El
secreto de Olga
Novela
Por
Giorgio Germont
Capítulo 20. El romance
Después
de dos meses en compañía de Olga, David andaba en busca de algo que pudiera
encender la llama del amor entre ellos, buscar cosas hermosas que pudieran hacer
juntos. La hermosa mujer que lo había cautivado al principio, la mujer
ideal, ahora se mostraba fría. El entusiasmo inicial se había
atenuado seguramente porque David no lograba vencer la incertidumbre de su
impotencia en la cama.
Olga
estaba muy ocupada presa de cierta obsesión o tal vez algún
hombre con el que mantenía continuo contacto a través
de la computadora. Al llegar del trabajo David la encontraba en su cuarto,
enfrascada en sus proyectos cibernéticos, con la mirada fija en la
pantalla de luz neón. En otras ocasiones, al llegar a casa se topaba David con
una notita de Olga que decía: “Salí a hacer ejercicio, vuelvo más
tarde”.
Las
ausencias se hacían cada vez más largas y más
frecuentes. Él sentía la frustración de no poder
interesarla en nada. Estaba muy desilusionado. Olga le había
dicho que estaba dispuesta a que fueran compañeros en la intimidad, pero a
causa de sus miedos y los efectos del medicamento había
tenido experiencias frustrantes con ella sin poderla satisfacer y no quería
enfrentarse más con esa realidad. David guardaba sus medicinas en
el auto, bajo llave, en un portafolio con candado. Se las tomaba en secreto.
Tenía miedo de que ella lo rechazara si le contaba todos
los detalles acerca de su epilepsia.
En
junio alguien puso un anuncio en la escuela: “Tango argentino, clases para todos
los niveles, ¡precio razonable!” A instancias de David se volvieron
asiduos alumnos de ese grupo de danza. Esperaban el jueves con ansia y ensayaban
casi todas las noches para estar listos. Un jueves en que practicaban la rutina
del tango en el estudio, uno de los del grupo, Diego, llamó a Olga a la pista
para demostrar unos pasos con ella. Los demás observaban cómo aquel esbelto
bailarín de pelo negro y mirada profunda tomaba a Olga por
el talle y ella levantaba una pierna para que la enganchara con su brazo y
quedar así entrelazados en una pose muy íntima.
Sin pensarlo, David se acercó a ellos y sintió un calor que le subía a la cara. Dio dos pasos al
frente y se puso en jarras frente a Diego, mirándolo fijamente, retándolo.
El maestro detuvo el ensayo y cada quien volvió a la pista con su pareja. Olga
se acercó a David y le echó los brazos encima y le plantó un beso. El protestó,
le dijo:
—Pensé que preferías
bailar con Diego.
—Nyet, nyet
—dijo ella—, yo
baila contigo. —Lo abrazó y le dijo al oído:
—Yo voy a casa contigo...
Volvieron
a casa; pararon en una pizzería para llevar algo que cenar.
Subieron los escalones, Olga llevaba unas cervezas y sus zapatos de baile en
las manos. Al doblar el pasillo, un gato blanco estaba frente a la puerta, le brillaron los ojos, los vio venir y se dio a la fuga de inmediato. Olga
abrió la puerta y entraron, David llevó la pizza a la cocina, planeaba darse
una ducha primero, pero Olga lo tomó de la mano y lo detuvo en la cocina, lo
empujó en contra del mostrador, le acercó sus senos al pecho y fijó sus ojos
entornados en él. Una corriente eléctrica
le corrió a David por todo el frente de su
cuerpo. Acercó sus labios a ella, le besó el cuello y los lóbulos de las
orejas. El aliento de Olga era como un brebaje misterioso que lo enloquecía,
su respiración se volvió entrecortada y rápida. Ella lo aprisionó con fuerza
con su cuerpo, él avanzó un muslo entre las rodillas de Olga, ella cedió y
separó sus piernas a la vez que lo miraba a los ojos. Se dieron un tierno beso
en los labios, el aroma de Olga lo incitó aún
más. Así la tuvo entre sus brazos y acarició
palmo a palmo la espalda de ella hasta que la sujetó firmemente de las caderas
y la apretó contra sí, contra su hombría que ya había
despertado. No cabían las palabras, solamente el lenguaje universal del
amor; las dulces quejas y los suspiros de los amantes flotaban en la cocina.
David
le dijo que adoraba el aroma de su pelo y de su piel, ella contestó en ruso
algo que fuera lo que fuere se escuchó tan dulce que no requería
traducción. Se encontraron desnudos en la cama. Si acaso hubiera habido dudas
sobre la hombría de David, se esfumaron y salieron volando por la
ventana. La pareja de amantes se entregó el uno al otro por completo. La
habitación estaba a media luz, apenas un rayo de sol entraba por la ventana que
daba al estacionamiento. David encendió un ventilador para refrescarse, volvió al
lecho y miró con ternura los ojos verdes de su amante mientras le daba un beso.
La hembra se le ofreció de nuevo con los muslos abiertos, suspirando de placer.
Ella
le mordía los labios y exploraba cada recinto de su boca, era
una tigresa voraz sedienta de amor. Wenerog
weriuhn, nene nuyuh...,
muchas palabras en ruso proferían aquellos labios que al oído
de David significaban “Te quiero" expresado en el lenguaje más
puro del universo.
Olga
le había abierto los secretos mas íntimos
de sí misma, era una mandrágora que dominaba a su amante como a
un endeble insecto. Lo embelesaba, lo hacía feliz y a la vez lo esclavizaba
sin remedio entre sus dos grandes hojas. Tuvieron esa
noche varios encuentros íntimos, era como si un cuarteto les tocara en
privado un tango sensual y romántico, una melodía para que sus cuerpos desnudos y
sudorosos siguieran bailando. Después del último
arpegio del tango del amor, se quedaron desmayados, sin aliento, tomados de la
mano en silencio, todos y cada uno de sus músculos en relajación absoluta.
David trajo de la cocina una cerveza, dos vasos y pizza fría
para compartir. Comieron y saciaron la sed. Olga se recostó y llamó con el índice
a David, le dio un largo y tierno beso en la oscuridad, el último.
Un instante después, se volteó sobre un
costado y se quedó dormida en los brazos de su amante.
La
tarde siguiente, después de una velada tan maravillosa, no
quería llegar a casa con las manos vacías.
Su bata azul de toalla estaba tan vieja y raída que se avergonzaba de ver a Olga
vestida en ella por las mañanas,
así que paró en la ele- gante tienda Victoria’s Secret. Buscó algo bonito y apropiado para su amada; se sonrojó cuando
lo miraban en la tienda comprando ropa interior para dama, pero la ocasión lo
ameritaba. Escogió un negligee y una bata de seda color rojo de patrones muy vistosos, algo digno de
ella. Cuando llegó a casa, Olga estaba ocupada en la computadora, lo recibió con
gusto y se puso feliz cuando David le ofreció el obsequio, algo que a ella le
pareció elegantísimo y de muy buen gusto.
(Continuará).
Giorgio Germont estudió
medicina en la UACH, ejerce su profesión en Estados Unidos. Ha publicado tres
novelas: Treinta citas con la muerte
(2005), Dos miserables entre la luz y la
oscuridad, (2011). Ambas recibieron sendos galardones como finalistas de
los concursos USA BEST BOOK AWARDS en los años 2007 y 2011 respectivamente.
Las versiones en español de la primera, titulada Mis encuentros con la muerte y la segunda con el mismo nombre se publicaron
en 2012 por Editorial Perfiles. En 2016 publicó su novela
Rayo azul.
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