viernes, 7 de diciembre de 2018

Reyna Armendáriz González. Elogio de la mujer serena…

Elogio de la mujer serena…

Por Reyna Armendáriz González

Su primo la miró intranquilo. Hubiera deseado
que la joven dijera algo. Las mujeres reservadas
lo ponían en guardia. Él prefería a las otras, a las
habladoras, a las que no ven nada. Inés, con sus
ojos indiferentes, registraba todo lo que él
hubiera deseado que ignorara.

Inés. Elena Garro

Hace tiempo recibí de una alumna de mi Facultad un correo que reseñaba el texto de un tal escritor Héctor Abad, lleno de piropos a las mujeres aguerridas: Elogio de la mujer brava. La verdad es que esa vez, como suele suceder con frecuencia en este mundo, el envío que me hicieron tenía más relación con la ligereza de juzgar por boca ajena a quienes apenas si conocemos; más tenía que ver, pues, con una serie de prejuicios extendidos sobre mi persona que con una convicción crítica sobre el tema.
Fuera de eso, llamó poderosamente mi atención que tantas mujeres se sintieran halagadas por este texto, como por la grave sabiduría de “por qué los hombres aman a las cabronas”. Es decir, que cayeran nueva y ominosamente en la trampa del halago caballeroso, ese machismo colorido y lisonjero que desde su eterna trinchera sigue diciéndoles a las mujeres como deben ser si aspiran a complacer la mirada masculina. La misma y exacta estafa histórica, pero ahora fundada en sustituir un estereotipo femenino por otro que se adapte mejor a los tiempos, y que siga permitiéndoles a los “nuevos machos”  lograr que las féminas bailen a su alrededor, jubilosas por el halago, exactamente igual que chicas de grandes tetas que van por el mundo orgullosas de tener algo que ofrecer para complacer a esa otra mirada. Menuda reacción la de caer en el mismo hoyo que supuestamente se evita.
Llama la atención, sobre todo, porque el texto parece escrito por un juez de concursos de belleza que ha tratado de trasladar sus cortísimos  y pedestres criterios al ámbito de la inteligencia. Se trata de un texto tan repleto de “halagos” como de prejuicios y antiguas falacias machistas.
Suponer, por ejemplo, que en el caso de las mujeres sí, únicamente de las mujeres la serenidad, el silencio o la belleza, solo pueden empatar con la sumisión y la estupidez.
Suponer  que las mujeres enérgicas y decididas deben aparecer por fuerza como pajarracos agresivos y escandalosos, y derivar de ello que sería el único modo actual e inteligente que tenemos las mujeres de ganarnos un lugarcito en la fila para seducir a señores muy “in” como Abad.
El autor no tiene el menor reparo en coartar la capacidad de elección sobre el cómo ser de las mujeres, y en jugar a su favor con la misma moneda de las mujeres liberadas de hoy, una moneda que ciertamente ya no puede detener en el aire y a la que se adapta con una serie de convenientes malabares adulatorios.
Se afana en asumir, como incluso muchas mujeres de hoy asumen por culpa de la historia, que lo contrario de este nuevo estereotipo femenino no puede constituir ya una elección, y que quién vive en “tan caducas circunstancias” lo hace solo por inercia o por bobería.
Textos y actitudes como la de ese autor terminan por convertir cualquier feminismo en una suerte de hipocresía donde se privilegia justo aquello que se está combatiendo: la exclusión. Poco importa realmente si este mundo está sostenido por el trabajo de miles de amas de casa, muchas de las cuales podrían darle clases a un médico sobre alguna enfermedad, o enseñarían a un montón de inútiles “de alta inteligencia y pensamiento” acerca de la dificultad y agudeza que entrañan las labores domésticas que tanto desprecian, pero que no saben hacer, y para las cuales siguen dependiendo de un ejército de mujeres: la señora de la limpieza, la hija, la tía, la prima, la hermana, la esposa, la madre o la buena samaritana que les hace la caridad.
Nada de esto es relevante. Cuando se habla de labores domésticas o belleza femenina se invoca automáticamente al currículum oculto de la estupidez. A pesar de su importancia, la labor de las amas de casa no tendrá los reflectores sino la detracción, y jamás empatará con “la” inteligencia, ese cúmulo de subjetividades que sirve para lo mismo que la raza, el color, o el tamaño de cuerpo: para discriminar a los demás.
La imagen de mujer casada que siempre flota en el aire es la de aquella envuelta en fritangas, despeinada, ojerosa, entre trastes sucios y llena de hijos que lloran al mismo tiempo. Hoy por hoy, si una mujer se casa es automáticamente estulta. Lo es si tiene hijos, o mejor, si sus hijos le importan. Lo es si no termina en el infierno exprés del divorcio, o en la agria y seca soledad de un éxito de alto precio, esa clase de conquistas imbuidasen una extraña y pesada esterilidad.
El camino entonces sigue sin existir. Esta clase de mirada ha devaluado y sometido al escarnio un trabajo que es vital para la humanidad y que debieran compartir con gusto hombres y mujeres por igual.
Es también el atisbo de un feminismo que ensalza y ofrece estadísticas sobre la relevancia de toda esta labor anónima y gratuita de las mujeres, pero que en lo cotidiano las juzga y condena estigmatizándolas como forzosamente marginales y oprimidas.
Miles serán discriminadas –más ardientemente por las de su género porque lo que eligieron para su vida no tiene ya cabida como elección, no encaja en el estereotipo de la nueva mujer, y ello implica también la “capacidad”que esta “nueva mujer”debe mostrar para agradar al “nuevo hombre” oportunista, feminista de pacotilla, como el señor Abad.
Qué bueno que este escritor tenga una idea muy clara sobre cómo deben ser las mujeres para gustarle mucho. Y si su brava mujer (si tiene alguna) le pega, qué bueno también, así, además de seducirlo con el látigo, le da su merecida recompensa por tan pírrica defensa de las mujeres.
Igual de bueno es que acepte, en su mismo texto, que él seguirá siendo como el común: “un tozudo burro machista” –así lo dice que, por muy “interesante”, “culta” y “cabrona” pareja que tenga al lado, seguirá como un autómata babeando por cualquier nalga o teta ambulante, aunque de entrada la desprecie por tontita a la pobrecita belleza  so peligro de caer en franca nostalgia por los tiempos del machismo abierto… ¡más abierto!.
Abad es una muestra de ese desprecio hilarante, típico de la cobardía misógina, un macho sin complejos, sufrido y querendón, metido a feminista.
No deja de resultar incomprensible, finalmente, la imagen contenta de estas misses que, sintiéndose bravas y muy cabronas, van alegres y saltarinas por la pasarela dispuestas a complacer esta “nueva” mirada masculina que representa muy bien Abad.
Parafraseando a José L. Martín: hay aquí un algo no resuelto que nos negamos a ver en medio de la estridencia snob y el falso feminismo masculino de este texto: cuando la mujer brava grita, la mujer serena ama, piensa, estudia, lucha, defiende y vive, “sabiendo que desde que el mundo es mundo, los tontos han hecho siempre mucho ruido”, y que, consecuentemente, el ruido no es sinónimo de talento, fuerza o inteligencia.
Siempre será más espinoso llegar al fascinante aunque paradójicamente triste estado final de aquel mítico mono de Augusto Monterroso el que quiso ser escritor satírico porque el bien común, la fortaleza, la justicia que tanto invocamos en las marchas y tan poco practicamos con el prójimo, efectivamente pueden empalmar con la sabiduría del silencio, así como la estulticia se coge de la mano con el estrépito.
(Dedico este texto bravo y estrepitoso al señor Abad para estar a tono con el estereotipo, y consciente de que, a diferencia del silencio, será una escritura más, completamente inútil, en el mundo del ruido).
Enero 2014


 
Reyna Armendáriz González es licenciada en letras españolas y maestra en educación superior. Ha dirigido durante años columnas de poesía en El Heraldo de Chihuahua y en El universitario. Textos suyos están publicados en antologías y revistas literarias y en sus libro de poemas Estuario: remotas estancias y Yace partido el puente de la niebla. Actualmente es profesora de literatura en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Chihuahua.

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