El
secreto de Olga
Novela
Por
Giorgio Germont
Capítulo 25.
Austin
Los
días
que siguieron a la lección de tango fueron como un paraíso. Los enamorados se prodigaban
todo tipo de caricias en cualquier momento. Una idea se había anidado en su mente y no acertaba
a concretarse. Esa idea nebulosa era el hecho de que David pensaba que él
y Olga habían
logrado un milagro. Olga había abandonado todo en el mundo para buscar el amor de
su vida y David, de la mano de Olga, había salido de un oscuro pozo de
incertidumbres donde había
vivido en silencio por varios años.
Era
un hecho admirable, estaban los dos como Adán y Eva, refugiados en el paraíso, encerrados entre cuatro paredes
sin intención alguna de escaparse.
Una tarde, cuando él regresó del trabajo, tomó asiento en el sofá y le contó a su pareja los pormenores cotidianos de ese martes. Olga encendió la música preferida de David y descalza comenzó a bailar sobre el tapete de la sala balanceando sus caderas con un ritmo sensual. Él estaba sentado en el sofá. Ella traía el pelo suelto recién lavado. Sus pestañas tan largas escondían los ojos semicerrados, le ofreció sus labios, le lanzó un beso. Los colores se le habían subido a las mejillas.
Una tarde, cuando él regresó del trabajo, tomó asiento en el sofá y le contó a su pareja los pormenores cotidianos de ese martes. Olga encendió la música preferida de David y descalza comenzó a bailar sobre el tapete de la sala balanceando sus caderas con un ritmo sensual. Él estaba sentado en el sofá. Ella traía el pelo suelto recién lavado. Sus pestañas tan largas escondían los ojos semicerrados, le ofreció sus labios, le lanzó un beso. Los colores se le habían subido a las mejillas.
David
admiró el cuerpo tan sexy de Olga, sus curvas pronunciadas al bailar. Le pidió a
señas que se acercara al sillón donde
estaba sentado. Se acercó y
lentamente le invadió
su espacio personal. Se sentó sobre sus piernas, le acarició la barba, lo tomo del
mentón y lo besó. Atrevidamente le abrió los labios, le introdujo su lengua.
Sintió de inmediato los brazos del hombre que la sujetaban fuertemente. Ella lo
miró a los ojos, le dio un beso tierno y suave. David dio un gran suspiro y posó
sus manos sobre los muslos de Olga que eran musculosos y con una piel tan suave
como la seda. Se puso de pie y la tomó en un abrazo bajando sus manos hasta
sujetarla firmemente de los glúteos y apretarla contra su cuerpo para que sintiera
la dureza de su miembro que estaba listo para ella.
Él pulso de David se aceleró,
sentía que le latía el corazón en los oídos. Olga lo empujó del pecho y lo
tomó de la mano, pidiéndole que la siguiera a la habitación. David prendió la luz del baño y apagó la luz de la recámara, dejó el ambiente a media luz.
Olga se recostó con su cabeza en la almohada. Él
se acostó junto a ella y aspiró el aroma de su piel. Se besaron largamente
uniendo sus cuerpos poco a poco. Se desvistieron y mirándose a los ojos de una manera
voluntaria y de común
acuerdo se unieron en armonía perfecta disfrutando de un placer inmenso, como
dos ángeles caídos del cielo. Cayeron en un trance
silencioso donde el único
lenguaje eran los dulces quejidos de ella mientras él
la penetraba y la poseía
con fuerza y a la vez con gran dulzura. Le confesó sus sentimientos más profundos, le susurró al
oído que la amaba con toda el alma.
Después de la explosión del placer quedaron desfallecidos.
Olga se volteó de lado y le tomó a David sus manos para que la abrazara.
—Tengo sueño, no me dejes sola.
Ella
relajó completamente su cuerpo desnudo en los brazos de su amante, sin
preocupación alguna. David la sujetó, le temblaban sus muslos. La abrazó como
si fuera el tesoro más
valioso del mundo. Escondió su nariz entre los rubios cabellos de su amada y
olfateó en ellos la sal del aroma de mujer, un aroma exquisito, su embrujo.
Ese
miércoles después del trabajo, David salió con sus
compañeros a un bar local para hacer unos planes del vigésimo
aniversario de la directora en su posición en esa escuela. La reunión entre
pizzas y cerveza era para formar una comisión que estuviera a cargo del evento.
En eso estaba cuando recibió un mensaje de Olga.
David
se alejó del grupo y escuchó la grabación de su adorada que decía:
David, mi sakharok, ¿vamos
a Austin? ¿Podemos ir? Por favor, me invitó Raiza. Tienen una
reunión de compatriotas rusos, quieren que vaya. ¿Me llevas? ¡Por favor, mi corazón!
Bien. Te dejo en paz con tu importante reunión de negocios. Te quiero mucho,
mil besos. Aquí te
espero cuando llegues.
David
sonrió y volvió a la reunión pensando en ella. Su voz sonaba muy dulce y a la
vez muy graciosa, como si hubiera bebido.
Imposible
decirle que no a Olga. Esa noche y el día siguiente no dejó de repetir lo
del viaje a Austin. Eran solamente unas cuatro horas de distancia de Pasadena,
rumbo al Noroeste. Comenzaron a hacer planes para el viaje. Los rusos se habían citado para una cena que sería después
de la misa de las 06:00 de la tarde en San Vasily el Bendito, la iglesia
ortodoxa de Austin, centro de reunión de los expa- triados rusos.
Olga
hizo las maletas, preparó unos sándwiches y ya lo estaba esperando
sentada en la sala cuando David llegó temprano del trabajo. Se puso de pie y lo
recibió con los brazos abiertos.
—Hola sakharok ¿Cómo te fue en tu trabajo? ¿Estás cansado? Ya estoy lista, vámonos.
David
se dirigió de prisa al baño, se preparó por unos minutos y salió con una gran
sonrisa, eran las 02:00 de la tarde.
—Listo Ol’ya, ¡vamos que se va el tren!
Se
dirigió a la puerta cargando sus maletines. Pasaron los minutos y ya cruzaban
la metrópoli, tomando la ruta 290 que los llevaba a Austin.
Raiza
y Slim vivían
en un suburbio muy pacífico.
Ella trabajaba como asistente de enfermería en una clínica. Cubría muchas horas pero así era su gusto: “trabajar duro y divertirse mucho.” Era el dicho favorito de la rusa,
copiado de los americanos.
Al
llegar a la casa de Raiza, Olga bajó corriendo del auto y fue un espectáculo cuando esas dos compatriotas
se encontraron a media calle. Las dos gritaban jubilosas:
—Raiza Gavrilovna.
—¡Olga
Mikhailovna!
Se
abrazaban, se besaban en las mejillas. Se separaban un poco, Raiza decía:
—Deja mirarte, mira nada más que rusa más hermosa en que te has convertido
pareces una modelo. Te dejaste crecer el pelo, te lo pintaste de rubio; ven acá.
Y
se daban un abrazo más
y otros tres besos en las mejillas. El saludo era lo típico de los rusos que se trataban
con familiaridad, usando el nombre propio y el patronímico, el derivado del nombre del
padre. Su manera de dirigirse a personas de mucha confianza.
Slim,
el esposo de Raiza, era un hombre de raza negra, alto y delgado, tenía alrededor de cincuenta años. Había sido veterano de la Marina, caminaba
con un paso un poco rengo como si se deslizara sobre su pie derecho. Era muy
silencioso, no hablaba mucho pero era muy amigable. Solamente comentaba en frases
cortas. Sus ojos negros tenían los parpados caídos hacia los lados, la cara un
poco triste. Tenía
un mostacho de chubasco, vestía con pantalones de mezclilla y una camiseta de
color negro. Usaba zapatos de cuero con suela de hule, como lo usan los
marinos. En su cuello colgaba un collar de oro con un ancla pesada y una piedra
de color azul como un zafiro. Eran recuerdos de la Marina.
Por
otra parte, Raiza era una mujer de nariz abultada, su cara marcada de cicatrices
de varicela. Era muy hablantina, tenía una voz grave y nunca escatimaba
en compartir sus opiniones. Su voz tan profunda y resonante era el producto de
años de fumar, parecía
que hablaba dentro de una cueva.
Ella los había recibido en el portal y les pidió
que pasaran al interior. Slim tenía el televisor encendido; veía un partido de fútbol americano. Se puso de pie y le
extendió la mano a David.
—Hola, ¿te ofrezco una cerveza?
Se
la dio y se sentaron juntos en el sillón a ver el partido. Las mujeres, por
otra parte, se fueron al dormitorio. Raiza y Olga iban hablando en ruso a una
velocidad espeluznante, prendieron la computadora y discutían algo acaloradamente. Sin saberlo
David, Olga se quejaba con Raiza de que Boris no le devolvía las llamadas.
—Ten calma, Olya —dijo la otra rusa—, Boris tiene su plato lleno, está en una situación muy delicada, no
puede contestarte pero ya tiene lo que tú quieres, me lo ha dicho. Imagina,
alguien lo amenazó de muerte. ¡Ofrecen un millón por su cabeza! Por eso Boris
se vio obligado a pedir asilio político. Accedió a firmar como asesor de la CIA, pero lo tienen muy vigilado.
Mientras
tanto, los hombres seguína viendo el partido. Raiza los llamó a la cocina para
ofrecerles unos bocadillos, ensaladilla rusa: papas picadas, zanahorias y chícharos en una base de mayonesa
condimentada. Estaba sobre la mesa una botella de Pschenisnaya, el vodka
favorito de los conocedores. Había también
una caja llena de Pyrogi. Los bocadillos los había comprado de una amiga que tenía un negocio: Natasha cocina rusa a domicilio. Eran platillos típicos y pan ruso auténtico.
Devoraron
los deliciosos platillos. Las rusas no paraban de hablar en su idioma. Dieron
las 11:00 de la noche y David dijo que estaba cansado. Les insistieron que se
quedaran a dormir ahí pero
él replicó que ya había reservado en el Motel y se
despidieron dando las gracias.
Se
hospedaron cerca del distrito musical de Austin en un Motel 6. La habitación
113 daba el frente al acceso del periférico de la autopista I-35. Bajaron
su equipaje. Olga se fue a la oficina a usar la computadora del motel. David
sacó sus cápsulas
de la guantera del auto, se las tomó y se acostó a dormir. Era pasada la
medianoche. Se quedó dormido al instante.
Por
la mañana él estaba todavía cansado del día anterior. Abrió un ojo y vio que Olga salía del baño enredada en una toalla con el pelo mojado. Se volteó para el otro
lado mientras ella se vestía. Ella salió del cuarto, cerró la puerta y lo dejó solo
diciendo, “Voy
a la oficina.” Más
tarde Olga volvió y entró de prisa:
—Vamos David, ya levanta, tengo hambre.
David
recobró la conciencia por completo cuando el agua caliente le pegó en la cara.
Se duchó de prisa y la llevó a desayunar. Olga comentó que había aprendido algunas cosas que se
podían
hacer en Austin, al usar la computadora del hotel esa mañana. El cielo era de
un azul límpido.
Solamente unas cuantas nubes se asomaban al firmamento. Hicieron una visita al
Capitolio del estado de Texas. Olga quedó impresionada con el elegante edificio
histórico, las ardillas jugueteaban en el pasto de los hermosos jardines.
(Continuará).
Giorgio Germont estudió medicina en la UACH, ejerce su
profesión en Estados Unidos. Ha publicado tres novelas: Treinta citas con la muerte (2005), Dos miserables entre la luz y la oscuridad, (2011). Ambas
recibieron sendos galardones como finalistas de los concursos USA BEST BOOK
AWARDS en los años 2007 y 2011 respectivamente. Las versiones en español de
la primera, titulada Mis encuentros con
la muerte y la segunda con el mismo nombre se publicaron en 2012 por
Editorial Perfiles. En 2016 publicó su novela Rayo azul.
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