Foto Raisa Pizarro
Arte del cuento en
Chihuahua
Por Jesús Chávez
Marín
Las tareas que
realiza un escritor son tres: leer, escribir y publicar. En ese orden de
importancia. Un artista que no lee, no existe; no solo le faltaría información
sino también el juego del lenguaje donde se mezclan visiones de muchos hombres
y mujeres que en los tiempos del mundo expresaron en la escritura el dolor y la
alegría de vivir, al mismo tiempo que soñaban con la muerte.
Escribir es el
objetivo que se proponen los artistas de la palabra, aunque ya se sabe que
existieron personas que en su pasado redactaban algunos poemas, ciertos
cuentitos, y luego abandonaron aquella vacilante actividad sin dejar por ello
de seguir ostentando el dudoso prestigio de ser escritores. Ya no lo son, por
supuesto, ya no escriben.
Publicar es quizá
la tarea menos importante de un escritor; sin embargo ¿qué sentido tendría
comunicar algo a nadie? La pendejada esa de que alguien escriba solo para sí
mismo ya no le funciona como pretexto ni al más hermético de los autodidactas.
No existen las grandes novelas, los intensos poemas ni los ingeniosos dramas
archivados en el escritorio de ningún genio. Los lectores son factor implícito
en todo texto y las únicas páginas verdaderamente íntimas son las de nuestras
agendas y libretas de teléfonos, porque hasta las cartas privadas son escritas
pensando en la persona que habrá de leerlas.
En la literatura de
este siglo el arte del cuento, esa tradición milenaria donde existe una
conciencia que se expresa al contar historias breves e intensas, es la
realización de un texto escrito y reproducido por la imprenta o por la pantalla
electrónica para la lectura individual. Los cuenteros, los juglares, los
narradores orales se quedaron en los museos de la memoria colectiva. El cuentista
escribe; en su expresión se reúne “la conciencia de la multiplicidad del yo, la
desintegración del tiempo y del espacio como unidades fijas, la capacidad de
simbolización, la desconfianza ante la lógica como instrumento único de
conocimiento y la exploración del inconsciente y de lo onírico como revelación
de aspectos más profundos de la realidad”, como lo expresa Cristina Peri Rossi.
El cuento es la
forma narrativa escrita; existe en la literatura de las grandes naciones de
oriente y occidente; su textualidad es material de leyendas y mitos en libros
sagrados. Los libros épicos que fundaron la identidad colectiva de los pueblos
fueron forjados con la reunión y la mezcla de una infinita cantidad de
historias ejemplares que la gente guarda en sus recuerdos y en el lenguaje, y
los cuenta a sus hijos y a los amigos en las tardes frescas del descanso. Los
primeros libros que respaldaron en letras de molde relatos de la tradición oral
fueron esos libros sagrados, epopeyas nobles, llenas de cuentos como un cielo
estrellado.
La Biblia, el
Corán, el Ramayana, la Ilíada, la Odisea, muchas de sus páginas fueron formadas
por cuentos, breves narraciones de “algún incidente central y fresco en la vida
de dos o tres personajes perfilados en la acción y el tiempo, al cual
inmoviliza y suspende para penetrarlo. Al agotar, por intensidad, una
situación, el destello del relato queda grabado en la memoria colectiva y pasa
a formar parte de las imágenes del lenguaje mítico que trasciende épocas”,
dicho sea por Anderson Imbert.
La tradición
literaria occidental señala a la Edad Media como la cuna temporal del cuento
moderno, en su forma escrita y autónoma de género literario bien definido cuya
convención estética implica brevedad, interés anecdótico, elaborada estructura,
impacto emocional y trama rigurosamente construida en un ciclo rematado por un
final imprevisto, adecuado y natural. Los cien cuentos de El Decamerón,
de Giovanni Boccaccio (Italia, 1313-1375); los relatos de El conde Lucanor, de
don Juan Manuel (España, 1282-1348); los Cuentos de Canterbury, de
Geoffrey Chaucer (Inglaterra, 1340-1400) y Las mil y una noches, (Arabia,
siglo XIV) fundan con poderoso aliento el molde escrito de esta tradición narrativa:
la que despierta una capacidad de imaginación y de pensamiento en la infancia;
ese impulso natural de contar historias y conocer otras nuevas que es una
esencia de frescura de la condición humana.
La palabra cuento, contus,
proviene del vocablo latino computare, que significa contar, pero
también pensar. Como toda obra estética los factores del cuento son el
pensamiento, las ideas, la fortaleza conceptual; las formas vacías pasan de
moda, solo trasciende aquello que le interesa al mayor número de personas
durante largo tiempo, los objetos que pasan a formar parte de tradiciones
colectivas.
Las leyendas, los
relatos folklóricos, los personajes simbólicos de una colectividad fueron
durante siglos el material con que se cifraba un lenguaje narrativo de la
tradición oral, siempre realizada en la música, la dramatización y el
espectáculo popular. Aunque el cuento moderno, siempre escrito, es sobre todo
obra de un autor individual, el verdadero narrador sigue siendo el trasmisor de
ese espíritu colectivo creador que con historias sigue expresando su imagen.
Poe, Maupassant y Chéjov son altos ejemplos de esta alquimia del lenguaje.
En América Latina
el género se desarrolló con brillantez, con cuidado de su estética, sus formas,
su preceptiva, aunque las ediciones de cuentos han sido en realidad escasas en
un hábeas donde abundan poemarios y novelas. La narrativa en estas regiones se
inició en la crónica: Las cartas de relación, La verdadera historia de la
conquista de la Nueva España; podría decirse que también en la épica con La
araucana. Fue en el siglo 19 cuando el cuento se cultivó ya como texto
independiente. La generación de los románticos junto con sus casi
contemporáneos “realistas” llenaron planas de periódicos con cuentos y relatos
costumbristas, irónicos o plañideros que gustaban a los lectores.
Ya en este siglo
Quiroga, Onetti, Borges, Cortázar y Rulfo son pilares de un género que se escribe
con precisión y exactitud. Por supuesto, nadie pretenda ser autor de cuentos
sin haberlos leído con la atención que merecen las lecciones altas de la vida.
En Chihuahua el género
del cuento ha corrido una suerte similar a toda la literatura que se produce en
esta región: escasas publicaciones, pocos lectores, o libros que llegan tarde.
En 1976 el escritor Alfredo Jacob hace un retrato desolador: “La ocasión me
vale reflexionar, al desaire, sobre nuestra realidad literaria en un jaloneo
más que obligado. No sin escaso desaliento volvemos la mirada con limpio atisbo
sobre este apartado de la cultura chihuahuense y en más de dos centurias no
hemos logrado sino esporádicos, escasos frutos”.
Este mismo autor
señala el tipo de textos que se publican aquí: “...los géneros literarios más
cultivados han sido la historia, el ensayo; en proporción menor la novela y en
cantidad escasa la poesía y el cuento. Este último en número realmente
insignificante”.
En su ensayo, que
acompaña a la antología Relatos de autores chihuahuenses, Alfredo Jacob
se muestra optimista a pesar de todo y expresa que “el amor a la literatura”
seguirá vivo. Veinte años después se siente, en efecto, un vigor y una
actualización en la cual ha tenido que ver la Escuela de Filosofía y Letras de
la Universidad Autónoma de Chihuahua al profesionalizar los estudios
literarios, establecer un rigor y una organización académica que incluye
materias como lingüística y teoría literaria.
A pesar de las
dificultades han aparecido otros cuentistas a sumarse a los 16 que registró la
antología de 1976. Algunos de los volúmenes de cuentos o de relatos que se han
publicado son:
Fuego del norte y Relatos de la
revolución (1928) de Rafael F. Muñoz.
La absurda espera (1961) y Corazones
no sabemos (1982) de Lourdes Garza Quezada.
Fruto Prohibido (1963) de Héctor
Ornelas.
El norte misterioso y legendario de
Pascual García Orozco.
Ayer fue...cuentos y recuerdos de
Octavio Páez Chavira.
La muerte congelada de Enrique
Hershkowitz.
Años viejos (1986) y El señor de
las palomas (1995) de Benjamín Tena Antillón.
El hombre habitado (1975) y Muérete
y sabrás (1995) de Ignacio Solares.
La citada antología Relatos de autores
chihuahuenses (1976) que incluye textos de José Aragón, Isauro Canales,
Alberto Carlos, Sergio Cervantes, Lulú Creel, Fernando Chávez Amaya, Margarita
Flores Castillo, Pascual García Orozco, Lourdes Garza Quesada, Miguel Angel
Macías, Pedro Medrano, Miguel R. Mendoza, Jesús Miguel Moya, Ana María Neder,
Héctor Ornelas y Manuel Talavera.
Tras un cristal azul (1977) de
Manlio Favio Tapia Camacho.
Viernes de Lautaro (1979), Septiembre
y los otros días (1980), De alba sombría (1985), Las luces del
mundo (1986) y Difícil de atrapar (1995) de Jesús Gardea.
Los cuentos gnósticos, El alba y otros
cuentos y Las llaves de Urgel de Carlos Montemayor.
El canto de Quetzaltótotl (1982) de
Manuel Talavera.
Las mil y una noches mexicanas (dos
tomos: 1983 y 1984) de José Fuentes Mares.
Días navegables (1990) de Josefina
María Cendejas.
Cuentas pendientes (1992) de Tomás
Chacón.
Cosas de la mala suerte (1993) de
Rubén Alvarado.
Callejón Sucre (1993) de Rosario
Sanmiguel.
El cuello de Adán (1994) de
Guadalupe Salas.
Remolino (1994) de Micaela Solís.
El amor entre las ruinas (1994) de
Mario Lugo.
Cuentos sonámbulos (1994) de Héctor
Jaramillo.
El umbral (1995) de Luz María Montes
de Oca.
Volver a Santa Rosa (1996) de Víctor
Hugo Rascón Banda.
Romance de otoño (1996) de Raúl
Manríquez.
Tinta fuerte (1996) de Erasto Olmos
Villa.
De esta enumeración
de libros y folletos de cuentos que han publicado autores chihuahuenses, siete
de ellos han estudiado en la Facultad de Filosofía y Letras de UACh: Chacón,
Talavera, Alvarado, Cendejas, Solís, Lugo y Jaramillo, o sea, el 28% del total,
el cual es un porcentaje bastante aceptable de cuentistas que además sean
profesionales de la literatura o de la filosofía. Un buen escritor se forma
donde Dios le dé a entender, en cualquier profesión, en cualquier oficio, en la
vida, no necesariamente en una escuela de letras.
En 1996 apareció la
antología Rocío de historias,
cuentistas de Filosofía y Letras, como una de las expresiones de la
fuerza creativa que los autores de Chihuahua han desplegado a partir de los
años ochentas en revistas, suplementos y libros. La selección de los textos se
hizo conforme a dos criterios: que el autor haya estudiado en Filosofía y
Letras de la Universidad Autónoma de Chihuahua, y que haya publicado un cuento
o relato de buena calidad en cualquier medio.
El material así
reunido incluye todo tipo de asuntos, técnicas y estructuras. Los autores
nacieron entre 1940 y 1970. La mayoría han desarrollado su actividad
profesional en el estado de Chihuahua y aquí publicaron su obra, la de algunos
más abundante que la de otros, pues no todos tienen la creación literaria como
su actividad principal.
El orden en que
aparecen los textos tiene que ver con el azar. No se acudió al remedio fácil
del ordenamiento alfabético ni al cronológico, en función de ofrecer a los
lectores una composición que le dé al libro unidad, tan difícil cuando se trata
de obras diversas como las que aquí se juntan, temáticas, edades y concepciones
plurales de la narrativa.
Ese libro resultó ser
un buen encuentro de lectores con un buen racimo de autores chihuahuenses.
Gómez Antillón,
Dolores y Chávez Marín, Jesús, compiladores: Rocío de historias, cuentistas de Filosofía y Letras. Editorial
Universidad Autónoma de Chihuahua, México, 1996.
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