En la foto Jorge Galván Meza, Miguel Aranda, Giorgio Germont, Manuel Vargas Curiel y el doctor Hernández Lara
El
secreto de Olga
Novela
Por
Giorgio Germont
Capítulo 10. La Medalla
de oro de Asanidze
El
día en que conoció a Khattab, Dimitry llegó a Tblisi
por la tarde. Asistió para ver con sus amigos musulmanes la final de levantamiento
de pesas. Ellos lo llamaban Mitya o Vasily, por su parecido con el famoso Vasily
Alexeievich, el ruso campeón del mundo en levantamiento de pesas.
Mitya
todavía no era miembro del partido separatista de
Chechenia, no le interesaba estar conectado con las raíces
del conflicto. Solamente sabía que los rusos le asesinaron a su padre
y a un hermano. No le interesaban ni la política ni la religión. Esa fue la
noche que iba a competir Georgi Asanidze. La mesa estaba poblada de tapas, había
platos de hummus, pan de Armenia, queso fresco de cabra, berros
curtidos y una mezcla de papas con cebolla cruda sazonada con un condimento
rojo. Llegó el momento, un locutor comenzó a relatar el evento.
Asanidze está en el templete. Hace una sentadilla
profunda, los ojos fijos en el espacio al frente, viendo sin ver a la
muchedumbre concurrida en el gimnasio Nikaia de Atenas. Hay 205 kg en la barra.
Aprieta las quijadas, el reloj marca 55 segundos. Contrae los hombros, levanta
la barra y la pesca en el pecho. Aguanta tres segundos, respira, estira los
cuadríceps, empuja al frente la pelvis aprieta los hombros
y sube la barra por encima de la cabeza. Aaahhh, qué gran
esfuerzo, técnica perfecta. Giorgi Asanidze, de Tblisi,
Georgia, campeón del mundo, ganador del oro olímpico.
La
algarabía es ensordecedora, todos se abrazan y gritan ¡Giorgi,
Giorgi! Mitya abraza al dueño del
café. Este aparta a Mitya de los demás
y le dice al oído:
—Quiero que conozcas a alguien.
Lo
jala de la manga y lo conduce al interior del establecimiento. Sentados al
final de la barra hay cuatro hombres de enorme estatura y un quinto con barbas
y tocado arábico. Tiene mirada muy intensa. Saluda a Mitya con
un “Marhaban...” y los ademanes salameros. Conversan
unos cuantos minutos. El árabe le dice que el mariscal Basayev es aficionado a
las pesas y está muy orgulloso de la trayectoria de Dimitry, de sus
glorias cuando formó parte del equipo pre olímpico. El hombrón se siente
halagado y al final se despiden con un fuerte abrazo. El árabe
se despide de él con estas palabras:
—Por ahí te
van a ir a buscar, salaam aleikum...
Mitya
estaba con sus ayudantes en el gimnasio de Nazran en Ossetia, las perlas de
sudor corrían por su frente. Sentado en el banco levantaba 300
libras alternadamente por adelante y por detrás de los hombros. Llevaba una
toalla anudada en la cabeza. Hamid, le secaba la cara y le daba de tomar chai.
Un samovar estaba hirviendo en la cocina, los trozos de carne ya estaban sobre
las brasas en el patio. Se escuchó en la oscuridad la frenada de un auto frente
a la casa. Abrió la puerta y entró en escena un comando vestido con ropas de
camuflaje, el polvo de la calle entró al cuarto. Mitya tosió tres veces. El
hombre portaba una Makarov al cinto. Dio unos pasos estudiando los rincones del
humilde gimnasio y saludó con
un rezongo.
—Marhaba Hamdel
Allah.
Así también
respondieron los cuatro, mirando a los ojos al hombre armado, de tez morena. Le
ofrecieron té pero lo rechazó.
—Solamente quería saber quién
estaba aquí. ¿Hay alguien más en el patio? —preguntó.
Tariq
respondió que no había nadie. El guerrillero salió del cuarto y dejó abierta
la puerta. Se quedaron inmóviles. Escucharon la voz del comando que daba el
reporte en un walkie talkie: “Si
aquí está no hay peligro. Listo y fuera”.
Esperaron
en silencio a que regresara el personaje pero no lo hizo. Pasaron varios
minutos. De pronto se escuchó el ruido de motores y en un instante arribaron
tres Toyota Hilux, con ametralladoras en la torreta. Era un pelotón armado. Se
escuchó el abrir y cerrar de las puertas. Eran seis soldados. Un minuto después
llegó un individuo de baja altura y mirada intensa, cojeando al caminar. Vestía
un saco militar color gris con tres barras en cada hombrera. Su cabeza estaba
rapada, su mostacho era muy grueso y negro. Sus botas resonaron mientras dio
unos pasos en el recinto y tomó en sus manos la jaula de las pesas. La zarandeó
para sentir el peso. Reinaba un absoluto silencio. Una lámpara
de keroseno estaba sobre una mesita cerca de la cocina. El oficial les indicó con el dedo a Hamid Tariq y al
entrenador que abandonaran el recinto. Los dirigió hacia la puerta. Despidió también
a su guardaespaldas y se quedó a solas con Mitya. El oficial dio unos pasos a
su alrededor y le ordenó que levantara la barra. Mitya obedeció. Hizo las repeticiones,
los poderosos tríceps y trapecios pulsaron la carga. Terminó dos
series. El oficial al fin le dijo:
—El movimiento te necesita. Los
rusos matan a tus hermanos y los arrojan en un callejón. Hace falta un hombre
fuerte para hacer justicia. —Reinaba un pesado silencio—. ¿Sabes
cuántos intentos de asesinato se han hecho contra mí?
—No, mi general.
—Al menos veinte en los últimos
tres meses. ¿Ves esta pierna dura? —se
golpeó la pierna con su fusta—, es de plástico. Me la voló una mina en el campo de batalla defendiendo a tus
hermanos en contra de estos cerdos rusos, ¿lo sabías?
—Sí, mi general.
—Cuánta gente me ha traicionado, cuántos
me han vendido por unos pocos rublos a ese borracho infiel, el cerdo Yeltsin. ¿Acaso
lo sabes?
—No, mi general.
—Son muchos, uno cada semana. ¿Y tú,
me vas a traicionar también?
—No, mi general.
—Si te atrapan y te torturan, vas a
abrir la boca. ¿Me vas a entregar, desgraciado?
—Nunca, mi general.
Lo
golpeó muy fuerte en la espalda con el cinturón y le gritó:
—¡Te
castigarán hasta hacerte sangrar, lo sabes! ¿Me vas a
entregar tú también?
—Nunca, mi general.
—¿Estás seguro? —le gritó y le dio otro
golpe con la hebilla en las costillas.
— Ggrrrrhhh —Mitya se quejó sin decir palabra.
Se incorporó y se hincó en oración en el suelo rindiendo tributo al general de
rodillas. Recibió en esa posición
más castigo en su espalda. Era un
juramento de hermandad con sangre el que estaba firmando.
—¿Sabes
mi nombre?
—Tú eres
Shamil Basayev, mi general.
El
oficial era calvo, de nariz recta y una barba muy negra y tupida. Le fijó la
mirada directamente a los ojos:
—¿Me
juras lealtad por encima de todo Bawa (hermano)?
—Sí, mi
general.
—Tus hermanos te necesitan. A mí me
sirven los hombres como tú.
—Estoy a tu servicio, mi general —así le
contestó el fortachón sin atreverse a mirarlo a la cara, sus ojos fijos en el suelo. El
general se puso de nuevo su cinturón, lo miró a los ojos y le dijo:
—Lo único que espero de ti es una
absoluta lealtad. ¿Me entiendes?
Mitya movió la cabeza afirmativamente.
—Dímelo en voz alta ¿Puedo contar
contigo?
—Sí, mi general.
Para
cerrar, le dijo:
—Yo te mandaré dinero y armas en el
momento necesario.
Luego
añadió:
—Los creyentes son hermanos,
defiende a tus hermanos y Allah todopoderoso tendrá misericordia
de ti.
Luego salió por la puerta el mandamás,
recitando la Surat número 49 del Corán. El lugarteniente les gritó a los
otros:
—¡Listos, vámonos!
Se
subieron a las camionetas Hilux, encendieron los motores y levantaron una polvareda al arrancar.
(Continuará).
Giorgio Germont estudió
medicina en la UACH, ejerce su profesión en Estados Unidos. Ha publicado tres
novelas: Treinta citas con la muerte
(2005), Dos miserables entre la luz y la
oscuridad, (2011). Ambas recibieron sendos galardones como finalistas de
los concursos USA BEST BOOK AWARDS en los años 2007 y 2011 respectivamente.
Las versiones en español de la primera, titulada Mis encuentros con la muerte y la segunda con el mismo nombre se
publicaron en 2012 por Editorial Perfiles. En 2016 publicó su novela Rayo azul.
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