jueves, 13 de marzo de 2025

Y que no nos extrañe: ¿Qué es de ellos?

 


Y que no nos extrañe: ¿Qué es de ellos?

 

Por Fructuoso Irigoyen Rascón

 

Mictlāntēcutli, Señor del Mictlán, y su esposa Mictecacíhuatl, allá en 1530 habían hecho prodigios para acomodar en el tercero de los 9 pisos del Mictlán a los dioses desbancados por la conquista. De hecho, pensaron al principio que sería una estancia temporal no como la de los otros habitantes del Mictlán.  Los humanos muertos, quienes se quedaban ahí permanentemente o al menos, según otra tradición, hasta que ya nadie los recordara. Pero ahora, quinientos años después, ahí estaban todavía.

Difícil sería reconocer a Hutzilopochtli en su moderno atuendo: camiseta y shorts Polo, lentes Ray Ban, zapatos tenis Nike. Ni como identificarlo con aquel imponente ídolo del templo mayor: “de madera entallada a  la figura de un hombre con la frente azul y  por encima de la nariz una venda también azul que le tomaba de oreja a oreja, sobre la cabeza un rico penacho a la hechura del pájaro, huitzitzillin, todo de plumas verdes, y el cuerpo cubierto con plumas verdes”[1] Y mientras que en el templo mayor Hutzilopochtli se encontraba sentado en: “un escaño azul a manera de andas de las cuales salía en cada esquina una cabeza de culebra”[2] en su residencia actual prefería su sillón Reposet. A pesar de su confinamiento de tantos años en que no se expuso al sol su piel conservaba aquel color aceitunado que alguna vez había cautivado a algunos de sus fieles seguidores.

Tezcatlipoca que acababa de llegar al departamento de Huitzilopochtli, era un poco más fácilmente identificable: pintado de negro y con su plumífero penacho, llevaba colgado del brazo su característico escudo, el del espejo humeante. Es de notarse que es la primera vez que los dos dioses se ven desde que sus respectivos templos fueron destruidos quinientos años antes, pero en términos del Mictlán el tiempo transcurrido se sentia como unos pocos días.

—Tezca ¿qué no te aburres?

—Un poco, pero si te fijas en mi historia verás que no es la primera vez que me descalifican.

—Tú dices como se lee en los códices.          
—Sí.

—Pues a mí es la primera vez que me pasa.


         —¿Habrás oído que el tiempo es cíclico? Ya volveremos a nuestros lugares, a nuestros templos.
         —Pues eso deberá ser antes de que se agote mi reserva.
         —¿Reserva?
         —De corazones humanos. ¿Sabrás que cada sacrificio me alimenta por un día: a los ojos humanos un viaje del alba al ocaso? Lo bueno es que, por ejemplo, cuando se inauguró mi templo nuevo se sacrificaron miles.
         —De ahí la reserva, pues, miles de días. Pero el culto a tu persona, a Hutzilopochtli, se habrá acabado, es decir, ya se olvidó.
         —No lo creas, basta que alguien se levante temprano y vea mi historia en el cielo.
         —¿Tu historia?

         —Sí, salgo del horizonte por el este y elimino casi instantáneamente a los 400 guerreros del sur y a lo largo del mes descuartizo a Coyolxauhqui una y otra vez.
         —¿Quién te identifica con todo eso?
         —Nadie, pero ya lo harán. Es como los miles de gentes que traen consigo colibríes disecados rellenos de hierbas santas.
         —¿Y eso qué tiene que ver contigo?
         —Es el residuo de mi culto que sigue vivo.

         —Creí que eran solo un amuleto para encontrar pareja o para curar males estomacales.
           —Pues sí, pero son también una plegaria al gran Hutzilopochtli, el colibrí zurdo. Soy pues el patrono de la fecundidad.
           —¿Algo más?
           —Por supuesto, nomás fíjate en el escudo y la bandera de la gran nación mexicana. Es el símbolo que yo les di. Quiérase o no es el reconocimiento, la reverencia, al portentoso Señor Hutzilopochtli.
           —Pero ya nadie te llama portentoso.
           —Ya lo harán.
           —Nuestra decadencia, después de que nuestros templos fueron derribados, destruidos, quemados, comenzó con los frailes que en sus misas y prédicas te llamaron, como también a mí, demonios.
           —Sí, ya me he informado. Pero eso es historia.
           —¿Y qué te parece?
           —Pues preferiría seguir siendo un dios, pero ser demonio no es tan malo. Los frailes podrían haber decidido solo negar nuestra existencia, hacer que la gente nos olvidara.

          —Ya lo hicieron, ellos tienen sus propios demonios, de hecho, cuando la gente hoy en día habla de demonios mientan al tal Belcebú o a Lucifer no a ti o a mí. No nos necesitaron a nosotros por mucho tiempo.

—Ya veremos querido Tezca. Y a propósito, no es necesario que te   pintes de negro cuando vengas a visitarme.
          —Es solo para que sepas quién soy. Recuerda que a ti mismo te llamaban también Tezcatlipoca, creo que azul.
           —Bueno sí, el Tezcatlipoca azul. Y a Quetzalcóatl le llamaron Tezcatlipoca blanco.
           —Ni me menciones a ese.
           —No te alteres, sabes que es una lucha cósmica la que mantienes con él.
           —¿Y eso a que viene?
           —Pues que es eterna. Nunca habrá un ganador, por lo tanto, vivirás para siempre.
           —Pero el también vivirá, eso no me gusta, nunca habrá un claro ganador.

           —Hablando de él, sabías que allá, en aquellos tiempos, había una ceremonia en que hacían mi estatua con masa de semillas de bledo. La incensaban y adoraban y entonces entraba al templo uno vestido de Quetzalcóatl, disparaba una flecha dirigida a mi corazón la cual destruía la estatua.[3]
          —O sea que tampoco te es simpático.
          —¡Imagina! ¡Una vez le dio por suprimir los sacrificios humanos!
          —¡Calla! ¡Hablando de rey de Roma cuando la nariz asoma!
          —Aló, mis distinguidos, vean que no les llamo portentosos, colegas, contrapartes ¿rivales? y por qué no, a veces, finos amigos —recitó emocionado Quetzalcóatl, que hoy traía su gorrito cónico de Ehécatl, Dios del viento.
          —Nomás eso faltaba! —chilló Tezcatlipoca— no creas que nuestra lucha cósmica se ha acabado. sigue como dijo él —señalando a Hutzilopochtli — ¡por toda la eternidad!
          —¡Pero que necio rencor! Hace tiempo que la lucha terminó y yo gané. Oh, Tezcatlipoca ya nadie te recuerda.
            —¿Y a ti sí? ¡Qué casualidad!
            —Pues claro que sí, los historiadores serios saben que volví como lo había prometido, profetizado diría yo, como el sol por el oriente. Y en forma de Hernán Cortés les quemé a ustedes, sus templos y exterminé a sus seguidores, fieles, les llamaríamos hoy en día. Y más recientemente, encarnado por López Portillo y santificado ¡nada menos que por el papa, Juan Pablito Segundo!
            —¡Basta de autoalabanzas! ¿Qué te trae por aquí?
            —Pues nada, vi la puerta abierta y decidí pasar a saludar.
            —¡Y que te creemos! —Dijo burlonamente el Señor del Espejo Humeante.
            —¿Qué podría querer de ustedes? —Respondió la Serpiente Emplumada.
            —Oye como nos llaman, pudiéramos ser estrellas del pancracio.
            —¿Pancracio?
            —SÍ. de la lucha libre. Imaginen: en esta esquina el rudísimo Señor del Espejo Humeante y en esta otra los técnicos el Colibrí Zurdo y la gran Serpiente Emplumada lucharán a dos caídas de tres sin límite de tiempo.
            —No me hace gracia.
            —Ni a mí.
            —Por supuesto que es una broma. Pero tiene algo de sentido en el fondo

—¡El mismo de siempre! Pretendiendo ser el más inteligente de todos: hombres y dioses.

—No pretendo eso. No, de ninguna manera. Solo quiero ver si podemos actuar en concierto, es decir de común acuerdo, ante los cambios que se avecinan. Ahora habrán notado que en la función de la lucha libre faltaba un luchador, uno de los rudos, que sería nada menos que Tláloc.

—¿Tláloc?

—Ese mero, Y ciertamente me sorprende que no esté aquí con nosotros, bien que sabía que nos íbamos a encontrar aquí.

Huitzilopochtli asomó los ojos por encima de los arillos de sus Ray Ban. Conservaban el ardor e intensidad que paralizaba a los jóvenes guerreros a punto de ser sacrificados. Con ellos miró al indeseable visitante, la curiosidad sobreponiéndose al enfado que este le causaba.

—¡Vamos mi buen Colibrí Zurdo! No temas que no es lo que pasaba después del Ypayna Hutzilopochtli.[4] ¡Ni siquiera traigo mi arco! ¿Qué te inquieta?
         —Dijiste: "los cambios que se avecinan " ¿De qué hablas? ¿Qué cambios?

—Creí que por eso estaba ese aquí— señalando a Tezcatlipoca, cuyo ennegrecido rostro se ponía cada vez más obscuro.
          —Bueno en parte así es— comentó el interpelado.

          —Pues ya que el Colibrí Zurdo parece no saber nada, déjame contarle: los avatares y omenes vaticinan que pronto habrá una ventana, una oportunidad, de que podamos volver a ser quien éramos.
          —¿Los poderosos dioses del Anáhuac? —Inquirió Huitzilopochtli.
          —Así es, ni más ni menos. Mi equipo ya está evaluando unos templos católicos abandonados para usarlos mientras me construyen una pirámide decente.
          —¿Templos abandonados?
          —Sí, no es un secreto que cada vez menos gente va a misa o se para en la iglesia.
          —¡Wow! Y dime ¿quiénes son esos profetas de nuestro regreso?
          —Sabrás que la vieja religión sobrevive en lugares remotos y que las ciencias divinatorias florecen aun en las áreas urbanas. Pues entre ellos, cierto muchos charlatanes y merolicos, hay algunos verdaderos avatares y oráculos.    

—Creía que lo de los brujos de los Tuxtlas era puro cuento.

—No es exactamente a lo que me refiero.

Huitzilopochtli hizo la pregunta obligada —¿Y volverán los sacrificios humanos?

—Ya lo decidirán los fieles.

Quetzalcóatl estaba a punto de dar más detalles, cuando un sonoro trueno se escuchó y tras de él apareció la imponente masa de Tláloc. Sin mayor preámbulo se anunció —Creían que me iba a perder esta reunión. Me interesa tanto como a ustedes, aunque yo soy el único dios que continúa activo en esta era atómica y cibernética.

            —¿Activo?

            —Pues sí cada vez que los campesinos en ciertas partes del país no obtienen resultados de su: “San Isidro Labrador, pon la lluvia y quita el sol”, después de tratar tres veces, recuerdan a su querido Tláloc que nunca, nunca, les falla.

            —Siendo así, te agradecemos aun más venir a esta reunión. —comentó Quetzalcóatl.

            —¡Qué políticos andan ahora! ¡Y sépase que las reuniones de dioses algunas veces terminan con eventos no muy gratos! Recuerden como el bubosito tuvo que saltar al caldero.[5]

            Revisaron entonces los cuatro lo que hasta entonces habían discutido. No era fácil, la discordia eterna entre Tezcatlipoca y Quetzalcóatl parecía aflorar a cada paso, lo mismo que los recuerdos de cuando uno había tomado los atributos de otro de ellos, desplazándolo, los hacía llevar los rencores a flor de piel. Después de milenios de antagonismos no era posible pensar que estos cuatro pudieran actuar en concierto.

Pero, aunque el ostracismo en cierta forma los había domado, Quetzalcóatl parecía haber encontrado los lugares en donde cada uno de ellos se podría instalar para comenzar su regreso cultual.

            Too good to be true! —Exclamó Tezcatlipoca, inesperadamente con un acento bostoniano muy poco probable que tuviera una deidad mexica.

            Además de causar asombro en los otros tres que no podían saber que por quinientos años el Señor del Espejo Humeante se la había pasado estudiando idiomas.

            —¿Qué quieres decir? —Inquirió Hutzilopochtli.

            —Pues que primero presumió de haber destruido nuestros templos y después haber reencarnado a voluntad a través de los tiempos. ¿Para que nos necesita ahora alguien así? Parece una trampa.

            —Si así lo quieren creer ¡quédense en donde están! Si cambian de opinión me podrán encontrar en el templo de Santa Teresita del Niño Jesús. Emprenderé el plan que les he compartido yo solo. Cuando se enteren de mi éxito, llámenme. Tal vez no sea demasiado tarde. —Y como había llegado se marchó.

            —Parece ser que este no fue el momento adecuado —suspiró Huitzilopochtli acomodándose sus Ray Ban— Ya habrá otros. Por lo pronto seguiré dependiendo de mi reserva que todavía es grande. Tláloc, por allá por el norte te necesitan. Tezca, a seguir tu lucha, ya sabes donde hallarlo si es que es cierto que ahí estará. Lo que dijo de los católicos es cierto a medias, ¿pues que no vio los templos llenos a reventar este Miércoles de Ceniza que acaba de pasar? Si vas a buscarlo ándate con cuidado. Yo por lo pronto me consolaré hojeando los catálogos de ropa deportiva que me acaban de llegar. No perdamos la fe, ya vendrá el día en que de veras podamos volver.

            Tláloc se retiró como había llegado, emitiendo un par de relámpagos y truenos. Tezcatlipoca solo dejó una estelita de humo. Huitzilopochtli los vio partir por la ventana y se dijo a sí mismo —Después de todo no era una mala idea.


[1] Alfredo Chavero en Riva Palacio,  Vicente, México a Través de los Siglos.  Facsímile (Editorial Cumbre 1984) III:201.

[2] Misma referencia.

[3][3]  Alfredo Chavero en Riva Palacio, Vicente, México a Través de los Siglos.  Facsímile (Editorial Cumbre 1984) III:24-25.

 

[4]  Se refiere a la ceremonia en que los sacerdotes corrían con la estatua de Huitzilopochtli hecha de bledos detrás de otro dios llamado Paynal.  Alfredo Chavero en Riva Palacio, Vicente, México a Través de los Siglos.  Facsímile (Editorial Cumbre 1984) III:24-25.

 

[5] En efecto el dios Nanahuatzin tuvo que incinerarse saltando al caldero, pero Tláloc omite aquí que de ahí salió convertido en el sol.



Fructuoso Irigoyen Rascón, autor de Cerocahui, una verdadera épica de la región, es médico con especialidad en psiquiatría, con una vasta y brillante práctica profesional. Es autor, además, de los libros Tarahumara Medicine: Ethnobotany and Healing among the Raramuri of Mexico y Nace Chihuahua, Gabriel Tepórame y Diego Guajardo Fajardo, los forjadores.

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