El
secreto de Olga
Novela
Por
Giorgio Germont
Capítulo15. David y
Olga
El
sábado
dieron un paseo por los muelles de Keemah, un pueblito pesquero al sur de
Pasadena. Las aguas del golfo y los rayos del sol los colmaron de bendiciones.
Les dieron pan a las gaviotas como un par de niños de primaria. Mientras
estaban sobre el muelle, Olga tenía su mirada fija en una familia que
estaba bajo una sombrilla en la playa. La joven madre iba con una bebita de
escasos meses y un rubiecito de unos siete años. Olga los miraba fijamente, con
melancolía.
Cuando
volvieron a casa tomaban un té helado y Olga se acercó a un
estante cargado de libros en la sala. Había visto el libro de Ana Karenina, Gogol y El Idiota. La
rusa se había asombrado de ver el estante repleto exclusivamente de autores
rusos. De pronto gritó:
—¡David,
que cabeza la mía!,
se me olvidó darte tu Babushka.
Corrió
a la habitación y sacó una bolsa.
—Mira, David, aquí tienes unos recuerdos de Moscú.
Abrió una caja y se encontró una obra
artesanal que decía: “Matryoska Muñeca Rusa”.
Era un tubo pulido y barnizado de madera que se abría por la mitad, estaba hueco. La
imagen representaba una mujercita campesina vestida con falda larga muy folklórica. Su pañoleta de color azul, unos adornos dorados en el
pelo, zapatos de charol. Al abrirla se encontraban adentro otras iguales pero más pequeñas. En total eran cinco muñequitas
y dentro de la más
pequeñita estaba enredado en una cobija, un bebito. Olga explicó que esas muñecas
eran una tradición rusa muy antigua.
—Algún día voy a Moscú contigo, Olga —dijo él.
—Yo te llevaré a todas partes. ¡Cuando vayas a Mockba vas a tener tu guía privada! —respondió ella.
—Yo te llevaré a todas partes. ¡Cuando vayas a Mockba vas a tener tu guía privada! —respondió ella.
Salieron
de paseo a la biblioteca, pero estaba cerrada los domingos. David le explicó lo
sencillo que era usar las computadoras del laboratorio cibernético
de la biblioteca y pagar un dólar por hora. Olga mostraba una duda en su cara,
David sacó un dólar de su cartera y le enseñó el
billete a Olga.
—Mira, tiene el perfil de George Washington. Fue
nuestro primer presidente, era un general.
Ella lo estudió y se dio cuenta de que decía
“Confiamos en Dios”, y comentó:
—En América, ¿muy devotos a la religión también?
—Mucha gente de hoy quiere eliminar a Dios de los
billetes —le
explicó David.
Olga
no estuvo de acuerdo.
—Eso no es bueno. Nunca ignorar a Dios. Hay que darle
su lugar, tenerle respeto, ser humilde.
David
asintió con la cabeza y le preguntó:
—Y dime tú ¿Tienes un rublo? Déjame verlo.
—No existe el billete de un rublo solo —contestó—. Hay billete de cincuenta, de cien
rublos. El billete de cien rublos tiene foto de Catalina la Grande.
—Catalina, ¿una reina?
—La zarina —corrigió
Olga— fue la que unió los territorios en
una sola Rusia.
David
le mostró el camino. Eran unas cuantas
cuadras desde el boulevard Jeff Ginn hasta la calle Lafferty, donde estaba su
apartamento.
El
lunes, al salir al trabajo, David se disculpó por dejarla sola, pero ella le
aseguró que estaría
muy ocupada, limpiando, y pensaba visitar la biblioteca.
—Quiero que tengas tu día normal, David, no te preocupes
por mí.
Antes
de dejarla sola, David escribió en un papelito su nombre y su teléfono
celular, para en caso de que ella necesitara ayuda. Olga le dio un beso y le
dijo que no se preocupara. Al tomar el volante iba silbando una melodía en su trayecto al trabajo.
Pensaba comprarle un celular a Olya. Así
le había dicho ella que podía llamarla, Olya,
era un diminutivo afectuoso de
Olga. La visitante había
llegado con las bolsas vacías. Ella se prometió buscar la manera de ganar un dinero.
David tomó la vía sur sobre la autopista Spencer rumbo al trabajo.
Atravesó el barrio viejo de Pasadena, una comunidad de ancianos retirados.
Palmeras y helechos adornaban los frentes de las humildes viviendas de clase
media. Algún
viejito encorvado iba por ahí, en la banqueta, con un pastor alemán.
La
secundaria de Pasadena era una fachada de granito con tabiques color café.
El frente tenía
grandes ventanales y columnas. Los jardines estaban muy cuidados, adornados con
azaleas y laureles en flor.
Ese
lunes, el señor Davidoff dictó su cátedra con más de entusiasmo que de costumbre.
Había
un elemento nuevo en su estado de ánimo. ¡Se
sentía
feliz! Qué cosa más extraña. Hacía mucho que no sabía de esa sensación. El placer de
hablar de temas que le apasionaban se acentuó por el hecho de que su vida había recibido una inyección de
dulzura. Olores dulces, sabores dulces, dulces miradas, caricias... Tal vez no
lo entendió de inmediato pero su subconsciente había notado la diferencia. En secreto
ya estaba deseando que se terminara el día para regresar a casa. Su mente
estaba llena de presentimientos, de planes que pensaba llevar a cabo con esa
nueva compañera. La “rusita” que había hecho su entrada al escenario de
su vida.
Con
una sonrisa, Davidoff se dirigió a la clase.
—Damas y caballeros —dijo—, la música es el arte de filosofar a
partir del sonido, toda clase de sonidos. Veamos por ejemplo, el Theremin, un
instrumento fascinante.
Así le explicó a los alumnos de noveno grado:
—El Theremin es un invento ruso, un convertor electro
magnético que produce sonidos de carácter musical. De hecho, el músico ni siquiera hace contacto con
el instrumento, simplemente lo manipula desde el exterior. ¿No les parece
fascinante?
Cada
vez que el profesor se daba vuelta para escribir algo en el pizarrón, se
escuchaban risas y cuchicheos. Teddy Mulronney, el pecoso pelirrojo
incontrolable, desde su puesto en la última fila imitaba al maestro con
su manera muy fina de hablar y comportarse. Ricky, por su parte, hacía unos visajes que tenían a los compañeros al borde de un
ataque de risa.
Con
la tiza en la mano, el señor Davidoff hizo un dibujo esquemático del circuito del Theremin,
mientras describía:
—El músico está de pie, enfrente de un electrodo
que está cargado
de energía
electromagnética. Su cuerpo funciona como un espejo de la energía y cambia a medida que sube o baja
la mano y se acerca o se aleja del electrodo. El instrumento produce un sonido
que se asemeja a una combinación de un oboe y un violín. Utiliza para esto un micrófono y
un pequeño amplificador.
Volteó su cara a la clase y tomó por
sorpresa a Mulronney, quien de pie, con cara de angelito y los ojos casi
cerrados, pretendía
que estaba dando la clase él, exagerando con movimientos amanerados
los del maestro. Davidoff se encendió de inmediato. El salón se quedó en un
silencio absoluto. El malcriado actorcillo estaba mirando hacia el cielo, con
una mano abajo de su mentón, como un filósofo griego.
El
maestro se dirigió al a puerta y le gritó de inmediato:
—Seños Mulronney, ¡fuera! Ya estoy harto de sus
bromitas. Esta vez me ha colmado la paciencia —abrió la puerta y le gritó de nuevo— ¡Fuera!
Váyase
de inmediato y llévese su acto de circo a otra parte.
El
pelirrojo se encaminó a la puerta. Se escurrió rápidamente por el dintel y luego
salió corriendo como alma que lleva el diablo por el pasillo. Davidoff requirió
de unos minutos para recobrar su tranquilidad. Tomó un trago de su botella de té y
en silencio se dirigió a la esquina del salón donde había un pequeño estuche negro. Lo abrió lentamente y puso el instrumento sobre el
escritorio. El aparato tenía una antena de alambre muy grueso y un electrodo
vertical, lo encendió y de inmediato se escucharon en el salón sonidos que
parecían
venir del espacio.
—Damas y caballeros, aquí lo tienen: el Theremin; un instrumento
electrónico.
Demostró el efecto de los sonidos y pulsó con su mano el aparato, produciendo dulces melodías. La clase estaba boquiabierta. La demostración los había dejado impresionados.
Demostró el efecto de los sonidos y pulsó con su mano el aparato, produciendo dulces melodías. La clase estaba boquiabierta. La demostración los había dejado impresionados.
—Escúchenlo bien, suena como un violín; algunos dicen que es un sonido
extraterrestre. Yo opino que es un sonido hermoso y dulce. Es música intangible, música virtual.
Los
alumnos irrumpieron en un nutrido aplauso al final de la clase.David
salió de prisa al estacionamiento a las
05:00 de la tarde. Se dirigió de inmediato a la tienda de delicatessen para comprar algo especial para su visitante rusa. Escogió
una botella de vino rojo, Pinot Noir, un frasquito de higos en dulce y otro de
queso roquefort. En la sección de panadería encontró
una hogaza de pan negro, horneada ese día, sazonada con granos de ajonjolí y de sal. Se dirigió a casa, cuando
entró al apartamento salía de la cocina un aroma delicioso.
Olga
se acercó y le puso los brazos alrededor del cuello y le dio los tres besos de
bienvenida. Estaba en la cocina. David se sintió reconfortado con el
recibimiento. Llevaba un vestido ligero de lino que le quedaba ajustado en la
cintura, el pelo estaba recogido con un moño de color rojo. Con una sonrisa muy
grande, le dijo:
—Lávate las manos. La cena estará servida en unos minutos.
Él se
peinó esmeradamente y se lavó las manos
antes de sentarse a la mesa.
Olga
colocó sobre una base de madera una olla
hirviente de sopa de repollo. El horno estaba prendido. La cocinera se agachó y
abrió la portezuela, sacó un contenedor de cristal y sirvió
en la mesa un platillo de cerdo empanizado al horno con vegetales. A David se
le hacía
agua la boca. Era una cena digna de un rey. Cenaron a placer y conversaron. Al
terminar, Olga le preguntó:
—David, dime una cosa. ¿Qué es
esto?
Le
tomó la mano y lo llevó al dormitorio. Allí le indicó de lo que estaba hablando. Era un papel colgado en la pared, dentro
de un sencillo marco de madera. Era en papel de renglones, manuscrito. David se
sonrió tímidamente.
—Es un poema.
—Ya lo sé, pero ¿lo escribiste tú?
David
se acercó al poema. Hacía tiempo que no le ponía atención. Lo leyó en voz alta:
El
amor
Cuando
el amor te llame, síguelo;
aún cuando su camino sea duro y escarpado;
y cuando sus alas te envuelvan, entrégate,
aunque
la daga escondida entre ellas
te
cause una herida.
Y
cuando el amor te hable, cree en él,
aunque
su voz destroce tus sueños;
tal como el viento del norte destroza los jardines.
Porque
así como
el amor te corona, así te crucifica.
Así como te hace crecer, así te
poda.
Así como asciende a lo alto y acaricia tus más tiernas ramas,
así
descenderá hasta tus raíces y las sacudirá.
para arrancarlas de la tierra.
Guardó silencio.
—¿Lo
escribiste tú?
—No, es de Khalil Gibran.
—¿Y
por qué lo enmarcaste?
—Es un escrito muy profundo. Siento que me habla a mí, que me dice algo muy personal.
—Lo mismo sentí yo al leerlo —dijo ella—.
Es hermoso.
Olga
se acercó a David y lo enredó en sus brazos con ternura. Por un momento suspiraron
los dos en silencio.
(Continuará).
Giorgio Germont estudió medicina en la UACH, ejerce su
profesión en Estados Unidos. Ha publicado tres novelas: Treinta citas con la muerte (2005), Dos miserables entre la luz y la oscuridad, (2011). Ambas
recibieron sendos galardones como finalistas de los concursos USA BEST BOOK
AWARDS en los años 2007 y 2011 respectivamente. Las versiones en español de
la primera, titulada Mis encuentros con
la muerte y la segunda con el mismo nombre se publicaron en 2012 por
Editorial Perfiles. En 2016 publicó su novela Rayo azul.
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