belcebú o a Lucifer no a ti o a mí. No nos necesitaron a
nosotros por mucho tiempo.
—Ya
veremos querido Tezca. Y a propósito, no es necesario que te pintes de negro cuando vengas a visitarme.
—Es solo para que sepas quién
soy. Recuerda que a ti mismo te llamaban también Tezcatlipoca, creo que azul.
—Bueno sí, el
Tezcatlipoca azul. Y a Quetzalcóatl le llamaron Tezcatlipoca blanco.
—Ni me menciones a ese.
—No te alteres, sabes que es
una lucha cósmica la que mantienes con él.
—¿Y eso a que viene?
—Pues que es eterna. Nunca
habrá un ganador, por lo tanto, vivirás para siempre.
—Pero el también vivirá, eso
no me gusta, nunca habrá un claro ganador.
—Hablando de él, sabías que allá, en
aquellos tiempos, había una ceremonia en que hacían mi estatua con masa de
semillas de bledo. La incensaban y adoraban y entonces entraba al templo uno
vestido de Quetzalcóatl, disparaba una flecha dirigida a mi corazón la cual
destruía la estatua.[3]
—O sea que tampoco te es
simpático.
—¡Imagina! ¡Una vez le dio por
suprimir los sacrificios humanos!
—¡Calla! ¡Hablando de rey de
Roma cuando la nariz asoma!
—Aló, mis distinguidos, vean
que no les llamo portentosos, colegas, contrapartes ¿rivales? y por qué no, a veces,
finos amigos —recitó emocionado Quetzalcóatl, que hoy traía su gorrito cónico
de Ehécatl, Dios del viento.
—Nomás eso faltaba! —chilló
Tezcatlipoca— no creas que nuestra lucha cósmica se ha acabado. sigue como dijo
él —señalando a Hutzilopochtli — ¡por toda la eternidad!
—¡Pero que necio rencor! Hace
tiempo que la lucha terminó y yo gané. Oh, Tezcatlipoca ya nadie te recuerda.
—¿Y a ti sí? ¡Qué casualidad!
—Pues claro que sí, los
historiadores serios saben que volví como lo había prometido, profetizado diría
yo, como el sol por el oriente. Y en forma de Hernán Cortés les quemé a ustedes,
sus templos y exterminé a sus seguidores, fieles, les llamaríamos hoy en día. Y
más recientemente, encarnado por López Portillo y santificado ¡nada menos que
por el papa, Juan Pablito Segundo!
—¡Basta de autoalabanzas!
¿Qué te trae por aquí?
—Pues nada, vi la puerta
abierta y decidí pasar a saludar.
—¡Y que te creemos! —Dijo
burlonamente el Señor del Espejo Humeante.
—¿Qué podría querer de
ustedes? —Respondió la Serpiente Emplumada.
—Oye como nos llaman,
pudiéramos ser estrellas del pancracio.
—¿Pancracio?
—SÍ. de la lucha libre.
Imaginen: en esta esquina el rudísimo Señor del Espejo Humeante y en esta otra
los técnicos el Colibrí Zurdo y la gran Serpiente Emplumada lucharán a dos
caídas de tres sin límite de tiempo.
—No me hace gracia.
—Ni a mí.
—Por supuesto que es una
broma. Pero tiene algo de sentido en el fondo
—¡El
mismo de siempre! Pretendiendo ser el más inteligente de todos: hombres y
dioses.
—No
pretendo eso. No, de ninguna manera. Solo quiero ver si podemos actuar en
concierto, es decir de común acuerdo, ante los cambios que se avecinan. Ahora
habrán notado que en la función de la lucha libre faltaba un luchador, uno de
los rudos, que sería nada menos que Tláloc.
—¿Tláloc?
—Ese
mero, Y ciertamente me sorprende que no esté aquí con nosotros, bien que sabía
que nos íbamos a encontrar aquí.
Huitzilopochtli
asomó los ojos por encima de los arillos de sus Ray Ban. Conservaban el ardor e
intensidad que paralizaba a los jóvenes guerreros a punto de ser sacrificados.
Con ellos miró al indeseable visitante, la curiosidad sobreponiéndose al enfado
que este le causaba.
—¡Vamos
mi buen Colibrí Zurdo! No temas que no es lo que pasaba después del Ypayna Hutzilopochtli.[4]
¡Ni siquiera traigo mi arco! ¿Qué te inquieta?
—Dijiste: "los cambios que se avecinan "
¿De qué hablas? ¿Qué cambios?
—Creí
que por eso estaba ese aquí— señalando a Tezcatlipoca, cuyo ennegrecido rostro
se ponía cada vez más obscuro.
—Bueno en parte así es— comentó
el interpelado.
—Pues ya que el Colibrí Zurdo parece
no saber nada, déjame contarle: los avatares y omenes vaticinan que pronto
habrá una ventana, una oportunidad, de que podamos volver a ser quien éramos.
—¿Los poderosos dioses del
Anáhuac? —Inquirió Huitzilopochtli.
—Así es, ni más ni menos. Mi
equipo ya está evaluando unos templos católicos abandonados para usarlos
mientras me construyen una pirámide decente.
—¿Templos abandonados?
—Sí, no es un secreto que cada
vez menos gente va a misa o se para en la iglesia.
—¡Wow! Y dime ¿quiénes son esos
profetas de nuestro regreso?
—Sabrás que la vieja religión
sobrevive en lugares remotos y que las ciencias divinatorias florecen aun en
las áreas urbanas. Pues entre ellos, cierto muchos charlatanes y merolicos, hay
algunos verdaderos avatares y oráculos.
—Creía
que lo de los brujos de los Tuxtlas era puro cuento.
—No
es exactamente a lo que me refiero.
Huitzilopochtli
hizo la pregunta obligada —¿Y volverán los sacrificios humanos?
—Ya
lo decidirán los fieles.
Quetzalcóatl
estaba a punto de dar más detalles, cuando un sonoro trueno se escuchó y tras
de él apareció la imponente masa de Tláloc. Sin mayor preámbulo se anunció —Creían
que me iba a perder esta reunión. Me interesa tanto como a ustedes, aunque yo
soy el único dios que continúa activo en esta era atómica y cibernética.
—¿Activo?
—Pues sí cada vez que los campesinos
en ciertas partes del país no obtienen resultados de su: “San Isidro Labrador, pon la lluvia y quita
el sol”, después de tratar tres veces, recuerdan a su querido Tláloc que
nunca, nunca, les falla.
—Siendo así, te agradecemos aun más
venir a esta reunión. —comentó Quetzalcóatl.
—¡Qué políticos andan ahora! ¡Y
sépase que las reuniones de dioses algunas veces terminan con eventos no muy
gratos! Recuerden como el bubosito tuvo que saltar al caldero.[5]
Revisaron entonces los cuatro lo que
hasta entonces habían discutido. No era fácil, la discordia eterna entre
Tezcatlipoca y Quetzalcóatl parecía aflorar a cada paso, lo mismo que los
recuerdos de cuando uno había tomado los atributos de otro de ellos, desplazándolo,
los hacía llevar los rencores a flor de piel. Después de milenios de
antagonismos no era posible pensar que estos cuatro pudieran actuar en
concierto.
Pero,
aunque el ostracismo en cierta forma los había domado, Quetzalcóatl parecía
haber encontrado los lugares en donde cada uno de ellos se podría instalar para
comenzar su regreso cultual.
—Too
good to be true! —Exclamó Tezcatlipoca, inesperadamente con un acento
bostoniano muy poco probable que tuviera una deidad mexica.
Además de causar asombro en los
otros tres que no podían saber que por quinientos años el Señor del Espejo
Humeante se la había pasado estudiando idiomas.
—¿Qué quieres decir? —Inquirió
Hutzilopochtli.
—Pues que primero presumió de haber destruido
nuestros templos y después haber reencarnado a voluntad a través de los
tiempos. ¿Para que nos necesita ahora alguien así? Parece una trampa.
—Si así lo quieren creer ¡quédense
en donde están! Si cambian de opinión me podrán encontrar en el templo de Santa
Teresita del Niño Jesús. Emprenderé el plan que les he compartido yo solo.
Cuando se enteren de mi éxito, llámenme. Tal vez no sea demasiado tarde. —Y
como había llegado se marchó.
—Parece ser que este no fue el
momento adecuado —suspiró Huitzilopochtli acomodándose sus Ray Ban— Ya habrá
otros. Por lo pronto seguiré dependiendo de mi reserva que todavía es grande.
Tláloc, por allá por el norte te necesitan. Tezca, a seguir tu lucha, ya sabes
donde hallarlo si es que es cierto que ahí estará. Lo que dijo de los católicos
es cierto a medias, ¿pues que no vio los templos llenos a reventar este Miércoles
de Ceniza que acaba de pasar? Si vas a buscarlo ándate con cuidado. Yo por lo
pronto me consolaré hojeando los catálogos de ropa deportiva que me acaban de
llegar. No perdamos la fe, ya vendrá el día en que de veras podamos volver.
Tláloc se retiró como había llegado,
emitiendo un par de relámpagos y truenos. Tezcatlipoca solo dejó una estelita
de humo. Huitzilopochtli los vio partir por la ventana y se dijo a sí mismo —Después
de todo no era una mala idea.
[1] Alfredo Chavero en Riva Palacio, Vicente, México a Través de los Siglos. Facsímile (Editorial Cumbre 1984) III:201.
[2] Misma referencia.
[3][3]
Alfredo Chavero en Riva Palacio, Vicente, México a Través de los
Siglos. Facsímile (Editorial Cumbre
1984) III:24-25.
[4] Se
refiere a la ceremonia en que los sacerdotes corrían con la estatua de
Huitzilopochtli hecha de bledos detrás de otro dios llamado Paynal.
Alfredo Chavero en Riva Palacio, Vicente, México a Través de los
Siglos. Facsímile (Editorial Cumbre
1984) III:24-25.
[5] En efecto el dios Nanahuatzin tuvo que
incinerarse saltando al caldero, pero Tláloc omite aquí que de ahí salió convertido
en el sol.
Fructuoso Irigoyen Rascón, autor de Cerocahui, una verdadera épica de la región, es médico con especialidad en psiquiatría, con una vasta y brillante práctica profesional. Es autor, además, de los libros Tarahumara Medicine: Ethnobotany and Healing among the Raramuri of Mexico y Nace Chihuahua, Gabriel Tepórame y Diego Guajardo Fajardo, los forjadores.
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