El
secreto de Olga
Novela
Por
Giorgio Germont
Capítulo 11. Vuelo de KLM, Moscú-Ámsterdam-Houston
Amanecía el viernes 8 de mayo de 2009, las
nubes se pintaban en capas de oro y naranja. David recibió con emoción la
alborada. No pudo dormir en toda la noche. Estuvo dormitando en breves
episodios, miraba fijamente las bellas facciones de Olga en el retrato que tenía sobre la mesita lateral. Hoy por
fin se habrían
de conocer, el vuelo de Moscú estaba programado a llegar al Aeropuerto Internacional
de Houston.
El
refrigerador estaba abastecido. David se había preparado para el arribo de su huésped
internacional con esmero, el piso de la sala y las habitaciones lucía
reluciente; no se veía un solo plato sucio en el fregador; había lavado y planchado toda su ropa;
el viejo Toyota recibió más
atenciones que nunca; puso en una bolsa sus tenis y ropas del gimnasio y las
colocó en el maletero; lavó el auto por dentro y por fuera y compró un
desodorante olor a pino para refrescar la cabina.
La noche del
jueves, tan larga, lo hizo recordar una canción que cantaba el abuelo de un
amigo suyo hacía
muchos años: “...te juro que dormir casi no
puedo... me despierta la luz de la mañana, en mi loco desvelo por tu amor...” No se acordaba con certeza de la
letra, solamente de uno o dos versos, pero la melodía la tenía en la mente de cuando era muy
joven.
Se dio una
larga ducha perfumada; se cortó las uñas; se arregló la barba y
el bigote. Escogió el atuendo del día: pantalón de kaki, camisa negra a
cuadros, mocasines negros. A las 06:30 de la mañana estaba sentado tomando café y
viendo las noticias. Lo mismo de siempre: “Los Jaguares ganaron el partido de
anoche en tiempo extra”,
informaba el anunciador deportivo... “Más le vale que se prepare hoy para
una verdadera caldera, el mercurio va a subir hasta casi treinta y cuatro
grados y la humedad llegará al noventa por ciento; primero métase
usted al refrigerador antes de salir de casa...”. Los presentadores de la tele
repetían
su sermón diario. Le bajó el volumen hasta cero para no permitir que nada
inquietara su espíritu. No quería escuchar las vociferaciones de
cafeína
destilada de los locutores; tenía cosas más importantes en que pensar. Había pedido el día libre, un maestro sustituto
tomaba ya su lugar. Qué milagro encantador son las
ocasiones de gran expectativa, antes de que se den los hechos que esperamos con
ansia, los detalles se van desenrollando muy lentamente al principio, y como más tarde, cuando se llega la hora,
la cámara
de nuestra mente observa las escenas a una velocidad asombrosa. Y nos es
imposible hacer que la imagen se detenga. Davidoff estacionó su auto en la
terminal Mickey Leland y sacó de la guantera sus cápsulas diarias, su Lamictal y su Depakot.
Con un trago de agua las tragó. Por espacio de sesenta minutos aguardó en la
sala la llegada del vuelo de KLM 600 procedente de Ámsterdam programado para tocar la
pista a las 10:35 de la mañana, hora estándar del centro. Estaba al tanto de
que los trámites
del arribo son más
demorados en vuelos internacionales debido a las exhaustivas medidas de
seguridad de Aduana e Inmigración. Leyó lentamente al menos la primera página y la sección de Artes del New
York Times. Le vino a la mente cuán difícil había sido conseguir un sustituto, fue
necesario que le pidiera ayuda a su viejo amigo Memo Guerrero, ya que su jefa
la señora Moseley, como de costumbre, no tenía intenciones de ayudarlo. Estas
minucias poblaban su cabeza cuando se escuchó el anuncio por el altavoz:
Atención pasajeros que arriban en
el vuelo de KLM procedente de Ámsterdam,
sus equipajes se pueden encon- trar en el carrusel número cuatro. KLM 600 carrusel cuatro.
Se le congeló la sangre. Dobló el diario y se puso de pie, dirigió
la mirada al segundo piso donde una muchedumbre de pasajeros se alineaba y se
aproximaban a descender por las escaleras eléctricas.
Le dio la espalda a la escena y sacó de la bolsa la foto de Olga, la examinó por
última
vez antes de tratar de reconocerla entre los viajeros. Ahí estaba la sonrisa tímida, los ojos claros, el pelo
rubio. Se armó de valor y dirigió la mirada de nuevo a la planta alta. Vio a
dos señoras de edad avanzada con sendos bastones que caminaban despacio juntas.
La mayoría
de los pasajeros tenían
facciones de turistas norteamericanos. Había un par de familias con niños pequeños y varios caballeros altos vestidos con ropa de hombres de
negocios. Individuos de edad madura vestidos en pantalón de mezclilla, camisa
azul y mocasines negros. Tenía los ojos muy abiertos en busca de la dama que
aparecía
en su foto del bolsillo. De pronto observó un anuncio de cartulina que decía en letras color rojo D A V I D O
F F, su propio nombre. Fijó la vista en la mujer que sostenía aquella pancarta y se dirigió a
ella tímidamente.
Sus ojos se cruzaron. Era una hermosa joven con una gran sonrisa, quien le dijo
gritando.
—David, ¿eres
tú David?
Él sonrió y ella se dirigió corriendo hacia él
diciendo:
—Sí, sí. Slava Bogu.
Llegó hasta él
y le abrió los brazos.
—Boshe Moy. Ven acá, deja que te de un abrazo.
Lo
tomó en sus brazos y lo apretó muy emocionada. Su cara resplandeciente, las
mejillas arreboladas, vistos de cerca sus grandes ojos eran de un color verde
cristalino. La joven le dio tres besos al hilo en las mejillas, uno de esos
saludos efusivos que se dan en Rusia. David sintió las curvas de su cuerpo, se
sonrojó. Ella dio dos pasos atrás y lo miró de arriba a abajo:
—Veamos
ahora, permite que te observe bien, me da tanto gusto conocerte. Dios mío, eres un hombre muy apuesto.
Dime, ¿has esperado largo rato? Lo siento mucho, ya sabes cómo son los trámites, fue un viaje tan largo, pero
gracias a Dios aquí estoy
yo y tú estás aquí esperando por mí. Gracias. Dame otro abrazo.
Se fundieron
una vez más
y luego ella lo invitó a seguir la línea hacia las bandas de los
equipajes.
—Ven
David. Vamos a buscar mi equipaje.
Olga portaba
bajo el brazo un portafolios de piel. Muy
emocionada, seguía
diciendo:
—Boshe moy, tenía tanto miedo que no estuvieras. Es
un gran placer conocerte. Gracias, Spasyba David. Muchas gracias.
Caminaban de
prisa por el pasillo y se toparon con una estatua de bronce. Olga la vio y
preguntó.
— ¿Quién es este hombre? ¿Esta estatua?
—Es
George H. Bush, fue nuestro presidente. El aeropuerto lleva su nombre.
Dime Olga... —comenzó a preguntar David— ¿hay estatua de Putin en el aeropuerto de Moscú?
Dime Olga... —comenzó a preguntar David— ¿hay estatua de Putin en el aeropuerto de Moscú?
—Sheremetyevo —contestó ella—. No, no hay estatua de Putin ahí. Es un edificio ordinario.
Solamente un gran cubo lleno de salas y pasillos. No es feo, pero está siempre muy frío. Yo solamente he estado allí dos veces, ¿sabes?
Abordaron el
auto. Olga cayó en un trance de silencio y meditación. Su mirada se desplazaba
de un lado a otro, mirando con atención las estructuras que rodeaban el aeropuerto.
—Houston
es muy diferente a Rusia —dijo
ella.
En eso
pasaron en frente de las lanzas de los países, unos cubos gigantes de plástico enterrados en un parque al
margen de la carretera, recuerdo de la reunión mundial de 1990. A Olga le
gustaron mucho esas banderas tridimensionales.
—Es muy bonito —dijo ella—.
¿Pero no hay bandera Rusa?
David
iba silencioso, con la mirada en la autopista, el tráfico era intenso. Olga no podía salir de su asombro al contemplar
por vez primera el mundo occidental.
—Te pido disculpas, David, hablo mucho, perdón.
—No te preocupes, Olga, es lógico, es una gran
sorpresa.
Una
vez que abordaron la autopista de paga, el tráfico aminoró y pudieron conversar.
—Supongo que tienes mucha hambre.
Ella
asintió con la cabeza.
—¿Qué te gustaría comer? —le preguntó.
—Solamente una comida muy sencilla para mí, por favor, lo que tú quieras. Prefiero que sea una
sorpresa, tú escoges.
David
lo meditó por un momento. Un instinto le dijo que era preferible llevarla
directamente a casa, darle oportunidad de refrescarse, dormir. Llegar a un
restaurant sería
fastidioso para ella, demasiado impersonal. Pisó el acelerador y se dirigió sin
interrupciones a su hogar. Vivía en los apartamentos Gardenview en la calle
Lafferty de Pasadena.
El
trayecto se transformó en una travesía en silencio. David atento al tráfico y Olga con sus ojos muy
abiertos, maravillada de estar viendo por vez primera el paisaje urbano de
Houston, los Estados Unidos de Norteamérica. Por una parte fijaba la vista
en los espacios verdes, jardines ornamentales en las avenidas o la entrada de
algún
edificio, mirtos en flor y setos bien podados; por otra parte los brillantes
rascacielos, cada uno con su diseño único, los diversos colores marrón
oscuro o color de plata, etcétera. Pasaron por innumerables
sitios de construcción en donde las grúas estacionarias, como grandes
agujas que se proyectaban al cielo, decantaban tabiques de acero, en constante
ir y venir. Era el pequeño gigante del sur de Texas: Houston, también
conocida como la ciudad de la explosión urbana. Un dinamo incansable en su
crecimiento y transformación.
Tomaron
el anillo periférico de Oriente, y exactamente a las 13:45 David se estacionó
en su sitio designado en casa y apagó el motor del auto.
—Aquí estamos Olga, hemos llegado.
Ella
lo miró y le tomó el brazo antes de abrir la puerta. Le fijo la mirada en los
ojos, se inclinó hacia él y anidó su cabeza en su pecho por
un momento a la vez que le decía:
—Ya blagodarna... Estoy muy agradecida, tú hombre muy bueno, abrir tu casa
para mí. Tenía una
lágrima
en los ojos y los colores se le subieron a la cara, se quedó muda.
Él le devolvió el abrazo tiernamente
y a su vez le dijo:
—Eres bienvenida, Olga. No tienes nada que
agradecerme, para mí es
un honor que hayas aceptado venir a mi hogar. Esto será también
como un hogar para ti. Eres bienvenida a mi humilde casa.
Vaciaron
el maletero del auto y se dirigieron al departamento 2-C, el segundo piso de la
estructura de tabique y madera que albergaba aproximadamente 200 huéspedes.
Entraron, David tomó las maletas y las puso en el dormitorio. Al en- trar a la
sala, Olga cambió de pronto de
estado de ánimo.
Se quedó callada y bajó la cabeza. Se sentía fuera de lugar, totalmente
desorientada, sin saber qué hacer. Muy conmovida por la acogida
tan cálida
de su anfitrión. David la tomó de la mano y le mostró el lavabo, el estudio, le dio un paseo por el
apartamento para que se orientara. La invitó a refrescarse y sentirse en casa
mientras él...
—Voy a preparar la comida. Estaré en
la cocina por si algo se te ofrece.
No
podemos decir que David era un gran cocinero, sin embargo en esta ocasión se
esforzó. En su mente la primera vez que compartiera sus alimentos sería un momento íntimo y conmovedor en esta
aventura. La riesgosa aventura que era el haber aceptado de pronto tener una
pareja, una dama en su casa, con todos los detalles de que esa bella mujer venía del otro lado del mundo, con otro
idioma, una cultura distinta. Era un abismo de historia lo que separaba a los
dos y sin embargo ahí estaban
en paz, dispuestos a partir el pan y comenzar una nueva vida.
Era
para él un misterio incomprensible cómo ella había roto con todo en su vida para
entregarse en sus brazos. Él no había cambiado casi nada, sin embargo,
a la vez, había
dado un paso valiente al abrir su corazón a una persona totalmente extraña.
Le
sirvió una taza de chai, el té ruso
que a él le gustaba mucho. Había pensado que de esta manera le
ofrecía
de tomar algo conocido. Era una mezcla de diversas hierbas aromáticas y raíces, un té que encontró en una delicatessen especializada en bebidas orientales.
Olga
miraba con insistencia a los libreros en la sala, observando con cuidado los
libros y sus títulos.
También posaba la mirada en el ventanal muy grande que
daba al patio donde se veían
las copas de los álamos
del jardín.
—Ahh —dijo Olga de pronto— ¡Aquí esta
Ana!
David
interrumpió su labor. Cortaba la lechuga y la miró con curiosidad.
—¿Ana?
—Sí —le dijo ella poniéndose
de pie con la taza de té en la mano.
Ana
Karenina, la de Tolstoi, al acercarse a los libros, se percató de otras obras
que le daban compañía a la mítica rusa.
—Tienes muchos libros rusos. Mira, Pasternak, aquí esta también
Turgenev, Gogol, Chekhov. Nunca lo hubiera pensado. Y cuánta música.
Olga se refería a las partituras que estaban en
otro pequeño armario. David era maestro de Música
e Historia... Tocaba el piano y el Theremin.
—Mi padre era músico, en Tbilisi..., violinista —contó ella —. Tocaba en la sinfónica, pero murió
hace muchos años.
Se le
cortó la voz y bajó la cabeza. Los ojos
se le humedecieron. David cayó en cuenta de su tristeza, se enjuagó las manos y
se acercó a ella. Olga trató sin éxito
de forzar una sonrisa entre las lágrimas. No pudo, se quedó muy
callada. Una lágrima
le había
llegado hasta el vértice de la nariz. David tomó un
kleenex, se lo puso en la palma de la mano y la tomó en sus
brazos en un gesto fraternal, la sostuvo por largo rato entre sus brazos,
mientras ella secaba sus lágrimas y recobraba su compostura. Juntos, de pie, la
cabeza de ella le quedaba exactamente en el pecho a David, quien era más alto y espigado. Ella encontró un
nicho muy cálido
donde recargar su frente. David suspiró por el momento tan emotivo y la trajo
de nuevo a la mesa diciendo:
—Vamos, que se quema la comida. Más tarde te muestro mis libros. Ven,
toma asiento.
Había preparado una comida típicamente americana. Hamburguesas,
ensalada de papa y hot dogs a
la parrilla. Tomaron asiento y probaron las viandas. Ella dijo que estaba delicioso.
Al compartir los alimentos el momento se tornó más liviano. Sonrieron mientras
probaban los sabores de la mostaza y los pepinos encurtidos.
Comieron
en silencio. Ella devoraba lo que había en su plato. En verdad parecía tener mucha hambre.
—Gracias David, gracias David —contestaba Olga cada vez que él
le ofrecía
algo. Al fin llegó lo mejor.
—Bueno, ahora la sorpresa más dulce —dijo él— tarta de manzana
con helado.
Así lo anunció
y le sirvió una rebanada de pie con una bola de helado de vainilla encima.
—Espero que te guste. Este es mi postre preferido
desde que era niño.
Olga tenía cara de sorpresa al ver la tarta caliente con el helado frío encima, sin embargo los sabores la convencieron. Sonrió y dijo:
Olga tenía cara de sorpresa al ver la tarta caliente con el helado frío encima, sin embargo los sabores la convencieron. Sonrió y dijo:
—Delicioso, qué rica comida.
Se
relamía
los labios. El postre fue devorado en pocos minutos. Fue en ese momento que
David hizo una gran exclamación.
—Dios mío no lo puedo creer. Olga perdón,
es increíble.
—¿Qué pasa, David? ¿De qué hablas?
—No puedo creer que se me haya olvidado algo tan
importante. Perdón, lo siento mucho.
Ella
lo miro con una mirada interrogativa en su semblante.
—Olga, aquí en América, en los buenos hogares, cuando
la gente toma asiento a la mesa para compartir sus alimentos, especialmente las
familias, y aún más
si hay gente mayor en la mesa, los abuelos; nadie puede tocar un plato hasta
que se haya dicho la bendición.
—¿Cuál bendición?
—preguntó ella.
—Sí, dar gracias a Dios y bendecir la mesa. Es una costumbre
muy americana. Qué vergüenza
que se me haya olvidado. Mira. Escucha.
Bajó la mirada, dejó su tenedor y puso las manos juntas
sobre la mesa mientras decía:
—Gracias, Señor, por estos alimentos, y gracias por
todas las bendiciones que nos brindas diariamente. Te doy gracias en especial
hoy por haber traído
a Olga con salud y bienestar en su viaje tan largo desde el otro lado del
mundo. Bendícela
a ella y bendice este hogar. Amén.
Ella
comenzó a llorar y repetía
lo mismo.
—Sí gracias Dios, muchas gracias.
Lo
dijo tres veces. David se levantó y dio vuelta a la mesa donde ella estaba
sentada llorando. Le ofreció los brazos y la consoló. Se le acercó y le dijo al
oído:
—Aquí eres bienvenida Olga. Este hogar es el tuyo. Quiero
que te sientas feliz y con libertad. Esta, mi casa, es también
tu casa. No te preocupes por nada. Disfruta tu estancia. Este hogar está lleno de la paz de Dios.
Olga
lo miró a los ojos con lágrimas
y le respondió:
—Querido amigo, tú y yo vamos a tener que sentarnos un
largo rato junto al Samovar.
Era
su manera de decir que tenían muchas cosas íntimas de que hablar.
Volvieron
a la cocina, David empezó a ponerse los guantes y sacó el
jabón, pero ella lo impidió al
instante diciendo:
—No señor, de ninguna manera, aquí hay un ama de casa. Ya hiciste
bastante hoy.
Se
puso manos a la obra. Olga pareció disfrutar mucho el usar el grifo de presión
para enjuagar los platos, un invento que nunca había visto. David
guardó la comida en la nevera y pensando
que los dos necesitaban un receso le dijo:
—Tengo que salir a hacer unos mandados y parar en la
biblioteca, vuelvo más
tarde, como en una hora.
—Está bien.
Ella
se veía más
tranquila, con una sonrisa en los labios.
—Aquí te dejo a solas, seguramente estás agotada. Puedes tomarte una ducha
y acostarte a dormir en mi cama, nadie te va a molestar. Si suena el teléfono
lo puedes ignorar. Disfruta el silencio, hasta luego.
Al
llegar a la puerta ella lo alcanzó y lo despidió con tres besos más a la rusa, en las mejillas. Él había tomado su radio y sus audífonos y estaba listo para salir.
(Continuará).
Giorgio Germont estudió medicina en la UACH, ejerce su
profesión en Estados Unidos. Ha publicado tres novelas: Treinta citas con la muerte (2005), Dos miserables entre la luz y la oscuridad, (2011). Ambas
recibieron sendos galardones como finalistas de los concursos USA BEST BOOK
AWARDS en los años 2007 y 2011 respectivamente. Las versiones en español de
la primera, titulada Mis encuentros con
la muerte y la segunda con el mismo nombre se publicaron en 2012 por
Editorial Perfiles. En 2016 publicó su novela Rayo azul.
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