martes, 11 de diciembre de 2018

Giorgio Germont. David y Olga

El secreto de Olga
Novela

Por Giorgio Germont

Capítulo15. David y Olga

El sábado dieron un paseo por los muelles de Keemah, un pueblito pesquero al sur de Pasadena. Las aguas del golfo y los rayos del sol los colmaron de bendiciones. Les dieron pan a las gaviotas como un par de niños de primaria. Mientras estaban sobre el muelle, Olga tenía su mirada fija en una familia que estaba bajo una sombrilla en la playa. La joven madre iba con una bebita de escasos meses y un rubiecito de unos siete años. Olga los miraba fijamente, con melancolía.
Cuando volvieron a casa tomaban un té helado y Olga se acercó a un estante cargado de libros en la sala. Había visto el libro de Ana Karenina, Gogol y El Idiota. La rusa se había asombrado de ver el estante repleto exclusivamente de autores rusos. De pronto gritó:
—¡David, que cabeza la mía!, se me olvidó darte tu Babushka.
Corrió a la habitación y sacó una bolsa.
Mira, David, aquí tienes unos recuerdos de Moscú.
Abrió una caja y se encontró una obra artesanal que decía: “Matryoska Muñeca Rusa”. Era un tubo pulido y barnizado de madera que se abría por la mitad, estaba hueco. La imagen representaba una mujercita campesina vestida con falda larga muy folklórica. Su pañoleta de color azul, unos adornos dorados en el pelo, zapatos de charol. Al abrirla se encontraban adentro otras iguales pero más pequeñas. En total eran cinco muñequitas y dentro de la más pequeñita estaba enredado en una cobija, un bebito. Olga explicó que esas muñecas eran una tradición rusa muy antigua.
Algún día voy a Moscú contigo, Olga —dijo él.
Yo te llevaré a todas partes. ¡Cuando vayas a Mockba vas a tener tu guía privada! —respondió ella.
Salieron de paseo a la biblioteca, pero estaba cerrada los domingos. David le explicó lo sencillo que era usar las computadoras del laboratorio cibernético de la biblioteca y pagar un dólar por hora. Olga mostraba una duda en su cara, David sacó un dólar de su cartera y le enseñó el billete a Olga.
Mira, tiene el perfil de George Washington. Fue nuestro primer presidente, era un general.
Ella lo estudió y se dio cuenta de que decía “Confiamos en Dios, y comentó:
En América, ¿muy devotos a la religión también?
Mucha gente de hoy quiere eliminar a Dios de los billetes le explicó David.
Olga no estuvo de acuerdo.
Eso no es bueno. Nunca ignorar a Dios. Hay que darle su lugar, tenerle respeto, ser humilde.
David asintió con la cabeza y le preguntó:
Y dime tú ¿Tienes un rublo? Déjame verlo.
No existe el billete de un rublo solo contestó—. Hay billete de cincuenta, de cien rublos. El billete de cien rublos tiene foto de Catalina la Grande.
Catalina, ¿una reina?
—La zarina —corrigió Olgafue la que unió los territorios en una sola Rusia.
David le mostró el camino. Eran unas cuantas cuadras desde el boulevard Jeff Ginn hasta la calle Lafferty, donde estaba su apartamento.
El lunes, al salir al trabajo, David se disculpó por dejarla sola, pero ella le aseguró que estaría muy ocupada, limpiando, y pensaba visitar la biblioteca.
Quiero que tengas tu día normal, David, no te preocupes por mí.
Antes de dejarla sola, David escribió en un papelito su nombre y su teléfono celular, para en caso de que ella necesitara ayuda. Olga le dio un beso y le dijo que no se preocupara. Al tomar el volante iba silbando una melodía en su trayecto al trabajo. Pensaba comprarle un celular a Olya. Así le había dicho ella que podía llamarla, Olya, era un diminutivo afectuoso de Olga. La visitante había llegado con las bolsas vacías. Ella se prometió buscar la manera de ganar un dinero.
David tomó la vía sur sobre la autopista Spencer rumbo al trabajo. Atravesó el barrio viejo de Pasadena, una comunidad de ancianos retirados. Palmeras y helechos adornaban los frentes de las humildes viviendas de clase media. Algún viejito encorvado iba por ahí, en la banqueta, con un pastor alemán.
La secundaria de Pasadena era una fachada de granito con tabiques color café. El frente tenía grandes ventanales y columnas. Los jardines estaban muy cuidados, adornados con azaleas y laureles en flor.
Ese lunes, el señor Davidoff dictó su cátedra con más de entusiasmo que de costumbre. Había un elemento nuevo en su estado de ánimo. ¡Se sentía feliz! Qué cosa más extraña. Hacía mucho que no sabía de esa sensación. El placer de hablar de temas que le apasionaban se acentuó por el hecho de que su vida había recibido una inyección de dulzura. Olores dulces, sabores dulces, dulces miradas, caricias... Tal vez no lo entendió de inmediato pero su subconsciente había notado la diferencia. En secreto ya estaba deseando que se terminara el día para regresar a casa. Su mente estaba llena de presentimientos, de planes que pensaba llevar a cabo con esa nueva compañera. La “rusita” que había hecho su entrada al escenario de su vida.
Con una sonrisa, Davidoff se dirigió a la clase.
Damas y caballeros dijo—, la música es el arte de filosofar a partir del sonido, toda clase de sonidos. Veamos por ejemplo, el Theremin, un instrumento fascinante.
Así le explicó a los alumnos de noveno grado:
El Theremin es un invento ruso, un convertor electro magnético que produce sonidos de carácter musical. De hecho, el músico ni siquiera hace contacto con el instrumento, simplemente lo manipula desde el exterior. ¿No les parece fascinante?
Cada vez que el profesor se daba vuelta para escribir algo en el pizarrón, se escuchaban risas y cuchicheos. Teddy Mulronney, el pecoso pelirrojo incontrolable, desde su puesto en la última fila imitaba al maestro con su manera muy fina de hablar y comportarse. Ricky, por su parte, hacía unos visajes que tenían a los compañeros al borde de un ataque de risa.
Con la tiza en la mano, el señor Davidoff hizo un dibujo esquemático del circuito del Theremin, mientras describía:
El músico está de pie, enfrente de un electrodo que está cargado de energía electromagnética. Su cuerpo funciona como un espejo de la energía y cambia a medida que sube o baja la mano y se acerca o se aleja del electrodo. El instrumento produce un sonido que se asemeja a una combinación de un oboe y un violín. Utiliza para esto un micrófono y un pequeño amplificador.
Volteó su cara a la clase y tomó por sorpresa a Mulronney, quien de pie, con cara de angelito y los ojos casi cerrados, pretendía que estaba dando la clase él, exagerando con movimientos amanerados los del maestro. Davidoff se encendió de inmediato. El salón se quedó en un silencio absoluto. El malcriado actorcillo estaba mirando hacia el cielo, con una mano abajo de su mentón, como un filósofo griego.
El maestro se dirigió al a puerta y le gritó de inmediato:
—Seños Mulronney, ¡fuera! Ya estoy harto de sus bromitas. Esta vez me ha colmado la paciencia —abrió la puerta y le gritó de nuevo— ¡Fuera! Váyase de inmediato y llévese su acto de circo a otra parte.
El pelirrojo se encaminó a la puerta. Se escurrió pidamente por el dintel y luego salió corriendo como alma que lleva el diablo por el pasillo. Davidoff requirió de unos minutos para recobrar su tranquilidad. Tomó un trago de su botella de té y en silencio se dirigió a la esquina del salón donde había un pequeño estuche negro. Lo abrió lentamente y puso el instrumento sobre el escritorio. El aparato tenía una antena de alambre muy grueso y un electrodo vertical, lo encendió y de inmediato se escucharon en el salón sonidos que parecían venir del espacio.
Damas y caballeros, aquí lo tienen: el Theremin; un instrumento electrónico.
Demostró el efecto de los sonidos y pulsó con su mano el aparato, produciendo dulces melodías. La clase estaba boquiabierta. La demostración los había dejado impresionados.
—Escúchenlo bien, suena como un violín; algunos dicen que es un sonido extraterrestre. Yo opino que es un sonido hermoso y dulce. Es música intangible, música virtual.
Los alumnos irrumpieron en un nutrido aplauso al final de la clase.David salió de prisa al estacionamiento a las 05:00 de la tarde. Se dirigió de inmediato a la tienda de delicatessen para comprar algo especial para su visitante rusa. Escogió una botella de vino rojo, Pinot Noir, un frasquito de higos en dulce y otro de queso roquefort. En la sección de panadería encontró una hogaza de pan negro, horneada ese día, sazonada con granos de ajonjolí y de sal. Se dirigió a casa, cuando entró al apartamento salía de la cocina un aroma delicioso.
Olga se acercó y le puso los brazos alrededor del cuello y le dio los tres besos de bienvenida. Estaba en la cocina. David se sintió reconfortado con el recibimiento. Llevaba un vestido ligero de lino que le quedaba ajustado en la cintura, el pelo estaba recogido con un moño de color rojo. Con una sonrisa muy grande, le dijo:
—Lávate las manos. La cena estará servida en unos minutos.
Él se peinó esmeradamente y se lavó las manos antes de sentarse a la mesa.
Olga colocó sobre una base de madera una olla hirviente de sopa de repollo. El horno estaba prendido. La cocinera se agachó y abrió la portezuela, sacó un contenedor de cristal y sirvió en la mesa un platillo de cerdo empanizado al horno con vegetales. A David se le hacía agua la boca. Era una cena digna de un rey. Cenaron a placer y conversaron. Al terminar, Olga le preguntó:
David, dime una cosa. ¿Qué es esto?
Le tomó la mano y lo llevó al dormitorio. Allí le indicó de lo que estaba hablando. Era un papel colgado en la pared, dentro de un sencillo marco de madera. Era en papel de renglones, manuscrito. David se sonrió midamente.
Es un poema.
Ya lo sé, pero ¿lo escribiste tú?
David se acercó al poema. Hacía tiempo que no le ponía atención. Lo leyó en voz alta:

El amor
Cuando el amor te llame, síguelo;
n cuando su camino sea duro y escarpado;
y cuando sus alas te envuelvan, entrégate,
aunque la daga escondida entre ellas
te cause una herida.
Y cuando el amor te hable, cree en él,
aunque su voz destroce tus sueños;
tal como el viento del norte destroza los jardines.
Porque así como el amor te corona, así te crucifica.
Así como te hace crecer, así te poda.
Así como asciende a lo alto y acaricia tus más tiernas ramas,
adescenderá hasta tus raíces y las sacudirá.
para arrancarlas de la tierra.

Guardó silencio.
—¿Lo escribiste tú?
No, es de Khalil Gibran.
—¿Y por qué lo enmarcaste?
Es un escrito muy profundo. Siento que me habla a mí, que me dice algo muy personal.
Lo mismo sentí yo al leerlo dijo ella—. Es hermoso.
Olga se acercó a David y lo enredó en sus brazos con ternura. Por un momento suspiraron los dos en silencio.
(Continuará).

 
Giorgio Germont estudió medicina en la UACH, ejerce su profesión en Estados Unidos. Ha publicado tres novelas: Treinta citas con la muerte (2005), Dos miserables entre la luz y la oscuridad, (2011). Ambas recibieron sendos galardones como finalistas de los concursos USA BEST BOOK AWARDS en los años 2007 y 2011 respectivamente. Las versiones en español de la primera, titulada Mis encuentros con la muerte y la segunda con el mismo nombre se publicaron en 2012 por Editorial Perfiles. En 2016 publicó su novela Rayo azul.

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