El
secreto de Olga
Novela
Por
Giorgio Germont
Capítulo 14.
Mikhailovna
El
viento agita las hojas de los robles y los abetos. Saltaban a la vista en el
trasfondo las montañas del Cáucaso. Unas nubes avanzaban con rapidez sobre el
firmamento. Schushko se acerca, meneando la cola, a donde Varvara y Soslan están sentados en el pasto, jugando a
las canicas. El perro le lame la cara a la niña y ella lo aleja con sus manos.
—Aww... No, Schuchko, perro sucio. Déjame, vete.
Ella
se seca la cara de la saliva de su mascota con la manga del vestido. Es un día de otoño, septiembre 12 para ser
exactos, día
del cumpleaños de Soslan. Los infantes sonríen, el niño toma un puñado de
tierra y se lo arroja al perro quien sobresaltado inicia una retirada hacia el
bosque.
—Es tu turno Varvara, ven.
La niña vuelve a concentrarse en el
juego. Dispara sus canicas con un movimiento ágil de los dedos. Soslan sonríe. Lleva su pelo rubio muy corto y
al sonreír
muestra dos dientes caninos que le dan a su rostro un aspecto como de conejito.
La brisa le mueve el mechón de la frente y se sonríe. Toma su turno y dispara sus
misiles de barro sobre la grama.
El
niño viste una camisa a cuadros verde y blanco, un pantalón de caqui, botitas de color café,
hasta el tobillo. Es un chiquillo espigado y alegre, su carita es larga, la
nariz afilada, su tez muy blanca. La niña por su parte es de corta estatura, de
apenas escasos siete años. Se acomoda el vestidito gris para taparse sus
rodillas del vientecillo; está frío. Tiene ojos grisáceos, la nariz respingada, una
boquita de labios muy delgados que al sonreír muestran un hueco: se le ha caído un diente. Se cubre con un suéter
color rosa y lleva un pañuelito rosa bajo la manga. Tiene catarro. De vez en
cuando se limpia la nariz y guarda el pañuelo de nuevo en su manga.
—No, Soslan —grita ella—,
no seas tramposo, esa canica es mía no tuya, no la muevas. ¡Con razón siempre ganas!
El
chiquillo se carcajea y lo niega:
—Yo no la moví, fue Schuchko, fue el aire, de veras,
lo juro, no la he tocado.
Las
voces de los niños se desvanecen en el viento. Están en el patio de la dacha
de Valentina Andreievna, la abuela
de Varvara. Tiene cuatro arboles de tilo grandes al frente de la dacha,
hermosas copas frondosas de hojas
parecidas a las del maple, de un verde oscuro. En el otoño Valentina recoge las
ramas secas; en la primavera colecta las bayas, frutos entre rojo y naranjas,
del árbol.
Los guarda en un bote de estaño y los usa para preparar una infusión deliciosa de
tilo. La parte de atrás
es un jardín
privado con una barda de troncos de madera que se pierde en el bosque. En el
patio hay sillas para desayuno campestre, un juego de cinco sillas y una mesa
de madera de abedul, justo al borde del sembrado. Siembra nabos y betabeles y
papas; también se ven ya muy grandes unas cabezas de col en
hilera. Los surcos están
muy bien delin- eados y derechos, Valentina Andreievna es famosa por ser buena
jardinera como lo fue su finado esposo, Vladimir. Se pasa los fines de semana
cuidando su hortaliza, trabaja más ahí que cuando trabajaba en la fábrica
de zapatos. Ahí se ganó la
vida por treinta años, hasta
que se jubiló. La puerta de la casita se abre y Valentina grita:
—Niños, ya está listo el almuerzo. Vengan.
Los
dos se miran y sonríen.
La abuela se inclina sobre sus plantas y arranca unas hojas secas de las
macetas de azaleas silvestres de color morado. Varvara da un tiro más y Soslan dice.
—Aquí las vamos a dejar igual como están. No hagas trampa. Cuando
regresemos es mi turno ¿Oíste? No toques
nada.
Se
pone de pie y le da un golpecito a ella en la frente.
—Te gano. Vamos a ver quién
llega primero.
La
chiquilla se levanta y se lanza como un bólido. Corren entre los surcos y
aquella pequeña diablilla es la primera en abrir la puerta de la casita.
—¡Gané! ¡Gané! Se oye el grito infantil de la
beba. Soslan sonríe
y entra a donde espera la anciana.
Ya
los preparativos van avanzados para la cena de cumpleaños con su pastel y todo.
Será por
la noche, cuando mamá venga
del trabajo. El chiquillo cierra la puerta y el perro se queda afuera ladrando,
agitando la cabeza y meneando la cola, pidiendo que le den algo. La puerta se
abre y Valentina Andreievna asoma la cabeza, saca la mano y le pone en la boca
un hueso con un trozo de carne y pellejo de cerdo. Suchcko lo atrapa en el
hocico y se da a la fuga entre las hortalizas. Se lleva su tesoro para él
solo hasta un macizo color violeta de flores de genciana, magnolias rosadas y
un arbusto de naranjillas del Cáucaso. Unas nubes tapan el sol por un momento. Las
ramas de los árboles
se mecen. Ya están
coloreadas de amarillo las hojas. La campiña se viste de otoño. Un cuervo
grazna en lo alto del árbol.
—Parece que va a llover —dijo Valentina, y se devolvió al jardín a proteger sus flores. Tenía en total doce macetas. Las acercó a la pared y bajó una lona que colgaba de la ventana en caso de que hubiera granizo. Cuando la mamá llegó le cantaron su feliz cumpleaños al niño.
—Parece que va a llover —dijo Valentina, y se devolvió al jardín a proteger sus flores. Tenía en total doce macetas. Las acercó a la pared y bajó una lona que colgaba de la ventana en caso de que hubiera granizo. Cuando la mamá llegó le cantaron su feliz cumpleaños al niño.
S
dem rozdeniya tebya
S
dem rozdeniya tebya
S
dem rozdeniya mily Soslan
S dem rozdeniya, tebya.
Soslan,
con una gran sonrisa, apagó las velas y abrió sus regalos. Valentina le sirvió un
vaso de leche y una gran rebanada de pastel. Su madre le dio un beso y una caja
llena de sorpresas, regalos de cumpleaños.
—Ya tienes nueve —le dijo Mihhailovna—. Eres casi un hombre. Reza conmigo.
—Ya tienes nueve —le dijo Mihhailovna—. Eres casi un hombre. Reza conmigo.
Ángel de mi guarda, dulce compañía, no me desampares, ni de noche ni de día”.
Le
hizo la señal de la cruz en la frente:
—Te va a ir muy bien en la escuela mañana.
Dmitry
Después
de sus andanzas a altas horas de la noche, cuando había terminado en el gimnasio y en sus
reuniones con el alto comando, el verdugo se lanzaba a la calle a cumplir las órdenes.
De vez en cuando, por el insomnio, antes de retirarse a dormir, temblando aún por las acciones tan violentas de
la noche, llegaba a visitar la casita de Mikhailovna, como la llamaba él.
Por el callejón, tocaba en la ventana. Ella tenía el sueño ligero y despertaba de
inmediato. Lo dejaba entrar y le pedía silencio.
—SShh, el niño está dormido.
Sigilosamente
entraban a la habitación; al mirarlo, le reprochaba:
—Mira esas ropas. Estás lleno de sangre. ¡Ay, Dios mío! Tomaba una sábana del armario y se la tiraba en
la cara.
—Desnúdate y dame todo para lavarlo.
En
el principio él se negaba, pero ya había entendido que era inútil; ella no aceptaba negativas. El
verdugo se daba un duchazo, limpiaba su cuerpo de restos de sangre y de vísceras mientras ella lavaba y
secaba sus ropas. En esas noches se quedaba a dormir en la casa de ella unas
horas y se ahuyentaba al amanecer. Era asombroso para la joven ver cómo aquella
mole de hombre de dos metros y diez centímetros, ciento veinte kilogramos de
músculo
y agresividad, aquella inmensa humanidad, se tornaba en sus brazos en un dulce
de leche, un corderillo. Después de sentir sobre su cuerpo los
embates apasionados de las caderas de Mikhailovna, al triunfar el placer y el
desmayo, solo entonces Mitya dormía como un recién
nacido. Ella le cuidaba el sueño. Se
sentía
bendito en los brazos de esa mujer, una hembra que lo hacía
reír y llorar de placer en sus noches
sangrientas. Qué ironía que ella se imaginaba ser como la
Magdalena lavándole
los pies a Jesús
el Cristo.
A
veces pasaban semanas sin señas de Dmitry. Ella no lo extrañaba en realidad, se
sometía
a sus deseos en principio porque él era demasiado fuerte y poderoso.
Y también tal vez porque ella le tenía
lástima o porque, siendo viuda y con
un hijo, sentía
la protección de aquel hombre tan fuerte y peligroso. “¿Qué se
yo...?” En la intimidad ella sabía que Mitya la necesitaba mucho más a ella, que ella a él.
(Continuará).
Giorgio Germont estudió medicina en la UACH, ejerce su
profesión en Estados Unidos. Ha publicado tres novelas: Treinta citas con la muerte (2005), Dos miserables entre la luz y la oscuridad, (2011). Ambas
recibieron sendos galardones como finalistas de los concursos USA BEST BOOK
AWARDS en los años 2007 y 2011 respectivamente. Las versiones en español de
la primera, titulada Mis encuentros con
la muerte y la segunda con el mismo nombre se publicaron en 2012 por
Editorial Perfiles. En 2016 publicó su novela Rayo azul.
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