viernes, 28 de diciembre de 2018

JChM. Arte del cuento en Chihuahua

Foto Raisa Pizarro
Arte del cuento en Chihuahua

Por Jesús Chávez Marín

Las tareas que realiza un escritor son tres: leer, escribir y publicar. En ese orden de importancia. Un artista que no lee, no existe; no solo le faltaría información sino también el juego del lenguaje donde se mezclan visiones de muchos hombres y mujeres que en los tiempos del mundo expresaron en la escritura el dolor y la alegría de vivir, al mismo tiempo que soñaban con la muerte.

Escribir es el objetivo que se proponen los artistas de la palabra, aunque ya se sabe que existieron personas que en su pasado redactaban algunos poemas, ciertos cuentitos, y luego abandonaron aquella vacilante actividad sin dejar por ello de seguir ostentando el dudoso prestigio de ser escritores. Ya no lo son, por supuesto, ya no escriben.

Publicar es quizá la tarea menos importante de un escritor; sin embargo ¿qué sentido tendría comunicar algo a nadie? La pendejada esa de que alguien escriba solo para sí mismo ya no le funciona como pretexto ni al más hermético de los autodidactas. No existen las grandes novelas, los intensos poemas ni los ingeniosos dramas archivados en el escritorio de ningún genio. Los lectores son factor implícito en todo texto y las únicas páginas verdaderamente íntimas son las de nuestras agendas y libretas de teléfonos, porque hasta las cartas privadas son escritas pensando en la persona que habrá de leerlas.

En la literatura de este siglo el arte del cuento, esa tradición milenaria donde existe una conciencia que se expresa al contar historias breves e intensas, es la realización de un texto escrito y reproducido por la imprenta o por la pantalla electrónica para la lectura individual. Los cuenteros, los juglares, los narradores orales se quedaron en los museos de la memoria colectiva. El cuentista escribe; en su expresión se reúne “la conciencia de la multiplicidad del yo, la desintegración del tiempo y del espacio como unidades fijas, la capacidad de simbolización, la desconfianza ante la lógica como instrumento único de conocimiento y la exploración del inconsciente y de lo onírico como revelación de aspectos más profundos de la realidad”, como lo expresa Cristina Peri Rossi.

El cuento es la forma narrativa escrita; existe en la literatura de las grandes naciones de oriente y occidente; su textualidad es material de leyendas y mitos en libros sagrados. Los libros épicos que fundaron la identidad colectiva de los pueblos fueron forjados con la reunión y la mezcla de una infinita cantidad de historias ejemplares que la gente guarda en sus recuerdos y en el lenguaje, y los cuenta a sus hijos y a los amigos en las tardes frescas del descanso. Los primeros libros que respaldaron en letras de molde relatos de la tradición oral fueron esos libros sagrados, epopeyas nobles, llenas de cuentos como un cielo estrellado.

La Biblia, el Corán, el Ramayana, la Ilíada, la Odisea, muchas de sus páginas fueron formadas por cuentos, breves narraciones de “algún incidente central y fresco en la vida de dos o tres personajes perfilados en la acción y el tiempo, al cual inmoviliza y suspende para penetrarlo. Al agotar, por intensidad, una situación, el destello del relato queda grabado en la memoria colectiva y pasa a formar parte de las imágenes del lenguaje mítico que trasciende épocas”, dicho sea por Anderson Imbert.

La tradición literaria occidental señala a la Edad Media como la cuna temporal del cuento moderno, en su forma escrita y autónoma de género literario bien definido cuya convención estética implica brevedad, interés anecdótico, elaborada estructura, impacto emocional y trama rigurosamente construida en un ciclo rematado por un final imprevisto, adecuado y natural. Los cien cuentos de El Decamerón, de Giovanni Boccaccio (Italia, 1313-1375); los relatos de El conde Lucanor, de don Juan Manuel (España, 1282-1348); los Cuentos de Canterbury, de Geoffrey Chaucer (Inglaterra, 1340-1400) y Las mil y una noches, (Arabia, siglo XIV) fundan con poderoso aliento el molde escrito de esta tradición narrativa: la que despierta una capacidad de imaginación y de pensamiento en la infancia; ese impulso natural de contar historias y conocer otras nuevas que es una esencia de frescura de la condición humana.

La palabra cuento, contus, proviene del vocablo latino computare, que significa contar, pero también pensar. Como toda obra estética los factores del cuento son el pensamiento, las ideas, la fortaleza conceptual; las formas vacías pasan de moda, solo trasciende aquello que le interesa al mayor número de personas durante largo tiempo, los objetos que pasan a formar parte de tradiciones colectivas.

Las leyendas, los relatos folklóricos, los personajes simbólicos de una colectividad fueron durante siglos el material con que se cifraba un lenguaje narrativo de la tradición oral, siempre realizada en la música, la dramatización y el espectáculo popular. Aunque el cuento moderno, siempre escrito, es sobre todo obra de un autor individual, el verdadero narrador sigue siendo el trasmisor de ese espíritu colectivo creador que con historias sigue expresando su imagen. Poe, Maupassant y Chéjov son altos ejemplos de esta alquimia del lenguaje.

En América Latina el género se desarrolló con brillantez, con cuidado de su estética, sus formas, su preceptiva, aunque las ediciones de cuentos han sido en realidad escasas en un hábeas donde abundan poemarios y novelas. La narrativa en estas regiones se inició en la crónica: Las cartas de relación, La verdadera historia de la conquista de la Nueva España; podría decirse que también en la épica con La araucana. Fue en el siglo 19 cuando el cuento se cultivó ya como texto independiente. La generación de los románticos junto con sus casi contemporáneos “realistas” llenaron planas de periódicos con cuentos y relatos costumbristas, irónicos o plañideros que gustaban a los lectores.

Ya en este siglo Quiroga, Onetti, Borges, Cortázar y Rulfo son pilares de un género que se escribe con precisión y exactitud. Por supuesto, nadie pretenda ser autor de cuentos sin haberlos leído con la atención que merecen las lecciones altas de la vida.

En Chihuahua el género del cuento ha corrido una suerte similar a toda la literatura que se produce en esta región: escasas publicaciones, pocos lectores, o libros que llegan tarde. En 1976 el escritor Alfredo Jacob hace un retrato desolador: “La ocasión me vale reflexionar, al desaire, sobre nuestra realidad literaria en un jaloneo más que obligado. No sin escaso desaliento volvemos la mirada con limpio atisbo sobre este apartado de la cultura chihuahuense y en más de dos centurias no hemos logrado sino esporádicos, escasos frutos”.

Este mismo autor señala el tipo de textos que se publican aquí: “...los géneros literarios más cultivados han sido la historia, el ensayo; en proporción menor la novela y en cantidad escasa la poesía y el cuento. Este último en número realmente insignificante”.

En su ensayo, que acompaña a la antología Relatos de autores chihuahuenses, Alfredo Jacob se muestra optimista a pesar de todo y expresa que “el amor a la literatura” seguirá vivo. Veinte años después se siente, en efecto, un vigor y una actualización en la cual ha tenido que ver la Escuela de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Chihuahua al profesionalizar los estudios literarios, establecer un rigor y una organización académica que incluye materias como lingüística y teoría literaria.

A pesar de las dificultades han aparecido otros cuentistas a sumarse a los 16 que registró la antología de 1976. Algunos de los volúmenes de cuentos o de relatos que se han publicado son:

    Fuego del norte y Relatos de la revolución (1928) de Rafael F. Muñoz.
    La absurda espera (1961) y Corazones no sabemos (1982) de Lourdes Garza Quezada.
    Fruto Prohibido (1963) de Héctor Ornelas.
    El norte misterioso y legendario de Pascual García Orozco.
    Ayer fue...cuentos y recuerdos de Octavio Páez Chavira.
    La muerte congelada de Enrique Hershkowitz.
    Años viejos (1986) y El señor de las palomas (1995) de Benjamín Tena Antillón.
    El hombre habitado (1975) y Muérete y sabrás (1995) de Ignacio Solares.
    La citada antología Relatos de autores chihuahuenses (1976) que incluye textos de José Aragón, Isauro Canales, Alberto Carlos, Sergio Cervantes, Lulú Creel, Fernando Chávez Amaya, Margarita Flores Castillo, Pascual García Orozco, Lourdes Garza Quesada, Miguel Angel Macías, Pedro Medrano, Miguel R. Mendoza, Jesús Miguel Moya, Ana María Neder, Héctor Ornelas y Manuel Talavera.
    Tras un cristal azul (1977) de Manlio Favio Tapia Camacho.
    Viernes de Lautaro (1979), Septiembre y los otros días (1980), De alba sombría (1985), Las luces del mundo (1986) y Difícil de atrapar (1995) de Jesús Gardea.
    Los cuentos gnósticos, El alba y otros cuentos y Las llaves de Urgel de Carlos Montemayor.
    El canto de Quetzaltótotl (1982) de Manuel Talavera.
    Las mil y una noches mexicanas (dos tomos: 1983 y 1984) de José Fuentes Mares.
    Días navegables (1990) de Josefina María Cendejas.
    Cuentas pendientes (1992) de Tomás Chacón.
    Cosas de la mala suerte (1993) de Rubén Alvarado.
    Callejón Sucre (1993) de Rosario Sanmiguel.
    El cuello de Adán (1994) de Guadalupe Salas.
    Remolino (1994) de Micaela Solís.
    El amor entre las ruinas (1994) de Mario Lugo.
    Cuentos sonámbulos (1994) de Héctor Jaramillo.
    El umbral (1995) de Luz María Montes de Oca.
    Volver a Santa Rosa (1996) de Víctor Hugo Rascón Banda.
    Romance de otoño (1996) de Raúl Manríquez.
    Tinta fuerte (1996) de Erasto Olmos Villa.

De esta enumeración de libros y folletos de cuentos que han publicado autores chihuahuenses, siete de ellos han estudiado en la Facultad de Filosofía y Letras de UACh: Chacón, Talavera, Alvarado, Cendejas, Solís, Lugo y Jaramillo, o sea, el 28% del total, el cual es un porcentaje bastante aceptable de cuentistas que además sean profesionales de la literatura o de la filosofía. Un buen escritor se forma donde Dios le dé a entender, en cualquier profesión, en cualquier oficio, en la vida, no necesariamente en una escuela de letras.

En 1996 apareció la antología Rocío de historias, cuentistas de Filosofía y Letras, como una de las expresiones de la fuerza creativa que los autores de Chihuahua han desplegado a partir de los años ochentas en revistas, suplementos y libros. La selección de los textos se hizo conforme a dos criterios: que el autor haya estudiado en Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Chihuahua, y que haya publicado un cuento o relato de buena calidad en cualquier medio.

El material así reunido incluye todo tipo de asuntos, técnicas y estructuras. Los autores nacieron entre 1940 y 1970. La mayoría han desarrollado su actividad profesional en el estado de Chihuahua y aquí publicaron su obra, la de algunos más abundante que la de otros, pues no todos tienen la creación literaria como su actividad principal.

El orden en que aparecen los textos tiene que ver con el azar. No se acudió al remedio fácil del ordenamiento alfabético ni al cronológico, en función de ofrecer a los lectores una composición que le dé al libro unidad, tan difícil cuando se trata de obras diversas como las que aquí se juntan, temáticas, edades y concepciones plurales de la narrativa.

Ese libro resultó ser un buen encuentro de lectores con un buen racimo de autores chihuahuenses.

Gómez Antillón, Dolores y Chávez Marín, Jesús, compiladores: Rocío de historias, cuentistas de Filosofía y Letras. Editorial Universidad Autónoma de Chihuahua, México, 1996.

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