Elogio
de la mujer serena…
Por
Reyna Armendáriz González
Su
primo la miró intranquilo. Hubiera deseado
que la joven dijera algo. Las mujeres
reservadas
lo ponían en guardia. Él prefería a las
otras, a las
habladoras, a las que no ven nada. Inés,
con sus
ojos indiferentes, registraba todo lo
que él
hubiera deseado que ignorara.
Inés. Elena Garro
Hace tiempo recibí de una alumna de mi
Facultad un correo que reseñaba el texto de un tal escritor Héctor Abad, lleno
de piropos a las mujeres aguerridas: Elogio
de la mujer brava. La verdad es que esa vez, como suele suceder con
frecuencia en este mundo, el envío que me hicieron tenía más relación con la
ligereza de juzgar por boca ajena a quienes apenas si conocemos; más tenía que
ver, pues, con una serie de prejuicios extendidos sobre mi persona que con una
convicción crítica sobre el tema.
Fuera de eso, llamó poderosamente mi
atención que tantas mujeres se sintieran halagadas por este texto, como por la
grave sabiduría de “por qué los hombres aman a las cabronas”. Es decir, que
cayeran nueva y ominosamente en la trampa del halago caballeroso, ese machismo
colorido y lisonjero que desde su eterna trinchera sigue diciéndoles a las
mujeres como deben ser si aspiran a
complacer la mirada masculina. La misma y exacta estafa
histórica, pero ahora fundada en sustituir un estereotipo femenino por otro que
se adapte mejor a los tiempos, y que siga permitiéndoles a los “nuevos
machos” lograr que las féminas bailen a
su alrededor, jubilosas por el halago, exactamente igual que chicas de grandes
tetas que van por el mundo orgullosas de tener algo que ofrecer para complacer a esa
otra mirada. Menuda reacción la de caer en el mismo hoyo que supuestamente
se evita.
Llama la atención, sobre todo, porque el
texto parece escrito por un juez de concursos de belleza que ha tratado de
trasladar sus cortísimos y pedestres
criterios al ámbito de la inteligencia. Se trata de un texto tan repleto de
“halagos” como de prejuicios y antiguas falacias machistas.
Suponer, por ejemplo, que en el caso de
las mujeres –sí, únicamente de las mujeres– la serenidad, el silencio o la belleza, solo pueden empatar con la
sumisión y la estupidez.
Suponer
que las mujeres enérgicas y decididas deben aparecer por fuerza como
pajarracos agresivos y escandalosos, y derivar de ello que sería el único modo
actual e inteligente que tenemos las mujeres de ganarnos un lugarcito en la
fila para seducir a señores muy “in” como Abad.
El autor no tiene el menor reparo en
coartar la capacidad de elección sobre el cómo
ser de las mujeres, y en jugar a su favor con la misma moneda de las
mujeres liberadas de hoy, una moneda que ciertamente ya no puede detener en el
aire y a la que se adapta con una serie de convenientes malabares adulatorios.
Se afana en asumir, como incluso muchas
mujeres de hoy asumen por culpa de la historia, que lo contrario de este nuevo
estereotipo femenino no puede constituir ya una elección, y que quién vive en
“tan caducas circunstancias” lo hace solo por inercia o por bobería.
Textos y actitudes como la de ese autor
terminan por convertir cualquier feminismo en una suerte de hipocresía donde se
privilegia justo aquello que se está combatiendo: la exclusión. Poco importa
realmente si este mundo está sostenido por el trabajo de miles de amas de casa,
muchas de las cuales podrían darle clases a un médico sobre alguna enfermedad,
o enseñarían a un montón de inútiles “de alta inteligencia y pensamiento”
acerca de la dificultad y agudeza que entrañan las labores domésticas que tanto
desprecian, pero que no saben hacer, y para las cuales siguen dependiendo de un
ejército de mujeres: la señora de la limpieza, la hija, la tía, la prima, la
hermana, la esposa, la madre o la buena samaritana que les hace la caridad.
Nada de esto es relevante. Cuando se
habla de labores domésticas o belleza femenina se invoca automáticamente al
currículum oculto de la estupidez. A pesar de su importancia, la labor de las
amas de casa no tendrá los reflectores sino la detracción, y jamás empatará con
“la” inteligencia, ese cúmulo de
subjetividades que sirve para lo mismo que la raza, el color, o el tamaño de
cuerpo: para discriminar a los demás.
La imagen de mujer casada que siempre
flota en el aire es la de aquella envuelta en fritangas, despeinada, ojerosa,
entre trastes sucios y llena de hijos que lloran al mismo tiempo. Hoy por hoy,
si una mujer se casa es automáticamente estulta. Lo es si tiene hijos, o mejor,
si sus hijos le importan. Lo es si no termina en el infierno exprés del
divorcio, o en la agria y seca soledad de un éxito de alto precio, esa clase de
conquistas imbuidasen una extraña y pesada esterilidad.
El camino entonces sigue sin existir.
Esta clase de mirada ha devaluado y sometido al escarnio un trabajo que es
vital para la humanidad y que debieran compartir con gusto hombres y mujeres
por igual.
Es también el atisbo de un feminismo que
ensalza y ofrece estadísticas sobre la relevancia de toda esta labor anónima y
gratuita de las mujeres, pero que en lo cotidiano las juzga y condena
estigmatizándolas como forzosamente marginales y oprimidas.
Miles serán discriminadas –más ardientemente
por las de su género– porque
lo que eligieron para su vida no tiene ya cabida como elección, no encaja en el
estereotipo de la nueva mujer, y ello implica también la “capacidad”que esta
“nueva mujer”debe mostrar para agradar al “nuevo hombre” oportunista, feminista
de pacotilla, como el señor Abad.
Qué bueno que este escritor tenga una
idea muy clara sobre cómo deben ser
las mujeres para gustarle mucho. Y si su brava mujer (si tiene alguna) le pega,
qué bueno también, así, además de seducirlo con el látigo, le da su merecida
recompensa por tan pírrica defensa de las mujeres.
Igual de bueno es que acepte, en su
mismo texto, que él seguirá siendo como el común: “un tozudo burro machista”
–así lo dice– que, por muy “interesante”, “culta” y “cabrona” pareja que tenga al
lado, seguirá como un autómata babeando por cualquier nalga o teta ambulante,
aunque de entrada la desprecie por tontita a la pobrecita belleza –so peligro de caer en franca nostalgia por los tiempos del machismo
abierto… ¡más abierto! –.
Abad es una muestra de ese desprecio
hilarante, típico de la cobardía misógina, un macho sin complejos, sufrido y querendón,
metido a feminista.
No deja de resultar incomprensible,
finalmente, la imagen contenta de estas misses que, sintiéndose bravas y muy
cabronas, van alegres y saltarinas por la pasarela dispuestas a complacer esta
“nueva” mirada masculina que representa muy bien Abad.
Parafraseando a José L. Martín: hay aquí
un algo no resuelto que nos negamos a ver en medio de la estridencia snob y el
falso feminismo masculino de este texto: cuando la mujer brava grita, la mujer
serena ama, piensa, estudia, lucha, defiende y vive, “sabiendo que desde que el
mundo es mundo, los tontos han hecho siempre mucho ruido”, y que,
consecuentemente, el ruido no es sinónimo de talento, fuerza o inteligencia.
Siempre será más espinoso llegar al
fascinante –aunque paradójicamente triste– estado final de aquel mítico mono de Augusto Monterroso –el que quiso ser escritor satírico– porque el bien común, la fortaleza, la justicia que tanto invocamos
en las marchas y tan poco practicamos con el prójimo, efectivamente pueden
empalmar con la sabiduría del silencio, así como la estulticia se coge de la
mano con el estrépito.
(Dedico este texto bravo y estrepitoso al señor Abad para estar a tono con el
estereotipo, y consciente de que, a diferencia del silencio, será una escritura
más, completamente inútil, en el mundo del ruido).
Enero 2014
Reyna Armendáriz González es licenciada en letras españolas y maestra en educación superior. Ha
dirigido durante años columnas de poesía en El
Heraldo de Chihuahua y en El
universitario. Textos suyos están publicados en antologías y revistas
literarias y en sus libro de poemas Estuario:
remotas estancias y Yace partido
el puente de la niebla. Actualmente es profesora de literatura en la Facultad de Filosofía y
Letras de la Universidad Autónoma de Chihuahua.
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