martes, 4 de diciembre de 2018

Giorgio Germont. Vuelo de KLM, Moscú-Ámsterdam-Houston

El secreto de Olga
Novela

Por Giorgio Germont

Capítulo 11. Vuelo de KLM, Moscú-Ámsterdam-Houston

Amanecía el viernes 8 de mayo de 2009, las nubes se pintaban en capas de oro y naranja. David recibió con emoción la alborada. No pudo dormir en toda la noche. Estuvo dormitando en breves episodios, miraba fijamente las bellas facciones de Olga en el retrato que tenía sobre la mesita lateral. Hoy por fin se habrían de conocer, el vuelo de Moscú estaba programado a llegar al Aeropuerto Internacional de Houston.
El refrigerador estaba abastecido. David se había preparado para el arribo de su huésped internacional con esmero, el piso de la sala y las habitaciones lucía reluciente; no se veía un solo plato sucio en el fregador; había lavado y planchado toda su ropa; el viejo Toyota recibió más atenciones que nunca; puso en una bolsa sus tenis y ropas del gimnasio y las colocó en el maletero; lavó el auto por dentro y por fuera y compró un desodorante olor a pino para refrescar la cabina.
La noche del jueves, tan larga, lo hizo recordar una canción que cantaba el abuelo de un amigo suyo hacía muchos años: ...te juro que dormir casi no puedo... me despierta la luz de la mañana, en mi loco desvelo por tu amor...No se acordaba con certeza de la letra, solamente de uno o dos versos, pero la melodía la tenía en la mente de cuando era muy joven.
Se dio una larga ducha perfumada; se cortó las uñas; se arregló la barba y el bigote. Escogió el atuendo del día: pantalón de kaki, camisa negra a cuadros, mocasines negros. A las 06:30 de la mañana estaba sentado tomando café y viendo las noticias. Lo mismo de siempre: Los Jaguares ganaron el partido de anoche en tiempo extra, informaba el anunciador deportivo... “Más le vale que se prepare hoy para una verdadera caldera, el mercurio va a subir hasta casi treinta y cuatro grados y la humedad llegará al noventa por ciento; primero métase usted al refrigerador antes de salir de casa.... Los presentadores de la tele repetían su sermón diario. Le bajó el volumen hasta cero para no permitir que nada inquietara su espíritu. No quería escuchar las vociferaciones de cafeína destilada de los locutores; tenía cosas más importantes en que pensar. Había pedido el día libre, un maestro sustituto tomaba ya su lugar. Qué milagro encantador son las ocasiones de gran expectativa, antes de que se den los hechos que esperamos con ansia, los detalles se van desenrollando muy lentamente al principio, y como más tarde, cuando se llega la hora, la cámara de nuestra mente observa las escenas a una velocidad asombrosa. Y nos es imposible hacer que la imagen se detenga. Davidoff estacionó su auto en la terminal Mickey Leland y sacó de la guantera sus cápsulas diarias, su Lamictal y su Depakot. Con un trago de agua las tragó. Por espacio de sesenta minutos aguardó en la sala la llegada del vuelo de KLM 600 procedente de Ámsterdam programado para tocar la pista a las 10:35 de la mañana, hora estándar del centro. Estaba al tanto de que los trámites del arribo son más demorados en vuelos internacionales debido a las exhaustivas medidas de seguridad de Aduana e Inmigración. Leyó lentamente al menos la primera página y la sección de Artes del New York Times. Le vino a la mente cuán difícil había sido conseguir un sustituto, fue necesario que le pidiera ayuda a su viejo amigo Memo Guerrero, ya que su jefa la señora Moseley, como de costumbre, no tenía intenciones de ayudarlo. Estas minucias poblaban su cabeza cuando se escuchó el anuncio por el altavoz:

Atención pasajeros que arriban en el vuelo de KLM procedente de Ámsterdam, sus equipajes se pueden encon- trar en el carrusel número cuatro. KLM 600 carrusel cuatro.

Se le congeló la sangre. Dobló el diario y se puso de pie, dirigió la mirada al segundo piso donde una muchedumbre de pasajeros se alineaba y se aproximaban a descender por las escaleras eléctricas. Le dio la espalda a la escena y sacó de la bolsa la foto de Olga, la examinó por última vez antes de tratar de reconocerla entre los viajeros. Ahí estaba la sonrisa tímida, los ojos claros, el pelo rubio. Se armó de valor y dirigió la mirada de nuevo a la planta alta. Vio a dos señoras de edad avanzada con sendos bastones que caminaban despacio juntas. La mayoría de los pasajeros tenían facciones de turistas norteamericanos. Había un par de familias con niños pequeños y varios caballeros altos vestidos con ropa de hombres de negocios. Individuos de edad madura vestidos en pantalón de mezclilla, camisa azul y mocasines negros. Tenía los ojos muy abiertos en busca de la dama que aparecía en su foto del bolsillo. De pronto observó un anuncio de cartulina que decía en letras color rojo D A V I D O F F, su propio nombre. Fijó la vista en la mujer que sostenía aquella pancarta y se dirigió a ella tímidamente. Sus ojos se cruzaron. Era una hermosa joven con una gran sonrisa, quien le dijo gritando.
—David, ¿eres tú David?
Él sonrió y ella se dirigió corriendo hacia él diciendo:
—Sí, sí. Slava Bogu.
Llegó hasta él y le abrió los brazos.
Boshe Moy. Ven acá, deja que te de un abrazo.
Lo tomó en sus brazos y lo apretó muy emocionada. Su cara resplandeciente, las mejillas arreboladas, vistos de cerca sus grandes ojos eran de un color verde cristalino. La joven le dio tres besos al hilo en las mejillas, uno de esos saludos efusivos que se dan en Rusia. David sintió las curvas de su cuerpo, se sonrojó. Ella dio dos pasos atrás y lo miró de arriba a abajo:
Veamos ahora, permite que te observe bien, me da tanto gusto conocerte. Dios mío, eres un hombre muy apuesto. Dime, ¿has esperado largo rato? Lo siento mucho, ya sabes cómo son los trámites, fue un viaje tan largo, pero gracias a Dios aquí estoy yo y tú estás aquí esperando por mí. Gracias. Dame otro abrazo.
Se fundieron una vez más y luego ella lo invitó a seguir la línea hacia las bandas de los equipajes.
Ven David. Vamos a buscar mi equipaje.
Olga portaba bajo el brazo un portafolios de piel. Muy emocionada, seguía diciendo:
Boshe moy, tenía tanto miedo que no estuvieras. Es un gran placer conocerte. Gracias, Spasyba David. Muchas gracias.
Caminaban de prisa por el pasillo y se toparon con una estatua de bronce. Olga la vio y preguntó.
— ¿Quién es este hombre? ¿Esta estatua?
Es George H. Bush, fue nuestro presidente. El aeropuerto lleva su nombre.
Dime Olga... comenzó a preguntar David— ¿hay estatua de Putin en el aeropuerto de Moscú?
Sheremetyevo contestó ella. No, no hay estatua de Putin ahí. Es un edificio ordinario. Solamente un gran cubo lleno de salas y pasillos. No es feo, pero está siempre muy frío. Yo solamente he estado allí dos veces, ¿sabes?
Abordaron el auto. Olga cayó en un trance de silencio y meditación. Su mirada se desplazaba de un lado a otro, mirando con atención las estructuras que rodeaban el aeropuerto.
Houston es muy diferente a Rusia dijo ella.
En eso pasaron en frente de las lanzas de los países, unos cubos gigantes de plástico enterrados en un parque al margen de la carretera, recuerdo de la reunión mundial de 1990. A Olga le gustaron mucho esas banderas tridimensionales.
Es muy bonito dijo ella—. ¿Pero no hay bandera Rusa?
David iba silencioso, con la mirada en la autopista, el tráfico era intenso. Olga no podía salir de su asombro al contemplar por vez primera el mundo occidental.
Te pido disculpas, David, hablo mucho, perdón.
No te preocupes, Olga, es lógico, es una gran sorpresa.
Una vez que abordaron la autopista de paga, el tráfico aminoró y pudieron conversar.
Supongo que tienes mucha hambre.
Ella asintió con la cabeza.
—¿Qué te gustaría comer? le preguntó.
Solamente una comida muy sencilla para mí, por favor, lo que tú quieras. Prefiero que sea una sorpresa, tú escoges.
David lo meditó por un momento. Un instinto le dijo que era preferible llevarla directamente a casa, darle oportunidad de refrescarse, dormir. Llegar a un restaurant sería fastidioso para ella, demasiado impersonal. Pisó el acelerador y se dirigió sin interrupciones a su hogar. Vivía en los apartamentos Gardenview en la calle Lafferty de Pasadena.
El trayecto se transformó en una travesía en silencio. David atento al tráfico y Olga con sus ojos muy abiertos, maravillada de estar viendo por vez primera el paisaje urbano de Houston, los Estados Unidos de Norteamérica. Por una parte fijaba la vista en los espacios verdes, jardines ornamentales en las avenidas o la entrada de algún edificio, mirtos en flor y setos bien podados; por otra parte los brillantes rascacielos, cada uno con su diseño único, los diversos colores marrón oscuro o color de plata, etcétera. Pasaron por innumerables sitios de construcción en donde las grúas estacionarias, como grandes agujas que se proyectaban al cielo, decantaban tabiques de acero, en constante ir y venir. Era el pequeño gigante del sur de Texas: Houston, también conocida como la ciudad de la explosión urbana. Un dinamo incansable en su crecimiento y transformación.
Tomaron el anillo periférico de Oriente, y exactamente a las 13:45 David se estacionó en su sitio designado en casa y apagó el motor del auto.
Aquí estamos Olga, hemos llegado.
Ella lo miró y le tomó el brazo antes de abrir la puerta. Le fijo la mirada en los ojos, se inclinó hacia él y anidó su cabeza en su pecho por un momento a la vez que le decía:
—Ya blagodarna... Estoy muy agradecida, tú hombre muy bueno, abrir tu casa para mí. Tenía una lágrima en los ojos y los colores se le subieron a la cara, se quedó muda.
Él le devolvió el abrazo tiernamente y a su vez le dijo:
Eres bienvenida, Olga. No tienes nada que agradecerme, para mí es un honor que hayas aceptado venir a mi hogar. Esto será también como un hogar para ti. Eres bienvenida a mi humilde casa.
Vaciaron el maletero del auto y se dirigieron al departamento 2-C, el segundo piso de la estructura de tabique y madera que albergaba aproximadamente 200 huéspedes. Entraron, David tomó las maletas y las puso en el dormitorio. Al en- trar a la sala, Olga cambió de pronto de estado de ánimo. Se quedó callada y bajó la cabeza. Se sentía fuera de lugar, totalmente desorientada, sin saber qué hacer. Muy conmovida por la acogida tan cálida de su anfitrión. David la tomó de la mano y le mostró el lavabo, el estudio, le dio un paseo por el apartamento para que se orientara. La invitó a refrescarse y sentirse en casa mientras él...
Voy a preparar la comida. Estaré en la cocina por si algo se te ofrece.
No podemos decir que David era un gran cocinero, sin embargo en esta ocasión se esforzó. En su mente la primera vez que compartiera sus alimentos sería un momento íntimo y conmovedor en esta aventura. La riesgosa aventura que era el haber aceptado de pronto tener una pareja, una dama en su casa, con todos los detalles de que esa bella mujer venía del otro lado del mundo, con otro idioma, una cultura distinta. Era un abismo de historia lo que separaba a los dos y sin embargo ahí estaban en paz, dispuestos a partir el pan y comenzar una nueva vida.
Era para él un misterio incomprensible cómo ella había roto con todo en su vida para entregarse en sus brazos. Él no había cambiado casi nada, sin embargo, a la vez, había dado un paso valiente al abrir su corazón a una persona totalmente extraña.
Le sirvió una taza de chai, el té ruso que a él le gustaba mucho. Había pensado que de esta manera le ofrecía de tomar algo conocido. Era una mezcla de diversas hierbas aromáticas y raíces, un té que encontró en una delicatessen especializada en bebidas orientales.
Olga miraba con insistencia a los libreros en la sala, observando con cuidado los libros y sus títulos. También posaba la mirada en el ventanal muy grande que daba al patio donde se veían las copas de los álamos del jardín.
—Ahh —dijo Olga de pronto— ¡Aquí esta Ana!
David interrumpió su labor. Cortaba la lechuga y la miró con curiosidad.
—¿Ana?
—Sí —le dijo ella poniéndose de pie con la taza de té en la mano.
Ana Karenina, la de Tolstoi, al acercarse a los libros, se percató de otras obras que le daban compañía a la mítica rusa.
Tienes muchos libros rusos. Mira, Pasternak, aquí esta también Turgenev, Gogol, Chekhov. Nunca lo hubiera pensado. Y cuánta música.
Olga se refería a las partituras que estaban en otro pequeño armario. David era maestro de Música e Historia... Tocaba el piano y el Theremin.
Mi padre era músico, en Tbilisi..., violinista contó ella . Tocaba en la sinfónica, pero murió hace muchos años.
Se le cortó la voz y bajó la cabeza. Los ojos se le humedecieron. David cayó en cuenta de su tristeza, se enjuagó las manos y se acercó a ella. Olga trató sin éxito de forzar una sonrisa entre las lágrimas. No pudo, se quedó muy callada. Una lágrima le había llegado hasta el vértice de la nariz. David tomó un kleenex, se lo puso en la palma de la mano y la tomó en sus brazos en un gesto fraternal, la sostuvo por largo rato entre sus brazos, mientras ella secaba sus lágrimas y recobraba su compostura. Juntos, de pie, la cabeza de ella le quedaba exactamente en el pecho a David, quien era más alto y espigado. Ella encontró un nicho muy cálido donde recargar su frente. David suspiró por el momento tan emotivo y la trajo de nuevo a la mesa diciendo:
Vamos, que se quema la comida. Más tarde te muestro mis libros. Ven, toma asiento.
Había preparado una comida típicamente americana. Hamburguesas, ensalada de papa y hot dogs a la parrilla. Tomaron asiento y probaron las viandas. Ella dijo que estaba delicioso. Al compartir los alimentos el momento se tornó s liviano. Sonrieron mientras probaban los sabores de la mostaza y los pepinos encurtidos.
Comieron en silencio. Ella devoraba lo que había en su plato. En verdad parecía tener mucha hambre.
Gracias David, gracias David —contestaba Olga cada vez que él le ofrecía algo. Al fin llegó lo mejor.
Bueno, ahora la sorpresa más dulce dijo él— tarta de manzana con helado.
Así lo anunció y le sirvió una rebanada de pie con una bola de helado de vainilla encima.
Espero que te guste. Este es mi postre preferido desde que era niño.
Olga tenía cara de sorpresa al ver la tarta caliente con el helado frío encima, sin embargo los sabores la convencieron. Sonrió y dijo:
Delicioso, qué rica comida.
Se relamía los labios. El postre fue devorado en pocos minutos. Fue en ese momento que David hizo una gran exclamación.
Dios mío no lo puedo creer. Olga perdón, es increíble.
—¿Qué pasa, David? ¿De qué hablas?
No puedo creer que se me haya olvidado algo tan importante. Perdón, lo siento mucho.
Ella lo miro con una mirada interrogativa en su semblante.
Olga, aquí en América, en los buenos hogares, cuando la gente toma asiento a la mesa para compartir sus alimentos, especialmente las familias, y aún más si hay gente mayor en la mesa, los abuelos; nadie puede tocar un plato hasta que se haya dicho la bendición.
—¿Cuál bendición? —preguntó ella.
—Sí, dar gracias a Dios y bendecir la mesa. Es una costumbre muy americana. Qué vergüenza que se me haya olvidado. Mira. Escucha.
Bajó la mirada, dejó su tenedor y puso las manos juntas sobre la mesa mientras decía:
Gracias, Señor, por estos alimentos, y gracias por todas las bendiciones que nos brindas diariamente. Te doy gracias en especial hoy por haber traído a Olga con salud y bienestar en su viaje tan largo desde el otro lado del mundo. Bendícela a ella y bendice este hogar. Amén.
Ella comenzó a llorar y repetía lo mismo.
—Sí gracias Dios, muchas gracias.
Lo dijo tres veces. David se levantó y dio vuelta a la mesa donde ella estaba sentada llorando. Le ofreció los brazos y la consoló. Se le acercó y le dijo al oído:
Aquí eres bienvenida Olga. Este hogar es el tuyo. Quiero que te sientas feliz y con libertad. Esta, mi casa, es también tu casa. No te preocupes por nada. Disfruta tu estancia. Este hogar está lleno de la paz de Dios.
Olga lo miró a los ojos con lágrimas y le respondió:
Querido amigo, tú y yo vamos a tener que sentarnos un largo rato junto al Samovar.
Era su manera de decir que tenían muchas cosas íntimas de que hablar.
Volvieron a la cocina, David empezó a ponerse los guantes y sacó el jabón, pero ella lo impidió al instante diciendo:
No señor, de ninguna manera, aquí hay un ama de casa. Ya hiciste bastante hoy.
Se puso manos a la obra. Olga pareció disfrutar mucho el usar el grifo de presión para enjuagar los platos, un invento que nunca había visto. David guardó la comida en la nevera y pensando que los dos necesitaban un receso le dijo:
Tengo que salir a hacer unos mandados y parar en la biblioteca, vuelvo más tarde, como en una hora.
Está bien.
Ella se veía más tranquila, con una sonrisa en los labios.
Aquí te dejo a solas, seguramente estás agotada. Puedes tomarte una ducha y acostarte a dormir en mi cama, nadie te va a molestar. Si suena el teléfono lo puedes ignorar. Disfruta el silencio, hasta luego.
Al llegar a la puerta ella lo alcanzó y lo despidió con tres besos más a la rusa, en las mejillas. Él había tomado su radio y sus audífonos y estaba listo para salir.
(Continuará).


 
Giorgio Germont estudió medicina en la UACH, ejerce su profesión en Estados Unidos. Ha publicado tres novelas: Treinta citas con la muerte (2005), Dos miserables entre la luz y la oscuridad, (2011). Ambas recibieron sendos galardones como finalistas de los concursos USA BEST BOOK AWARDS en los años 2007 y 2011 respectivamente. Las versiones en español de la primera, titulada Mis encuentros con la muerte y la segunda con el mismo nombre se publicaron en 2012 por Editorial Perfiles. En 2016 publicó su novela Rayo azul.

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