El
secreto de Olga
Novela
Por
Giorgio Germont
Capítulo 18.
Amor
correspondido, qué dulzura...
David
necesitaba un amor para ser feliz. Desde que perdió a Jayme, desde que le
ahorcaba el monstruo de la epilepsia y la soledad, David aceptó vivir sin amor.
Había
perdido la esperanza de entregarse a alguien de esa manera, estaba relegado a
la existencia estéril de un solterón deprimido. Su mente inválida lo haría incapaz de cumplir como amante,
como esposo o como padre. No era capaz de proteger a nadie, él mismo necesitaba
protección. Ese era su peor odio de sí mismo, su fracaso.
A
mediados de semana Olga le pidió a David que la llevara a la tienda. Tenía pensado montar una gran cena con
recetas de su abuela, estilo ruso de antaño.
—Ya lo verás, zakarok, te vas a chupar los dedos con la
cena de hoy.
Se
le encendieron las pupilas cuando desfilaron por la tienda Randall’s, donde había una selección inmejorable de
productos alimenticios. La cornucopia de las hortalizas estaba a la vista con
unos colores intensos y brillantes: pepinos, limones, cebollas, chayotes, apios,
aromas y colores deslumbrantes. Hicieron sus compras y al regresar a casa con
sus bolsas, subiendo la escalera, escucharon una hermosa voz que salía de la ventana. Era el sonido de
una obra operática. “Oh mio bambino caro...”
Un
tema muy famoso para soprano. David se puso un dedo en los labios y le hizo señas
a Olga para que no hiciera ruido. Le dijo al oído:
—Es mi amiga Clarissa. Es cantante, está practicando.
Se
acercaron con precaución a la puerta y escucharon deleitados la voz de aquella
sirena que les llenaba los oídos de dulzura. Luego de un minuto el sonido paró y
se abrió la puerta, una joven salía, era Clarissa. Los miró y les dio
un tímido,
“Hola”. David la llamó.
—Espera un momento Clarissa, te quiero presentar a
Olga. Olga, ella es mi amiga Clarissa, de la que te tanto te he hablado.
Olga
le dio la mano e hizo una leve reverencia, doblando una rodilla.
—Qué lindo cantas.
Las
dos se dieron la mano. Clarissa se había sonrojado al instante.
—Gracias.
Sus
lentes se le habían
caído
del puente de la nariz.
Dijo
algo así como
“Encantada
de conocerla” y
dando media vuelta, se retiró de inmediato por el pasillo gritando:
—Voy tarde al ensayo.
Clarissa
era soprano suplente del coro de la Ópera de Houston. Cada vez que
montaban una obra, siempre había suplencias de algunos los papeles, en caso que los
titulares se enfermaran o perdieran el avión, para poder continuar con la función.
Eso hacía
Clarissa y además era maestra de
primaria.
Entraron
al apartamento. Olga preparó una cena digna del Czar Aleksandr.
Sopa de papa, piroshki’s, que son empanadas de carne condimentada, envuelta en una masa de
hojaldre y doradas en el horno con un brochazo de huevo de aspecto apetitoso y
un sabor que hacía
agua la boca. Abrió una botella de vodka y le ofreció a David, quien se sirvió medio vaso. Terminó de preparar el banquete y llamó a David a sentarse
a la mesa. Estaba muy platicadora, locuaz.
—David, quiero darte un millón de gracias por todo lo
que por mí has hecho. Aquí está una
cena rusa en el mejor estilo, solamente para ti.
Sacó de nuevo la botella del
congelador que es donde los rusos guardan el vodka y le hizo un brindis más. De postre le ofreció un
combinado de natilla de leche al horno con nueces, delicioso.
—Dime qué es
lo que estamos celebrando —le preguntó David, un poco animado por el vodka.
—Hay que celebrar la amistad. Brindemos por los
verdaderos amigos, así como
tú y
mi amiga Raiza.
—Raiza, tu amiga ¿la de Austin?
—Sí, es una amiga del alma, una buena mujer. Nos comunicamos
mucho por la computadora. Me acaba de escribir anoche, quiere que la visite. Me
ha dado mucho gusto recibir noticias de ella.
Al
hacer la sobremesa, la conversación giró hacia su increíble viaje.
—No te imaginas, David, cuánto tiempo yo había anhelado hace este viaje. Son
casi cinco años desde que empecé a ahorrar mis kopeks para poder
hacer los trámites.
Ahorrando de mi pobre salario en la escuela y con la ayuda de la agencia de
Romance Ruso, me ayudaron con las fotos, la computadora, con todo.
David
le dijo que estaba feliz de haberla recibido en su casa. Le confirmó que
llegados los tres meses él la iba a acompañar a la embajada
para renovar la visa y él mismo sería de nuevo su patrocinador. Olga se
levantó de su asiento, dio vuelta a la mesa y le dio un beso en la boca. David
había
perdido la esperanza de alguna vez volver a hacer el amor, su impotencia era un
mal incurable. Pero estaba equivocado. Olga lo besó y de pronto el mundo entero
dio vueltas. Olga se sacó el
pulóver y sus pechos saltaron a la
libertad. David les dio la atención que se merecían de inmediato. Se sintió acariciado por un aroma de mujer que hacía mucho no había percibido. Estaba nervioso pero
su miembro varonil respondió de inmediato; le sudaban las manos. La piel de
Olga era tan suave como un paraíso de dulzura. Ella lo tomó de la mano y lo llevó a
la alcoba. Unos minutos después los amantes se enredaron en las sábanas entre besos y atrevidas
caricias. De pronto se escuchó el
tono del celular de Olga. “¿Qué?”
David
estaba sorprendido. ¿Quién
llamaba a Olga? Ella se levantó desnuda de entre las sábanas y corrió a la sala donde
estaba su bolso.
—Alo, aló.
Dijo
algo en ruso y continuó en una conversación con cierto interlocutor que
obviamente entendía
ese idioma. David permaneció inmóvil, su respiración un poco agitada. Pasaron los
minutos y la voz de Olga, muy excitada, no daba señas de terminar la conversación.
David se levantó, se echó encima su bata y fue a la sala a indagar la situación
tan extraña. Olga se tapaba su desnudez con un almohadón del sofá mientras escuchaba atentamente en su celular. David
la miró y le hizo una seña de interrogación levantando ambas manos con la palmas
hacia arriba mientras deletreaba con los labios: “¿Q
u é p a s a?”
Olga
le contestó sin una palabra asintiendo con la
cabeza, y haciendo una seña con la mano que David interpretó como "un
momento". Él
se sirvió un vaso de agua, fue a la habitación y se puso su ropa interior y el
pantalón. La conversación de Olga continuaba y ella misma entró a vestirse
también. Luego sacó de su bolso un papel y un lapicero y
tomó unas notas. David se quedó sin habla. Tomó asiento a solas
en la sala. Olga regresó completamente vestida y se sentó en el sofá con el semblante descompuesto.
—¿Qué pasó Olga?
—Es Raiza, mi amiga. Hay un problema.
David
escuchó la noticia: la madre de Raiza había fallecido en Moscú. Raiza le pidió dinero a Olga para
pagar el funeral. Le dio los datos para que mandara un giro.
—¿Se
murió?
Olga
explicó que había
amanecido muerta en su casa. Se había desplomado a media noche, lo más probable era que un ataque al
corazón le había
cobrado la vida en un instante. Los dos se quedaron en estado de shock,
sentados en el sillón. Pasaron cinco
minutos sin decir palabra, Olga se levantó, entró
a la habitación, saco un suéter y salió por la puerta con su
bolso.
—Regreso pronto.
Eso
dijo al cerrar la puerta.
Al
día siguiente de que murió la madre de Raiza, Olga estaba tomando una ducha
cuando David salía
al trabajo. Entreabrió la puerta del baño y escuchó que ella dijo, da
svidanya, desde la
ducha. Esa tarde David se sentó a cenar a solas, de pronto la puerta se abrió y
se escuchó la voz femenina.
—Hola cariño —Olga
lo besó tiernamente en los labios—. Salí a buscar los aperitivos para la
fiesta del Tsarevich.
Ella
se había
peinado sus rubios cabellos en una trenza francesa con una peineta al lado. Lucía esplendorosa. Vestía una blusa blanca de manga corta y
una falda plisada de cuadros que adornaba sus lindas piernas, se calzó frente a él unas zapatillas sin tacón.
David comentó que era una lástima que no pudiera acompañarla,
pues estaba preparando los exámenes trimestrales. La congregación de San Pancrasio honraba esa noche al mártir Dimitry Tsarevich, de Rusia,
que se celebra el tres de junio. Olga era la encargada de preparar la función
litúrgica y ofrecer bocadillos a la
concurrencia en el salón parroquial. David le pidió que se diera una vuelta
para verla una vez más
y Olga con mucho garbo le modeló su atuendo, luciendo sensualmente
las lindas curvas, sus encantos femeninos. Antes de cerrar la puerta le dio un
beso en los labios.
Sintió celos al dejarla ir sola, pensó que algún pretendiente la esperaba por ahí, algún fortachón pelirrojo como el Boris del portal del internet. Cuando Olga se fue, a David lo invadió una ola de calor que lo sonrojó, le cubrió su pecho y se bajó a su ombligo. El fuego se deslizó entre sus piernas y ahí se anidó quemándole el vientre. David cerró los brazos apretándose a sí mismo y empujó su pecho contra la puerta. “Olga, mi adorada... Mmhh Olga.”
Sintió celos al dejarla ir sola, pensó que algún pretendiente la esperaba por ahí, algún fortachón pelirrojo como el Boris del portal del internet. Cuando Olga se fue, a David lo invadió una ola de calor que lo sonrojó, le cubrió su pecho y se bajó a su ombligo. El fuego se deslizó entre sus piernas y ahí se anidó quemándole el vientre. David cerró los brazos apretándose a sí mismo y empujó su pecho contra la puerta. “Olga, mi adorada... Mmhh Olga.”
Era
la segunda semana de junio. David retornó tarde a casa del trabajo y encontró una
notita: “Fui
a San Pancrasio, vuelvo tarde. No me esperes. Tu cena está en el refrigerador, Olya.”
David
se calentó su comida y se dio cuenta de que el atardecer se había apresurado por un nubarrón muy
negro que cubría
el firmamento. Se puso de pie y se asomó por la ventana. Las aves volaban de
prisa en busca de refugio. Un inmenso rayó partió el cielo en mil pedazos, sus
dedos eléctricos se esparcían entre las nubes. La tierra tembló.
Gruesas gotas de agua no se hicieron esperar. Una tormenta tropical y eléctrica
se apoderó de Pasadena. De hecho estaba esparcida por todo el sureste de la
metrópoli de Houston. Era en esos momentos que David se daba cuenta que él
nunca le ponía
atención a las noticias. He ahí por lo tanto que la sorpresa lo estremeció, de
seguro que el parte metreológico había anunciado la tormenta desde
temprano. David era tan distraído, lo sabía perfectamente bien. En momentos
como este se lamentaba por sus defectos. La verdad era que él
pensaba que de cualquier forma nadie podía cambiar el clima. ¿De qué servía obsesionarse con las predicciones climatológicas?
Además
estaban erradas el cincuenta por ciento de las veces. Pero hoy hubiera sido
bueno haberle dicho a Olga que se llevara un impermeable y un paraguas. O tal
vez haberla llevado a la iglesia y haber hecho un plan para recogerla. Espasmos
violentos de lluvia con rayos se sucedieron repetidamente. En la sala del
apartamento la lluvia resonaba como una estampida de caballos galopando sobre
del techo. Llovía
tan fuerte que la lluvia llegaba en oleadas que azotaban la puerta y las ventanas
horizontalmente. El aire se colaba por abajo de la puerta del frente. Un
gigante del Olimpo estaba de pie en el barrio de Pasadena asustando a los pequeños seres humanos. Los insectos del género
homo sapiens, tan vulnerables a los caprichos de
la madre naturaleza. David estaba asustado pero a la vez había abierto las cortinas para disfrutar
los rayos y maravillarse con la manifestación de poder del fenómeno natural. Terminó de cenar y empezó a preocuparse por Olga. El olor
del ozono se infiltraba en el ambiente y refrescaba el aire. Un ventarrón entró
por la puerta que se abrió. Olga entró con un periódico mojado
cubriendo su cabeza y temblando de frío.
—Hola, sakharok, ya estoy aquí, me trajo el sacerdote. ¡Qué tormenta!
¡Dios mío!
Le
dio un beso que le mojó los bigotes y se alejó a la habitación para darse una
ducha caliente y ponerse el pijama.
—Ahora vuelvo amor.
Olga
se duchaba. La tormenta había disminuido considerablemente pero el ambiente de
fiesta ecológica persistía en la habitación. David sacó el Theremin y acompañó el momento con dulces melodías en el instrumento electrónico.
Tocar ese instrumento era más como un estado de ánimo que una cualidad musical. Había veces en que no le sacaba un solo sonido agradable y sin
embargo esa noche escogió temas
de ópera y la dulce melodía se infiltró en cada milímetro del apartamento. Se concentró en la música con los ojos cerrados y se
sumergió en el éter de los dioses. Justo en eso, Olga irrumpió en la
sala. Salió de la alcoba y le preguntó:
—¿Qué es eso que estás tocando?
David
estaba concentrado, ensimismado:
—Es... ópera.
Solo
eso acertó a responder. Olga se paró frente a él. Secaba su pelo, estaba metida en
la bata azul de toalla de David, esa reliquia que a él
le avergonzaba tanto. Se acercó más a él
y le dio un beso en los labios.
—¿Qué es lo que tocas? Por favor, por
Dios te lo pido, no lo toques más. ¿Qué es?
David notó que una gruesa lágrima rodaba por las mejillas de Olga al insistir.
David notó que una gruesa lágrima rodaba por las mejillas de Olga al insistir.
—Por favor mi amor. Es demasiado triste me vas a
matar de tristeza ¡Deja de tocar, para ya!
Olga
le tomó la mano derecha y el sonido se
murió lentamente.
—Me causa un dolor tan grande... ¿Cómo se llama esa melodía?
Olga
lloraba inconsolablemente, empezó a
sollozar. David se avergonzó. Apagó el interruptor del aparato y la tomó en sus brazos.
—¿Qué te pasa, Olya?
¿Por qué lloras?
—Te lo suplico, no me preguntes por favor. Me ha
venido a la mente un recuerdo muy triste. Mi padre tocaba esa melodía. Es famosa, ¿no es cierto?
—Es Casta Diva, la plegaria de Norma la sacerdotisa.
Es la ópera de Bellini. ¿La has escuchado Olga?
Ella
se quedó sin palabras. Lloraba a mares y escondió la cara entre sus manos.
David se sintió culpable y sumamente triste. Apagó la luz. La sentó en el sillón
y le trajo un vaso de agua de la cocina. La tomó entre sus brazos y la consoló mientras
ella lloraba. Olga le explicó que la melodía le era familiar pues su padre la
tocaba en el violín.
La escuchó muchas veces de niña, pero ahora, ya de adulta, le causaba llanto y
un dolor muy grande. David estaba consternado.
—Ya no llores, mi dulzura.
Olga
gritaba y se limpiaba las lágrimas, los ojos enrojecidos. Su respiración se
volvió rápida
y desesperada, trataba de decirle algo.
—Es algo muy triste. Ni siquiera te lo puedo contar,
me duele recordar y me duele hablar de esto.
Olga se tapó la cara con las manos.
David
la sostuvo, la abrazó, esperó a que ella se calmara. Se tardó mucho tiempo, un
largo rato. David la mantuvo abrazada sin soltarla un momento. La dejó llorar en
su pecho, le dio de tomar agua, le secó las lágrimas y la nariz con las mangas de
la bata. Olga se puso de pie y corrió al lavatorio. David la siguió y escuchaba
tras de la puerta los alaridos de dolor de una Olga totalmente desconocida,
poseída
de una tristeza inmensa que David no comprendía y nunca había presenciado. Se sentía culpable por haber causado la
tragedia con su interpretación de la triste melodía de la Sacerdotisa de Bellini. Era
en realidad un tema conmovedor. David se puso sus pijamas, se sirvió un vaso de
whisky y esperó a que Olga se calmara sin interrumpirla, le respetó en silencio
su tremendo dolor. Abrió la cama y las cortinas de la alcoba, la lluvia amainaba
y aumentaba, los rayos iluminaban la oscuridad de vez en cuando. David se
recostó y esperó a que Olga terminara de llorar y le hiciera compañía en la
habitación. Olga salió del
baño lentamente vestida con la bata,
se la quitó en el cuarto y se metió a la cama en una ligera pijama de bikini.
Se deslizó entre las sábanas
hasta encontrar su sitio. Encontró un nicho entre los brazos de David, anidó su
cara en el pecho de él. David la abrazó con ternura, le
acariciaba el pelo y le secaba las mejillas en silencio. Olga trató de
disculparse.
—Lo siento mucho, perdóname por fav...
Pero
de inmediato el llanto se apoderó de ella de nuevo y le cortó el habla. Se
precipitaron una serie de explicaciones en ruso que David no
entendió en abso- luto, le puso la mano en los labios para hacerla callar y
le dijo.
—No te preocupes amor, no me tienes que pedir
disculpas.
Olga
dijo:
—Es que hay algo que tú no sabes de mí. Es un problema muy grande que
tuve yo, un problema muy triste.
Dio
rienda suelta a su llanto de nuevo.
—Ya no hables, no me debes ninguna explicación —David la apretó fuertemente en sus
brazos—. Si
esto te hace sufrir tanto, no hablemos más de ello. Es más, yo tengo algo muy triste que
decirte también. Tengo un secreto muy grande que por cobardía no te había contado.
Olga
lo miró a los ojos con atención, se mostraba preocupada.
—Sí Olga, perdóname, no te he mentido pero no te he dicho del todo la verdad. Lo
siento mucho. Yo padezco de una enfermedad muy seria. Sufro de ataques de
epilepsia. Me dan espasmos de convulsiones y me desmayo. Es una enfermedad.
Ella
le dijo:
—Epilepsiya, sé lo
que es. Dan ataques súbitos,
se pierde el conocimiento.
David
le confirmó que ese era su gran problema
porque además
le causaba impotencia sexual. Que se sentía culpable de no habérselo
confesado desde el principio. Confesó que no le gustaba hablar de eso ni que
nadie supiera.
—El mal me causó mucho daño. No te lo puedo contar
todo. Fue muy doloroso. Era septiembre de 2004. Perdí mi trabajo, me quedé en
la calle, se destruyeron los planes de mi boda y muchas cosas más. Fue una pesadilla. Pero más que nada me arrebató la
tranquilidad, me quitó el gusto de poder dar una carcajada feliz, sin una sola
pena en el mundo. Porque ahora nunca sé cuándo me va a dar el ataque de nuevo,
me preocupa a diario y me arruina mi vida íntima.
Olga asintió con la cabeza y miró hacia abajo. Sus ojos estaban
muy abiertos, repitió entre dientes:
—2004, septiembre, cuando me pasó aquello terrible a
mí también.
Su
respiración se hizo irregular y profunda, era una serie de suspiros. Después
de unos minutos con voz quebrada le dijo a David:
—Yo digo nada, pero sufre mucho. Yo no puede hablar
de este. Pero tú debes
de saberlo. Yo pierde un hijo. Es mi secreto muy terrible. Era un angelito de
nueve años. Él
muere en un terrible incendio hace siete años. Yo piensa en mi hijo todos los días, a todas horas. Por las noches
hablo con él, le rezo mucho y me contesta. Me dice que me
quiere y que me extraña Por favor no pregunta nada más. No puedo hablar de este. ¡Es
demasiado dolor!
Olga
derramaba lágrimas
mientras David la consolaba entre sus brazos. La hizo beber un sorbito de agua
y le dijo:
—Olga, cariño, no me debes pedir disculpas y no es preciso que
hables de eso que te causa tanto dolor. Qué increíble
que los dos estábamos
sufriendo al mismo tiempo. Pero mi desgracia no es nada comparada con la tuya.
No hables ya de eso, yo te guardo tu secreto y ahora tú sabes el mío, prefiero no darte más detalles y nunca te voy a preguntar
nada de tu hijo. Te juro que me da mucha tristeza. Lo siento mucho por ustedes
dos. Dios te bendiga. Yo guardo tu secreto aquí —y se tocó el pecho.
Luego se quedó callado y la sostuvo entre
sus brazos tiernamente hasta que se quedaron dormidos juntos.
Habían sellado un pacto de silencio entre los dos. La
tormenta y los pájaros
habían
sido testigos de estos dos pequeños niños que entre lágrimas se habían confesado lo más doloroso y sensible que guardaban
en su corazón. La tormenta selló el pacto de la confesión. La lluvia azotaba
las ventanas, el cielo rugía en su terrible poder, indiferente al sufrimiento
de las creaturas de Dios; la madre naturaleza mostrando su habitual
indiferencia al sufrimiento.
(Continuará).
Giorgio Germont estudió medicina en la UACH, ejerce su
profesión en Estados Unidos. Ha publicado tres novelas: Treinta citas con la muerte (2005), Dos miserables entre la luz y la oscuridad, (2011). Ambas
recibieron sendos galardones como finalistas de los concursos USA BEST BOOK
AWARDS en los años 2007 y 2011 respectivamente. Las versiones en español de
la primera, titulada Mis encuentros con
la muerte y la segunda con el mismo nombre se publicaron en 2012 por
Editorial Perfiles. En 2016 publicó su novela Rayo azul.
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