El mismo camión de antes
Por Carlos Gallegos
El viernes 21 de junio de 2024, a eso del medio día, estando en el fresco de la Biblioteca Rotaria Antonio Vicente Máynez, me acordé de cuando iba a Meoqui en el camión pasajero que se paraba en el triangulito de avenidas Río San Pedro y 1ª Norte.
Hablo, más menos, de hace medio siglo.
Estaba platicando con Mario Guillén, que allí tiene su oficina donde urde sus programas culturales. Me estaba platicando una charra cuando me entró la nostalgia de aquellos años.
Animado por el aguacero de la noche anterior, le dije que quería tomar el camión que antes tomaba e ir a ver otra vez la exposición pictórica fotográfica de Roberto Lira que está en la Presidencia Municipal.
Agregué que el boleto era caro, que costaba 40 centavos cash, y que, cuando no acabalaba, no faltaba un conocido que me lo pichara.
Mario me vio con cara de «este está operado de la cabeza, no sabe que ya hay hasta autos eléctricos», y antes de que me desanimara ya iba hacia la parada bajo un agradable cielo nublado.
Pasé por Mente Abierta, el negocio que está a un costado de la Plaza Principal, recordando que, en tiempos del padre Noé, a metros de ahí estaba la Alberca Ávalos.
Seguí sobre la Avenida 3ª, y al cruzar la Calle 2ª, con ojos del recuerdo vi a mi izquierda el Cine Alcázar y al boletero, el ex boxeador Chato Salas, y a Juan Hernández, el señor que manejaba la gigantesca máquina que proyectaba las películas. Don Juan, como regalo dominguero, nos dejaba entrar gratis a su hijo Mario y a mí. Con el Chato no había trato: le teníamos miedo.
Atravesé la Calle 3ª con la memoria clavada en la esquina derecha, donde estaba la Casa Elétrica el Globo, de don Fausto y doña Ema López. Vi la esquina de enfrente, donde un tiempo estuvo Zapatería Canadá, aunque el Pelón Delgado, mi asesor honorario, ya no se acuerda. En seguida de un pasillito en donde vivía Alma Sepúlveda, quedaba el taller de máquinas de escribir de don Gilberto Dena Cueto, a donde su hijo Luis Mario, Javier Hernández Domínguez, Jaime Flores Rivera yo íbamos a estudiar y a pistear, o mejor escrito, a pistear y a estudiar.
Luego, la Panadería La Marina, en la esquina de la Calle 4ª, casi enfrente de una funeraria donde una señora enlutada lloraba sobre pedido.
Ahí está ya el triangulito, ya está el camión, allí está el muchacho que atiende la dulcería, antes de cabello negro, hoy tordillo. Como siempre, no me saluda. Algo le hice y medio siglo no ha sido suficiente para que me perdone. Esos son rencores perros.
Abordo el autobús, trato de pagar los 12 pesos que ahora cuesta el boleto, y nuevamente me alcanza el pasado: no traigo nada. Como en aquellos días, no falta un acomedido que pague por mí.
Como hace medio siglo, el bus va a vuelta de rueda, con los vidrios hasta arriba y el calor empezando a subir.
Rodamos por la 4ª, cruzamos Agricultura, rebasamos la finca que fue la cantina Club Delicias, de los Villalba. Pasamos por donde estaba la Escuela Comercial Bancaria y Mercantil. Cruzamos la Avenida 6ª. En la acera de la izquierda, a unos metros de donde fue la XEBZ, evoco la cantina el Gato Negro, de mi amigo Mario Valles Aponte. En la 7ª torcimos a la izquierda, rodamos a un costado del desaparecido taller de tornos de Lorenzo Salcido, La Gringa. Seguimos a vuelta de rueda y, ya sudando, dejamos atrás los Gases y San Lorencito. Arribamos al Salado y a la derecha, a 100 metros sobre el camino a la Terrazas, clarito vi a mi papá y a mi Nina Teresa en la granja que tenían ahí. Me dijeron adiós como lo hacían hace 50 años.
Dejamos atrás la fantasmal casita en que vivía Tacho Villa, El Gallo.
Luego el vado, hoy convertido en un gran puente, y el merendero que fue de Aarón Anota, el legendario pelotero y mánager, y ya estamos en la centenaria Plaza Hidalgo.
Caminé hacia la Alcaldía. En la Plaza de la Constitución nuevamente eché de menos el hermoso kiosko de hierro forjado que un día desapareció, o desaparecieron.
Me extasié de nuevo ante el talento de Roberto Lira y, ya con hambre y mucho calor, me dirigí hacia la parada del camión, ubicada en un sitio insólito: a ras de la banqueta de una funeraria.
Allí, literalmente entre la vida y la muerte, vi llegar una carroza con su pasaje habitual. Azorado le pedí un rait a José Luis Cisneros, jefe de la Junta de Aguas, y a Bebo Velázquez, secretario municipal, que iban a Delicias, pero no me vieron y tuve que esperar el transporte medio muerto de hambre y de susto.
El hambre aumentaba al acordarme que estaba a dos o tres cuadras de los históricos y ricos tacos moreliamos, de los que a lo mejor comían los igualmente históricos monitos, que tanta fama universal le dieron al terruño adoptivo del gran Zurdo García y tantos otros próceres locales.
Al subirme al bus, que venía de Ortiz, no me lo va usted a creer: me alcanzó el invencible karma de mi monserga histórica: la falta de lana para el boleto y, en el colmo, la ausencia de un acomedido que me sacara del apuro. Por fortuna el chofer me resultó adivino y, augurando mi trance recurrente, me hizo la seña de que me sentara gratis. Le agradecí haciéndole una caravana con mi sombrero.
Al día siguiente, ya repuesto del calorón, del susirio de la funeraria y de la hambreada, le platiqué a Mario mi épica aventura.
Me miró con una mirada que claramente decía: «No, yo tenía razón. Este está recién operado de la cabeza».
Venenosamente remarcó el «recién».
Carlos Gallegos Pérez es licenciado en comunicación por la UNAM, licenciado en periodismo por la UACH. Fue coordinador de comunicación social de la UACH, así como también fue coordinador de comunicación social en Gobierno del Estado, ganador del Premio Chihuahua de Literatura y del Premio Nacional INBA Novela de Testimonio. Autor de varios libros, actualmente es cronista de Ciudad Delicias.
Foto Pedro Chacón
Y de pronto te vi llegar, toda blancura y brillo, como el amanecer
Por Sergio Torres
Y de pronto te vi llegar,
toda blancura y brillo,
como el amanecer,
tus ojos refulgentes,
tu cabello chino,
los hoyuelos de tus mejillas,
dos hoyuelos, enfatizas.
Yo me derretí al verte,
dejé de bailar para traerte dentro,
¿cómo no reconocerte, dije,
sí he visto tu imagen hasta en sueños?
Pero no sabías si era alta, dijiste,
Todos llegamos al piso, respondí.
Vivía con el sol nublado, chiquilla,
y llegaste,
implacable y rotunda,
como el amanecer,
y mi experiencia
se transformó en el día.
Sergio Torres. Licenciado en Artes, músico desde la infancia, dibujante y compositor de canciones. Maestro de música por vocación.
Foto Pedro Chacón
El otoño cerca
Por Jaime Chavira Ornelas
El silencio llena mis oídos de pensamientos limpios
y mis ojos se asombran con el día nublado.
Desde mi trinchera parece que todo se ha detenido
pero no puede ser cierto, todo sigue en movimiento.
Movimientos precisos sin agotar el tiempo
como si la vida no bastara para llegar a este momento.
Sigue el día nublado y mis ojos no se cansan
de admirar la belleza.
Afuera es como un lugar sin emociones
irreal
quieto
¿acaso el día es la vida que palpita?
¿acaso es la belleza del alma?
Afuera es adentro del universo
y el universo es dentro del misterio,
afuera del misterio es adentro de la creación
¿todo es eterno por sí mismo?
¿o todo se extingue así mismo?
Afuera están los tiempos
que aceleran la permanecia del alma
adentro van los invisibles actos de la purificación.
Solo puedo asombrarme de la belleza del día nublado
y las parejas inmóviles que están tomadas de la mano.
Poco a poco llega el otoño con sus vientos fríos
y las hojas tiradas en el camino
como un recordatorio del cambio,
donde el espíritu rejuvenece y la piel se agrieta.
Sigue la tarde su curso
como queriendo llegar a un lugar seguro
a un lugar cálido y alegre. Solo observo cómo se aleja
y se esconde.
Llega la noche y acarrea fantasmas
arropa todos sus desvelos y carga su yugo negro
su misterioso cuerpo se extiende y envuelve todos los cuerpos.
Noche callada y misteriosa cubre con su negro velo todas las almas
de los afligidos por la nostalgia y el abandono.
El otoño se acerca y la realidad climática se esconde entre las nubes
el alma permanente sale de los cuerpos para no sentir el frio
y se arropa con el calor del amor perdido y olvidado.
El otoño se siente cerca y no hay nada que lo detenga.
Jaime Chavira Ornelas es administrador de negocios, logística, control de almacenes, importación y exportación, cursos de lingüística e inteligencia emocional, grado de vendedor oro por GMC. Actualmente pensionado por el IMSS.
Los árboles nos dan oxígeno, frescura, pureza del aire
Por Alberto Heredia Castillo
Hace cincuenta años leí un libro de un antropólogo francés que vivió en la Sierra Tarahumara. Afirmaba que la riqueza de Chihuahua estaba en sus grandes bosques desde Madera hasta Guadalupe y Calvo, donde había el macizo boscoso más grande de Latinoamérica sin contar las selvas. Denunciaba la tala que empresas chihuahuenses realizaban sin reponer los árboles talados para venta de madera.
Muchos pueblos sufrieron las agresiones de los dueños de aserraderos, como fue el caso de Tomochi que recibió castigo del grupo guerrillero de Óscar González Eguiarte en 1968.
Hace treinta años los cárteles de la droga iniciaron su actividad de tala ilegal y los resultados los vemos: La tala y la deforestación nos conducen al cambio climático y además:
Ponen en riesgo el bienestar de las personas y el patrimonio natural del país.
Causan el desplazamiento de poblaciones originarias.
Aceleran la pérdida de los suelos, de la fauna, de la flora y de la biodiversidad.
La tala ilegal se ha convertido en una forma de financiamiento para los grupos delictivos que operan en la Sierra Tarahumara, de quienes se tiene detectado que, además de hurtar la madera, roban a los dueños de aserraderos guías forestales oficiales con el propósito de acreditar su procedencia, según informó Óscar González Luna, subsecretario general de gobierno, quien indicó que durante el 2023 se aseguraron 6 mil 931.71 metros cúbicos de madera ilegal con un valor de 15 millones 249 mil 762 pesos mediante operativos realizados en 10 municipios de la región así como en Parral y la capital del estado, donde se han detenido a 10 personas por esta práctica. (Nota de El Heraldo de enero de 2024).
Además de la tala legal y ilegal, están los incendios que año con año acaban con cientos de hectáreas de bosque.
Vemos todos los días la invitación a sembrar uno o dos árboles por persona, eso está bien en pueblos y ciudades, pero hay que establecer condiciones de cuidado durante los primeros tres años y escoger los que son de la región aunque no sean de ornato: huizaches, mezquites, palo verde, guaje, árbol del cielo, alisos, etc. Eso puede ayudar a sombrear y refrescar, pero la pérdida de los bosques y las selvas es una desgracia que no podremos resolver. Tenemos un futuro muy caliente.
Alberto Heredia Castillo nació en Chihuahua el 2 de julio de 1945. Escuela José Ma Mari 138 y Colegio Patria, la primaria, Benemérita Escuela Normal del Estado, Normal Superior José E Medrano. CCHEP. PCM. PSUM. PRD. Morena. Jubilado.
Foto Pedro Chacón
Yo puedo quererte cuando quieras ser querida, cuando me quieras cerca
Por Sergio Torres
Yo puedo quererte cuando quieras ser querida, cuando me quieras cerca, cuando me quieras junto, cuando me quieras dentro. Puedo quererte de día y noche, cuando estoy solo o cuando estoy acompañado, con mis alumnos, con mis amigos, con mis pensamientos y la música que intento atrapar desde el aire.
Tal vez podría quererte aunque te vea besando a otro, sabiendo que le entregas el tiempo y la piel a otros amores, ¿quién soy yo para gobernar tu corazón? ¿cómo podría limitar tu apetito si no lo satisfago del todo? mi sentido del humor no alcanza, ni mi forma de ver la vida, ni siquiera mi tiempo para estar contigo.
Pero que yo te quiera no significa que me correspondas; tal vez me regales un par de encuentros en los que el cine, la comida o la cama sean escenario de pláticas y acercamiento a la intimidad de tu pensamiento, tu sonrisa, tu mirada y tu piel; tal vez solo te rías y mantengas la distancia apropiada para nuestra relación, si somos todo o si somos nada; tal vez todas y ninguna.
Lo que sí es imposible es que compartamos el tiempo, la comida y la cama si no quieres estar conmigo, si te quedas como consuelo de no poder estar con esas otras maravillosas personas que te estimulan la felicidad del alma y el cuerpo. Que yo te quiera no importa, no me elegirías si yo fuera la única opción y eso dice bastante del tipo de relación que tenemos: tú y yo estamos para lo que tu voluntad quiera, para cuando tu tiempo nos encuentre juntos. Ya estuve ahí y no tengo ganas de volver.
Que el amor, mucho amor, nos salve.
Sergio Torres. Licenciado en Artes, músico desde la infancia, dibujante y compositor de canciones. Maestro de música por vocación.
La búsqueda
Por Guadalupe Guerrero
En ese momento rozó su mejilla en el vidrio, hacía una temperatura normal, cálida, y pensó en las veces en que estuvo sola mientras estudiaba en la tina de baño, cuando no pensaba siquiera en lo que era vivir.
Pensaba que las cosas funcionaban bien, todo marchaba divinamente: se sintió con una suerte privilegiada por los encantos que tenía. A la gran mayoría no le gustaba la lectura, pero a ella le fascinaba. Muchas mujeres vivían al lado de hombres que las engañaban, y ella afortunadamente vivía sola. Había estudiado lingüística, tenía un doctorado que le provocaba grande orgullo.
Bueno. Al decir que era afortunada porque vivía sola no quiere decir que de pronto no sintiera la necesidad de un hombre alguna vez. No tenía por qué costarle tanto. Tenía claridad al respecto: era un amor imposible como suelen ser casi todos los amores.
Presa de curiosidad corrió entre la gente que pasaba por la calle: ese atardecer posó sus manos en el vidrio, cerrando los ojos. El departamento cuidadosamente decorado, impecable: un librero en la sala, sillones blancos hechos con bambú del sur. Ahora París muy lejos. Cuánto pasó para terminar el curso de francés.
Jamás había tocado a un hombre ¡qué vergüenza!, sus senos endurecidos a los veinticinco años.
Su figura se proyectaba en el vidrio que resplandecía con la luz de la tarde y la inundó de congoja. Descorrió la cortina prometiéndose alcanzar el atardecer, no podía imaginar qué hombre pudiera ser tan listo y pescarla, qué nombre tendría. Al menos eso. Se preguntaba: ¿Cómo se llamará, si existe, el hombre de mi vida? Tal vez esto era un pensamiento muy infantil. Pensar en el nombre de alguien que todavía no se conoce causa displacer; por qué pensar así, qué le pasaba.
Una tarde, saliendo de su casa a pie volando, bajando por la escalera de la puerta que daba a la salida hacia la calle Victoria en el centro de la ciudad de Chihuahua, al norte del país más desigual del mundo, México, vio a un hombre que escondía algo bajo el brazo izquierdo y que le miraba los senos. Traía un sweter largo, vestía pantalón de pana negra. Siguió caminando por la banqueta hasta que el hombre la abordó tomándola del brazo en español claro le dijo:
―Vengo siguiéndote desde Europa, Claudia. Me llamo Isaac.
―¿De veras te llamas Isaac? ―preguntó sorprendida.
―Sí.
Si entender nada y en total descontrol, ella preguntó:
―¿Pero cómo es posible que vengas siguiéndome desde allá?
―Sí. Es en serio. Estuve mirándote todo el año que anduviste por allá. Me gustas mucho. Soy escritor. Trabajo haciendo retratos. Cuidé tus pasos, vigilé a quienes te siguieron por diversos lugares. Te admiro.
―Apenas lo puedo creer. Yo soy poeta y quiero leer en su lengua a los poetas franceses ―dijo, con cierta simpatía.
―¿Cuáles?
―Todos. Los surrealistas, por ejemplo.
―Bretón ¿verdad?
―Bretón, si quieres.
―¡Oh! ¿Puedo acompañarte?
―Pues… sí ―le respondió objetiva.
Después del diálogo rápido y cortés que habían sostenido, caminaron juntos en silencio. En realidad el hombre no estaba nada mal.
Febrero 1990
Guadalupe Guerrero estudió antropología en la ENAH Chapultepec y sociología en la UNAM. Ganó el Premio Testimonio INBA Chihuahua con su novela Notas desde la montaña. Además, ha publicado los libros Redes, La virgen del cholo, A veces la soledad, Intervida, y otros más. Actualmente escribe novelas: tiene una en prensa que se llama Los trece domos genésicos.
Un árbol
Por Ramón Rangel
Mi hermano
vertió agua en tu tumba,
como si regara un árbol
y yo esperaba que germinara tu voz;
todos lo esperábamos.
Quiero que crezcas, papá,
que tus restos sean semilla
y así, con esa agua,
nazcas de nuevo para abrazarte
y que tu voz sea trueno, sea vida.
Ramón Rangel es licenciado en letras españolas por la Universidad Autónoma de Chihuahua, autor de los libros Mortero (Tintanueva, 2016), Sad West o la oración de un vaquero (UACH 2022) y Los amorosos son punks (ICM PECH 2023). Textos suyos aparecen en las revistas Metamorfosis, Punto de Partida y en Tragaluz, suplemento literario de El Heraldo de Chihuahua.
Rollos cortos
La pintora de los ojotes
Por Luis Raúl Herrera Piñón
¿Cuento de hadas sin hadas? ¿Comedia? ¿Caricatura? ¿Drama? ¿Biopic? Estas preguntas hay que hacerlas si queremos clasificar Big eyes, la inclasificable película de Tim Burton.
En San Francisco, en la década de 1950, Margaret deja su marido, llevando consigo a su hija y a sus pinturas. Un domingo, mientras vende sus cuadros de niños y niñas con grandes ojos, se encuentra con el supuesto pintor Walter Keane. No tardan en tener una relación amorosa y en casarse, y ahí es donde comienza la tragedia de Margaret: su nuevo esposo es un hábil vendedor que la manipula para hacer pasar los cuadros de ella como suyos. Con la fama llega el dinero, pero la mentira crece cada vez más hasta un punto en que Margaret decide revelar el secreto, pues desea ser reconocida como la pintora de “los niños y niñas de ojos grandes”.
Sin duda, Big eyes es una película muy bien filmada. Resulta sobresaliente el diseño de arte, las ambientaciones y los colores utilizados, muy de las épocas de los 50 y 60 del siglo pasado. El filme exuda colores por todas partes, tantos y tan suaves que le imprime un toque muy de cuento de hadas, algo que contrasta con la idea de que lo que se cuenta es una historia terrible, en la cual, en el mundo de la pintura de la época, en Estados Unidos ser mujer imponía un impedimento para logar el reconocimiento de la crítica y el éxito comercial; además del infierno matrimonial que supone convivir con un esposo abusivo.
Lejos de desarrollar una historia que emocione hasta las lágrimas al espectador –pues los hechos reales en que está basada la película dan para eso y más–, los guionistas, Scott Alexander y Larry Karaszewski, se limitan a escribir una historia previsible, demasiado obvia y carente de profundidad en lo que se refiere al desarrollo de los personajes, especialmente el del esposo abusivo, que se queda en mera caricatura de villano.
Aunque se agradece –y mucho– que una película cuente con una buena banda sonora, en Big eyes hay demasiados temas instrumentales –compuestos por Danny Elfman, creador del tema de Los Simpsons– y muchísimas canciones, que invaden prácticamente cada escena, el exceso impide que llegue a producirse la tan necesaria empatía entre personajes y espectadores.
El valor que tiene Big eyes –independientemente de los meramente cinematográficos– es dar a conocer la historia de la pintora Margaret Keane, quien luchó en las cortes estadunidenses y ganó el derecho de ser reconocida como autora de las pinturas de niños y niñas de ojos grandes, que tanto furor causaron a mediados del siglo pasado e influenciaron a muchos artistas posteriores.
Estamos ante un filme que merece ser visto, porque, además de entretener, logra transmitirnos una historia con cierto contenido.
Título original: Big eyes. Duración: 106 minutos. Año: 2014. País: Estados Unidos. Director: Tim Burton. Reparto: Amy Adams, Christoph Waltz, Danny Huston, Jon Polito. Dónde ver: Disponible en Amazon Prime Video y en Youtube con audio en español.
Luis Raúl Herrera Piñón es el jefe de la Unidad de Cine de la Quinta Gameros desde hace 19 años, tiempo en el que ha privilegiado la difusión de la cultura, a través de cine de calidad. Durante años publicó en El Heraldo de Chihuahua su columna Rollos cortos, en donde hacía crónicas y crítica de cine.
Pato, pato, ganso
Por Karly S. Aguirre
Por un momento me sentí en la primaria durante la clase de educación física cuando jugábamos a pato, pato, ganso, solo que ahora estaba en la universidad en la clase de la maestra Myrna, a quien la mayoría de sus alumnos quería y defendía (sus patos) cuando la minoría nos quejábamos de su diabólica táctica narcisista para hacernos pasar un calvario durante todo el semestre (sus gansos).
Había recibido advertencias previas de un compañero de unos cuantos semestres superiores sobre la maestra Myrna: “Ten cuidado con esa perra, por su culpa me atrasé dos semestres y su odio fue evidente cuando aprobó a todos los miembros de mi equipo menos a mí.”
Yo no creí que ese fuera a ser mi caso hasta que pasé por las cinco etapas del duelo la noche que subió las calificaciones y me di cuenta de que me había puesto por calificación su número de residencia en el infierno 6.00. Esa calificación debía estar mal. Durante su clase yo siempre era la primera en participar, la que compartía pantalla de mis tareas durante la pandemia cuando mis compañeros ponían de pretexto que habían hecho la tarea en el cuaderno y por eso no podían compartirla en ese momento. También sabía que mis compañeros no habían entregado el libro de ejercicios completo porque lo habían comentado en el grupo de Whatsapp, así que ponerme a mí un terrible 6 y a ellos un hermoso 10 era insultante e injusto.
Como simio no mata a simio, no mencioné nada sobre mis compañeros cuando le reclamé sobre mi calificación; ella dijo que mi calificación había bajado por mis retardos y por mis muchas faltas, yo exigí que me dijera las fechas de las faltas, pues yo estaba segura que no había rebasado el límite de faltas en su clase y así fue como descubrí que Myrna me había inventado faltas.
La maestra resultó no ser tan inteligente a la hora de plantar evidencia falsa a sus gansos para ser degollados y horneados para su festín de sufrimiento del que parecía alimentarse gustosamente, pues había puesta faltas en fechas y horas donde mi horario no coincidía. Gracias a esas inconsistencias, las autoridades correspondientes pudieron tomar cartas en el asunto, y, aunque no la despidieron, le dieron una buena reprimenda. Además, ahora que se había revelado que las fechas y las horas no coincidían, Myrna insistía en que las fechas de mis ausencias eran otras, aunque tampoco coincidían.
Después de mi experiencia con esa mujer loca se me hacía un nudo en el estómago cuando al tratar de advertir a mis compañeros más jóvenes ellos me respondían diciendo que ellos habían sido muy afortunados porque la maestra se había mostrado condescendiente y dócil ante su grupo.
Me daba escalofrío comprender que su comportamiento intermitente era para protegerse a sí misma cuando los gansos alzaran la voz, para que los patos salieran a defenderla con anécdotas positivas sobre su experiencia en su clase y que en el fondo despreciaba de la misma manera a los patos y a los gansos, pero que solo podía permitirse descargarse con unos cuántos para no llamar demasiado la atención con su comportamiento violento.
Karla Ivonne Sánchez Aguirre estudió en el bachillerato de artes y humanidades Cedart David Alfaro Siqueiros, donde estuvo en el especifico de literatura. Actualmente estudia en la Facultad de Filosofía y Letras de la UACH. Escribe relatos y crónicas en redes sociales.
Una mañana
Por Marco Benavides
Una mañana me desperté con el peso de la incertidumbre sobre mis hombros. Desde que abrí los ojos supe que algo había cambiado. La habitación estaba sumida en una penumbra matutina, apenas iluminada por los primeros rayos de sol que se filtraban por la cortina entreabierta. El reloj en la mesita marcaba las seis y media, una hora temprana incluso para mi rutina. Pero no era el horario lo que me desconcertaba, sino una extraña sensación de desasosiego que se aferraba a mí como una sombra.
Me incorporé tratando de sacudir la neblina del sueño. A mi alrededor los muebles parecían en su lugar habitual, las mismas paredes que conocía desde hacía años seguían allí, imperturbables. Sin embargo, algo en el aire había cambiado, como si un silencio inusual se hubiera instalado en el departamento. Los sonidos matutinos habituales, el suave murmullo de la calle, el chirriar de los pájaros en los árboles cercanos, todo parecía estar en pausa, como si el mundo esperara expectante.
Me levanté con cautela, mis pies descalzos sintiendo la frescura del piso. Caminé hacia la ventana y abrí las cortinas de golpe, dejando que la luz del amanecer inundara la habitación. El panorama era el mismo de siempre: el tranquilo barrio con sus antiguas casas alineadas a lo largo de la calle, los árboles verdes que se mecían suavemente con la brisa matutina. Pero, aun así, algo seguía fuera de lugar.
Me bañé pensando que el agua caliente podría disipar la extraña sensación que me envolvía. El agua tibia caía sobre la piel, pero ni siquiera ese habitual placer lograba calmar mis nervios. Mientras me secaba, una idea comenzó a formarse en mi mente, un pensamiento fugaz que intentaba encontrar sentido en lo inexplicable. ¿Qué era lo que había cambiado desde que me desperté esta mañana?
Volví al cuarto y me vestí con más rapidez de lo habitual, como si el acto de moverme me alejara un poco de ese desconcierto persistente. Entré en la cocina, donde el aroma del café solía ser mi bienvenida diaria. Llené una taza y me senté en la mesa, observando el vapor elevarse en espirales antes de desaparecer en el aire fresco de la mañana.
Fue entonces cuando la vi.
Una pequeña figura, apenas perceptible al principio, se movía en el jardín delantero. Una sombra oscura que parecía estar observando la casa desde la distancia. Me levanté de un salto, dejando caer la taza que se estrelló contra el suelo y se hizo añicos. Mis manos temblaban mientras me acercaba a la ventana, tratando de discernir quién o qué era esa presencia misteriosa.
La figura estaba ahora parada cerca de la buganvilia que bordeaba el jardín, completamente quieta, como si supiera que estaba siendo observada. Era alta y delgada, con una postura que sugería una especie de expectativa. No podía distinguir detalles claros debido a la distancia y a la tenue luz del amanecer, pero algo en su forma me resultaba inquietantemente familiar.
Mi corazón latía con fuerza mientras se debatía para comprender lo que estaba viendo. ¿Era posible que alguien estuviera acechando mi departamento desde el jardín? Mis ojos buscaron frenéticamente en busca de algún signo de reconocimiento, pero la figura seguía siendo un enigma envuelto en sombras.
Tomé una decisión impulsiva y corrí hacia la puerta. Abrí con un tirón y salí al jardín, sintiendo el cemento húmedo bajo mis pies descalzos. La figura estaba ahora más cerca, apenas a unos metros de distancia, y pude ver ahora que llevaba una capucha que ocultaba su rostro.
—¡Eh, tú! —grité, mi voz resonando en el aire tranquilo de la mañana.
La figura no respondió, permaneciendo inmóvil como una estatua. Me acerqué unos pasos más, mi corazón latía con fuerza en mi pecho. Cuando estuve lo suficientemente cerca como para ver con claridad, una sensación de frío recorrió mi espina dorsal.
Bajo la capucha, no había rostro.
No había nada más que una oscuridad impenetrable donde deberían estar los rasgos de una persona. Un vacío palpable que desafiaba toda lógica y racionalidad. Retrocedí instintivamente, sintiendo cómo el miedo se apoderaba, como un calambre.
—¿Quién eres? —pregunté, mi voz temblaba, apenas un susurro ahora, temiendo la respuesta.
La figura no respondió, pero comenzó a retroceder lentamente, alejándose hacia la calle. Mis ojos seguían cada uno de sus movimientos, hipnotizados por la presencia inexplicable que ahora se desvanecía en la distancia.
Fue entonces cuando me di cuenta. Era ella, mi temor primordial: el fin de mi existencia como persona.
La sensación de desasosiego, el silencio anormal, la figura sin rostro en el jardín. Todo estaba conectado, formando un patrón ominoso que se extendía ante mí como las páginas de una novela de misterio que se escribía en tiempo real. Algo había entrado en mi vida esa mañana, algo que no podía explicar pero que sentía profundamente en cada fibra de mi ser.
Pero ¿por qué se fue? ¿A dónde? Si no a mí, ¿a quién buscaba?
Regresé al departamento con pasos lentos, cerrando la puerta detrás de mí con manos que aún temblaban. Me senté en la silla frente al escritorio, tratando de confrontar lo que acababa de presenciar. ¿Era posible que hubiera sido solo una alucinación, un truco de la luz del amanecer combinado con mi mente agotada por la falta de sueño?
Pero la sensación persistía. Indescriptible, persistió todo el día de trabajo, mientras me enfrentaba al monitor que parpadeaba, y al teclado que discretamente susurraba bajo mis dedos.
Esa noche, cuando finalmente cerré los ojos para intentar dormir, los sueños estuvieron poblados de sombras sin rostro y susurros ininteligibles. Me desperté varias veces con el corazón galopando en mi pecho, sintiendo que algo acechaba en las sombras de mi propia mente.
Desde entonces, cada mañana ha sido diferente. El sol sigue saliendo, las rutinas diarias continúan su curso, pero siempre hay una sombra en el borde de mi visión, recordándome que esa mañana, cualquier mañana, algo cambió para siempre en mi mundo.
14 junio 2024
Marco Vinicio Benavides Sánchez es médico cirujano y partero por la Universidad Autónoma de Chihuahua; título en cirugía general por la Universidad Autónoma de Coahuila; entrenamiento clínico en servicio en trasplante de órganos y tejidos en la Universität Innsbruck, el Hospital Universitario en Austria, y en el Instituto Mexicano del Seguro Social. Ha trabajado en el Instituto Mexicano del Seguro Social como médico general, cirujano general y cirujano de trasplante, y también fue jefe del Departamento de Cirugía General, coordinador clínico y subdirector médico. Actualmente jubilado por años de servicio. Autor y coautor de artículos médicos en trasplante renal e inmunosupresión. Experiencia académica como profesor de cirugía en la Universidad Autónoma de Chihuahua; profesor de anatomía y fisiología en la Universidad de Durango. Actualmente, investiga sobre inteligencia artificial en medicina. Es autor y editor de la revista web Med Multilingua.
Treat or trick
Por Fructuoso Irigoyen Rascón
Leyendo unas recomendaciones que alguien puso en la Internet respecto a que los buenos católicos no deberían permitir que sus inocentes hijitos se disfracen de diablos, brujas o fantasmas ‒entes todos identificados con el mal‒, y menos que vayan por las casas exigiendo dulces a cambio de no causar daño a los habitantes de las mismas, se me ocurrió lo siguiente:
Llegaron unos niños disfrazados de bruja y coreando «Treat or trick» a las puertas de la Santa Inquisición.
Inmediatamente decretó el santo tribunal que los quemaran vivos en la plaza mayor.
Otros niños llegaron a las puertas del exorcista de la diócesis, acostumbrado a expulsar demonios de personas epilépticas o histéricas. Ya preparaba sus hisopos de agua bendita para rescatar aquellas inocentes almas de las garras del Maligno.
Espantados los chocarreros infantes y todavía con sus atuendos brujiles y demoníacos huyeron a la Galilea. Ahí decidieron continuar su campaña de «Treat or trick» . Tocan entonces a la puerta de un tal Jesús que ahí vivía. Uno de sus estudiantes ‒llamados entonces discípulos‒ les abre la puerta y les grita:
―iQué Treat ni que trick ni que nada! Fuera de aquí antes de que los vea el Maestro y les de su merecido.
Entonces apareció Jesús y dijo:
―iDejad que los niños se acerquen a mí! Que si no tienes el espíritu limpio como uno de ellos, no entrarás en el Reino de Dios.
Y, debemos suponer: les dio un puñado de dulces a cada uno de ellos.
El famoso médico y explorador Fructuoso Irigoyen Rascón, autor de Cerocahui, avisa que acaba de aparecer su nuevo libro, Nace Chihuahua, Gabriel Tepórame y Diego Guajardo Fajardo, los forjadores, publicado por la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez. En el colofón dice que la edición es de 2019, sin embargo, a causa de la pandemia, apenas acaba de salir de imprenta este agosto de 2021.
¿Elegiste querer a una mujer?
Por Sergio Torres
¿Elegiste querer a una mujer? Quiérela como si fuera un gato, de manera incondicional. El gato es elegante y tiene sus hábitos, sus tiempos, sus necesidades ‒que deben ser atendidas en cuanto surgen‒ como ese eterno juego de «quiero salir… quiero entrar». El gato es curioso y travieso, te tira el árbol de navidad y aún así lo sigues amando, sin dejar de reconocer su gatez ‒esa palabra no existe‒. La mujer que elegiste es la cúspide de la inteligencia humana, ¡por supuesto que es curiosa y traviesa! Igual quiérela, no hay nada comparable con la experiencia humana de la interacción.
Sergio Torres. Licenciado en Artes, músico desde la infancia, dibujante y compositor de canciones. Maestro de música por vocación.
Cocodrilo Bit
Un año sin Eligio Coronado
Por Benito Rosales
Este mes, el día 24 para ser exacto, se cumple un año de la muerte del maestro Eligio Coronado González. Parece que fue ayer cuando estuvimos esperándolo para la transmisión en Facebook de su programa Tiempo literario, a la cual nunca llegó. Un infarto le cortó la vida. Ese sábado se levantó temprano y fue a trabajar, como la mayoría de los días, en el espacio que donde realizaba sus labores literarias y de promoción cultural, que lo ocuparon prácticamente toda su vida.
Para los que tuvimos la oportunidad de conocerlo fue un golpe devastador la noticia. Estábamos conscientes de su edad, de la experiencia que tenía y de lo grande que era como escritor, pero no nos pasaba por la cabeza que pronto se iría. Eligio, a su edad, parecía fuerte. Y digo parecía porque seguramente le dolía algo o padecía quizá alguna enfermedad, pero nunca dijo; pocas veces hablaba de su vida personal. Era muy reservado. Las pláticas con él normalmente se centraban en los libros, en la obra de los escritores, en los motivos de los autores para escribir. Poco o nada de su energía se dirigía hacia otros temas.
Esa semana, el miércoles, estuve platicando con él por Messenger. Normalmente ese día él me pasaba las fotos y datos de las personas que íbamos a presentar el sábado. En esa ocasión el turno era para José Trinidad, a quien el maestro quería hacerle un homenaje por medio de una lectura de la obra del buen Trini. Ese mismo día le envié el flyer para compartir en redes y platicamos brevemente sobre cómo sería el programa. No pasaba por mi cabeza que esa conversación virtual sería mi última charla con el maestro.
Un año después sigue presente en nuestras conversaciones. A menudo, en los espacios que visitó llevado por el tema de la literatura, es casi inevitable que salga su nombre y hablemos un poco de lo mucho que hizo. Las muestras de cariño siguen siendo vastas. El maestro consagró sus últimos años a impulsar a nuevos escritores y a consolidar a los que quizá estaban un poco más encaminados. La cantidad de personas que conocía y conectaba por medio de sus actividades era impresionante. Alguna vez alguien me preguntó cómo se podía hacer una transmisión como la del maestro, y mi respuesta fue que, más allá del equipo de transmisión, ya sea el celular o la laptop, la clave era la red de personas que él tenía. Fueron 74 años de escribir, de generar el oficio. No tengo idea de cuánta gente conocía, pero en ocasiones, en sus transmisiones, había tantas personas que no cabía en el lugar y tenían que estar afuera esperando turno para leer o para saludarlo.
Como su alumno, me quedo con dos cosas como su legado más importante hacia mi persona. Una es priorizar el amor a los libros y a la literatura como principal puente para conectar con los otros, más allá de si son autores consagrados, si tienen libros, si solo leen, o si escriben poco o nada. Es el amor a las letras el puente para encontrarnos. A mitad de esa conexión encontraremos aquello que nos une y podremos compartir nuestro sentir, nuestros escritos, nuestras lecturas, etc. Y dos, el foco es el oficio de escribir; no hay que distraerse con temas secundarios ni con cosas relacionadas con temas ajenos a las letras. Lo importante es el cuento, el poema, la persona como autor de los textos, y nada más.
Eligio nunca me dijo esto tal cual lo escribo, no se detuvo un día y me habló diciéndome: «Benito, quiero que…» No era su estilo ni su manera. El maestro enseñaba haciendo, y yo fui descubriéndolo cada día que platicaba con él, cuando tuve oportunidad de ir a su taller, y cuando pude acompañarlo tantos sábados a su transmisión. Ahora, en su ausencia, trato de mantenerlo presente, de recordarlo con agrado, siempre agradeciendo a la vida la oportunidad de haberlo conocido, la suerte de coincidir. Hoy, mañana y siempre, diré con orgullo que fui su alumno, y que, más allá de mis avances en el oficio de escribir, lo poco o mucho que haga, lo intento en su nombre. Finalmente, como él escribió en sus Espirituarios: «Ya sé que están vivos. Que no murieron conmigo. No se preocupen por mí, estoy bien. nadie se culpe, fue un accidente. No hay resentimientos. A cualquiera le pasa. Morir es cosa de todos los días».
22 junio 2024
Benito Rosales Barrientos nació en Monterrey, ha participado en talleres literarios de su ciudad natal. Es autor de los libros: Sobre la cornisa del laberinto, poemas; Cuando estos cielos caigan como ojos de gato, poemas; Las flores del jardín, cuento, 2017; La niña y la serpiente, cuento, Metimos la pata, entre otros.
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Consultorio Literario. Aquí puede usted hallar información sobre cualquier asunto de su oficio de escritor, de escritora. Cada sesión funciona como un taller literario, o como un proceso de producción editorial, una clase de literatura o un sistema para la estructuración de un proyecto de lectura. Es de forma presencial en la ciudad de Chihuahua. Citas en el Messenger o en el Whatsap 614 515 42 27
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―Mi consultorio literario es muy parecido al Consultorio de la Doctora Corazón que allá en los años cincuenta del siglo pasado funcionaba como relojito en la revista Confidencias. Esto que les digo no es broma. O tal vez sí.
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(No. No es broma).
Quincalla
Por Guadalupe Ángeles
Por simple aburrimiento fue,
por simple aburrimiento,
que se puso a inventar ciudades y animales y suspensos
era delicioso encender un verbo incomprensible en sus labios
por eso, sin que nunca el francés fuera su lengua o lo quisiera,
que diseñó sonidos que guturales cantaban las ausencias inacabables
la desesperanzas ciertas o infundadas,
o en un alemán ladrante se puso a imaginar grandes héroes con todo y hazañas
filosofantes bestias de cabello lacio, de melena hirsuta, de tremendos dolores inasibles,
fue tan sutil la manera en que dio a luz diversos modos de mirar el cielo
que se le quisieron meter en sueños alucinantes fantasmas a los que de ninguna manera abrió la puerta
fueron amontonándose como ropa vieja en su mente
por simple aburrimiento
por desesperación sosegada y dejando entrever que todo ocurre en horas sin tamaño ni remedio,
en medio de calores densos
como si pusiera en venta la quincalla de su alma
como si fuera posible inventariar su desvarío
abrió puertas en sueños y se fue a ver a sus muertos
pero ellos se ocultaron tras fachadas de hospitales
de grandes construcciones hechas para pertrecharse contra todo viento
y ella fue el correr del agua bajo aguaceros
la lenta maravilla de nubes que hacían rostros (todos con el mismo ojo)
esos que vio y destazó para sí misma,
deshaciendo como una golosina en los labios, en su recuerdo esos rostros,
humanos o animales,
pero dueños todos del mismo ojo
¿cómo no soñarse otra
cómo no anhelar una caricia imperturbable en tardes solo imaginadas?
esos inventarios que inveterados se reunían a planificar el próximo delirio
hicieron las paces y se echaron a dormir mientras ella imaginaba mundos, animales,
viejas construcciones a manera de razonamiento irrazonable
para racionarse su propio aburrimiento porque ya sabemos,
todo esto tuvo lugar dentro o fuera
por simple aburrimiento.
Guadalupe Ángeles nació en Pachuca, Hidalgo. Fue directora de la revista Soberbia. Entre sus obras se encuentran Souvenirs (1993), Sobre objetos de madera (1994), Suite de la duda (1995), Devastación (2000), La elección de los fantasmas (2002), Las virtudes esenciales (2005) y Raptos (2009). Ha colaborado en Ágora, El Financiero, El Informador, El Occidental, La Jornada Semanal; en las revistas electrónicas nacionales Al margen y Argos y en las españolas: Babab y Espéculo. Premio Nacional de Novela Breve Rosario Castellanos 1999 por Devastación.
Mi calzada
Por Alejandra Hernández
Habrá de llegar el tiempo que me falta todavía
entonces
las largas horas que en el mundo vienen
me hallarán aguardando la cita bajo copiosas copas,
con un trago de amor
en mi porción de noche.
Estaré
con el corazón asomado a la penumbra
escudriñando estrellas,
escucharé las sábanas quejarse
por el peso del insomnio.
O estaré vestida con el goce de distancia
en el estruendo de una mesa de café
gastando la vida por el lado opuesto
de la vieja calzada de mi pueblo.
Alejandra Hernández Figueroa estudió en el Colegio Palmore y en Community College. Escribió y publicó los libros Tiempos de viento y humo cuentos, Hojasen poemas e Hilvanando cuentos. Publica habitualmente en revistas jurídicas y literarias.
Dolor(es)
Por Ramón Rangel
Llevo en la espalda
el dolor de mamá
y el sudor de papá.
Cargo también los nombres de sangre de mi sangre
que hoy duermen bajo cipreses.
Tengo en las manos tierra y llanto,
bajo las uñas sangre y una oración
que me enseñó mi abuela.
De mi abuelo tengo un cigarro y la boca seca;
como el campo que él miró floreciendo
y yo entiendo erosionado, roto.
Tengo desierto en los ojos tanto que parece mar.
Tengo en las manos agua y en los pies un sueño
que me mantiene a flote.
Ramón Rangel es licenciado en letras españolas por la Universidad Autónoma de Chihuahua, autor de los libros Mortero (Tintanueva, 2016), Sad West o la oración de un vaquero (UACH 2022) y Los amorosos son punks (ICM PECH 2023). Textos suyos aparecen en las revistas Metamorfosis, Punto de Partida y en Tragaluz, suplemento literario de El Heraldo de Chihuahua.
Dieciocho
Por Guadalupe Ángeles
I
Es una dama de cabello espeso, de rabia contenida; miraba otra cosa al verme; me hubiera dicho qué, si no estuviera tan enojada.
Este lento enroscarme a su conversación es solo un pretexto para salir de la que ya no soy desde esta madrugada. Su mirada, perdida, era quizá un signo de divinidad. Esta desazón eran sus cabellos grises. La escucho, y es suave mi deambular por sus venas, azules ríos, sus ojos, sus manos pequeñas como mi gana de morir, sus manos, que no vi tocando mi cabello. Sé que sus recuerdos dibujados a lápiz sobre mi escritorio, y mi delirio, son hermanos. ¿Hay alguien más, o ella tendrá que cobijarme bajo su ala cenicienta? No pidió ese paso cansado, ¿dónde se escondió la joven que sonreía hace décadas y hoy corre haciendo hogueras?
Cuando le digo: “No he muerto”, ella escucha cómo un amarillo se deslíe desde mi pupila izquierda y recuerda su infancia. ¿Secos ya, sus labios dibujarán la insania para siempre?
¿Qué dijo?: “¡qué serenamente anochece… anochece… mientras no escucho tu nombre… mi nombre… ya solo ráfagas de luz…!”
Vino y fue. Lenta. Volverá a dibujar breves aves bebiendo flores al atardecer, nada más. No hay ningún problema conmigo, quizá el único sea, que estaba demasiado despierta cuando me vino a preguntar por su asunto, quizá por ello, mañana la deba soñar.
II
Deshacerme… A veces siento que voy a deshacerme… Camino por estos pasillos llenos de luz falsa… ¿por qué quieren que les diga cómo fueron muertos los niños? Aprieto la boca, quiero explicarles cuando me preguntan, pero se atraviesan en mi mente las imágenes de mi padre diciéndome que yo tenía que ser la hija muerta, que ellos no habían inventado a alguien como yo para nada, para que solo estuviera dibujando pájaros que beben de flores en tardes color ocre. Contraigo los labios y miro a otra parte porque ellos no tienen que saber cómo un lago hacía su nido en mi pecho cuando mi madre me miraba así, como si yo fuera un mueble, cuando no me contestaba y me quedaba sola, hecha un nudo en mi cama, y la madrugada me lamía los pies desnudos.
¿Cómo les voy a decir que sí vi cuando enterraron a los niños en el jardín, en ese pedacito de tierra que, ahora solo tiene flores secas? Yo solo puedo explicarles cómo sale el agua pura pasando por los tubos que yo diseñé para que mamá y papá sepan que me inventaron para eso, para que estuvieran orgullosos de mí, y para que supieran que soy tan perfecta como ellos. Entonces los dibujo, los trazo muy claro; el plano del triciclo a doble tracción; la silla de caoba oscura ornada en pedrería; el vestido largo en rojo escarlata; en azul rey, y exagero, sí, exagero para que vean ellos primero y mis padres luego a través de sus ojos, que soy tan brillante como ellos que me inventaron, y dejen de abrazarse y verse a los ojos y me tapen los pies porque tengo frío en la madrugada, y el lago en mi pecho crece y crece, mientras ellos se toman de las manos y seguro están pensando que debo ser la hija muerta, por eso dejan que la muerte se me suba por los pies desnudos ¿no vieron que tenía tanto frío y por eso me tuve que ir?
Ellos solo me querían muerta; por eso me moría cada que los de la casa de al lado dejaban caer el hacha sobre las cabezas de sus hijos, y luego no limpiaban nada, los iban a dejar allí, donde el jardín es solo un montón de piedrecitas, en la esquina donde se remueve la tierra con las manos. Yo misma lo hice; se me llenaron de raspaditas las orillas de los dedos; se me metieron piedras en las uñas y no pude sacar a los niños muertos. Ya se les había secado la sangre entre los cabellos despeinados; ya no tenían nada allí donde debía haber un cerebro, ellos eran muertos y eran yo porque mis papás no me dejaron enseñarles el lago que se me iba haciendo en el pecho cada que sentía como instante a instante se iba acercando más y más la mañana. No sé por qué me inventaron si no me tapaban de la muerta que me comía los dedos de los pies, se me untaba en las plantas y mordía mis uñas, yo nada más cerraba los ojos muy fuerte y me decía muy clarito que no me iba a dejar que me hicieron eso, por eso me levantaba en las noches y pintaba en las paredes blancas muchos números, el 18 me salvó más de una vez, porque a la muerte le daba miedo el ocho, yo me metía en los circulitos del ocho y ahí me hacía bolita, en el círculo de arriba apoyaba mi barbilla en el borde derecho; sentía el calor de ese número bendito, a veces mis pies lograban calentarse, y yo era la hija del ocho, me hacía bebé ahí, en su pancita de arriba.
Al otro día mi mamá me encontraba con el lápiz en la boca, apretando mi pie derecho: yo era ese número que me alejaba de la muerte; yo era hija de mi número, de mi propia mano dibujando ese número en la pared. Ya no le quedaban ganas de decirme nada a mi perfecta mamá, me cargaba y ya estando yo en mi cama otra vez se iba; ella no iba a decirme que me inventó para que fuera la hija muerta, ya me lo había dicho con sus ojos burlándose, como ahora se burlan los que me preguntan cuándo vi que a los niños les quitaron lo chiquitos con un hacha cayéndoles en la cabeza, y luego se los llevaban donde las piedritas del jardín iban a ser su casa, yo traté de sacarlos, de decirles que no éramos los hijos muertos, mis manos se llenaron de tierra, mi cara de lágrimas, mi pensamiento de esos números que dibujé en la pared para salvarme; pero ya no había pared, solo el cielo sobre el jardín que se me iba diluyendo, que ya se desapareció porque voy caminando por estos pasillos tan iluminados con luz falsa, pero no voy a decirles nada, se me olvida lo que debo decirles porque ya solo importa que mi hijo me necesita, por eso sigo dibujando flores y los pájaros que las beben, por eso me voy despacio para alcanzar a dibujar muchos circulitos como el ocho en colores ocre, rojo y verde, para que en el mercado de las artesanías me den dinero para que mi hijo viva y vaya siendo el hijo vivo que yo quiero que sea; para que tenga muchos dieces y luego una carrera universitaria, un trabajo en un lugar muy bonito y después una esposa y muchos hijos vivos; para que ellos sepan que yo los inventé para que vivieran: mi hijo, su esposa, sus hijos, porque yo quiero que de esta hija muerta falsa vivan todos los que van a quererme ahora sí, y a taparme los pies en la noche cuando tenga frío, para que la muerte no me muerda los dedos chiquitos, para que ya no necesite ningún número para acurrucarme y sí sus risas como de vidrio, las de mis nietos que no nacen pero van a ser niños vivos, porque yo no soy la hija muerta.
Soy la abuela que los abrazo y les canto canciones lindas para que no tengan frío, ni les nazcan lagos en el pecho, mis niñitos vivos, hijos de mi hijo vivo que ya va creciendo muy guapo y muy pronto va a tener a su novia y luego a sus hijos tan lindos, tan mis hijos vivos, tan mis nietos míos, vivos.
Ahora soy un árbol, las bolsas tiernas bajo mis ojos serán los nidos de mis hijos vivos que ya viven en la mirada brillante y buena de mi hijo, que tiene que tener buenas calificaciones porque yo lo inventé para que fuera feliz y en las bolsas bajo mis ojos dormirán sus hijos que van a nacer vivos y serán los hijos vivos de este amor que se me amorata en las noches cuando me aprieto mis pies para que no tengan frío; para que ninguno de mis hijos vivos tenga frío nunca; para que nunca mi hijo deje de mirarme con sus ojos negros cálidos y hermosos con que me mira porque sabe que soy su madre viva, y él es mi hijo vivo, como serán hijos vivos los hijos de sus ojos, que no van a tener nunca frío, ni ganas de dibujar ningún número, ni de inventar nada porque desde ya son perfectos mis hijitos vivos, mis nietecitos míos.
Guadalupe Ángeles nació en Pachuca, Hidalgo. Fue directora de la revista Soberbia. Entre sus obras se encuentran Souvenirs (1993), Sobre objetos de madera (1994), Suite de la duda (1995), Devastación (2000), La elección de los fantasmas (2002), Las virtudes esenciales (2005) y Raptos (2009). Ha colaborado en Ágora, El Financiero, El Informador, El Occidental, La Jornada Semanal; en las revistas electrónicas nacionales Al margen y Argos y en las españolas: Babab y Espéculo. Premio Nacional de Novela Breve Rosario Castellanos 1999 por Devastación.
Un día en medio del verano, temprano en la mañana, nací
Por Sergio Torres
Un día en medio del verano, temprano en la mañana, nací al mundo con la mano aferrada al cordón umbilical, boqueando como pez pescado, azul, morado, verde, rojo y de todos los colores que tienen los recién nacidos. Húmedo, recibido a besos y abrazos. Envuelto en una camiseta interior de mi papá, vestido en pañales de tela hechura de mi madre. Gorros, guantes, zapatitos tejidos también por ella, mis tías, mis abuelas, las vecinas.
El día que nací, nacieron a la vida mi energía y se selló el capítulo final de mi existencia.
Sergio Torres. Licenciado en Artes, músico desde la infancia, dibujante y compositor de canciones. Maestro de música por vocación.
Ilusión óptica
Por Karly S. Aguirre
—Qué pequeñas son tus manos —dijo Greg mientras las sujetaba y las examinaba detenidamente—. Son perfectas —agregó mientras sonreía extrañamente y comparaba el tamaño de sus manos con las mías.
—Me alegra que te gusten —respondí sarcásticamente, pero él no parecía entender el sarcasmo en mi voz, o quizá no le importaba.
Greg se acercó a mi rostro y me besó. Eso me gusta. Sus besos eran lentos y apasionados, me sentí muy excitada en segundos. Mi cuerpo se encendía por donde sus manos tocaban, era como si mi carne fuera pólvora y sus manos fósforos encendidos.
Mis manos se unieron a la excursión, comenzando el recorrido por sus muslos y cayendo en cascada hacía la montaña que se alzaba sobre su pantalón. Bajé la cremallera y ahí estaba su pene, sobre la ropa se antojaba enorme, carnoso, duro, pero desnudo no era imponente. Era el equivalente en grosor, largo y consistencia a una enchilada, y aunque ya había vencido mis estigmas sobre los penes pequeños con experiencias satisfactorias, también sabía que la mayoría de los hombres de penes pequeños tienden a durar muy poco.
Greg, tomó mi mano y la llevó a su miembro, yo lo sujeté del tronco y comencé a hacer movimientos arriba y abajo, él gemía y me decía que mi mano era perfecta y con razón: mi pequeña mano hacía parecer más grande a su pene pequeño. Esto apenas cruzaba por mi cabeza cuando Greg terminó, como dije antes. Volví a comprobar que la mayoría de los hombres de pene pequeño no duran mucho.
Karla Ivonne Sánchez Aguirre estudió en el bachillerato de artes y humanidades Cedart David Alfaro Siqueiros, donde estuvo en el especifico de literatura. Actualmente estudia en la Facultad de Filosofía y Letras de la UACH. Escribe relatos y crónicas en redes sociales.
Rollos cortos
Un chorro de churros (un acercamiento a esas delicias cinematográficas)
Por Luis Raúl Herrera Piñón
Resulta más fácil saber qué es un churro cinematográfico que definirlo. Se tiene la idea de que el término «churro» aplicado a una película es despectivo y significa que aquella es de mala calidad, prácticamente material desechable. Pero si atendemos a lo afirmado por el ilustre historiador del cine mexicano Emilio García Riera encontraremos que el término fue utilizado para señalar a aquel cine producido en masa, de manera barata y con poquito o nada de valor estético y artístico. En ese sentido, la industria cinematográfica de la época de oro del cine mexicano hacía muchísimas películas al año, como si de churros (los de comer) se tratara; salían uno tras otro de esa maquinita de hacer filmes que eran los estudios de cine de entonces, ya fuesen CLASA o Churubusco, entre otros.
Y sí que se hacían montones películas, muchas de ellas excelentes, pero otras, inevitablemente, nacían ya hechas «churros», y es que solamente así se entiende que, según datos dados a conocer por el IMCINE, se hayan producido en México 1,078 películas en el periodo comprendido entre 1950 y 1959, es decir ¡más de cien por año!
Si entrar en polémicas y atendiendo a la idea de que «en gusto se rompen géneros» podemos afirmar que no todos los churros son aburridos, y si uno de los usos del cine más conocidos es el de entretener, de pasar un rato ameno, entonces los churros tampoco son del todo inútiles. Ejemplos hay de churros que se colocan ya entre las elegidas películas de culto.
Juan Orol, el director considerado «El rey de churro» hizo películas tan malas que de tan malas ahora son dignas de análisis en prestigiosas escuelas de cine.
Para entender el grado de maestría con que Orol concebía sus maravillosos churros, Emilio García Riera, en el prólogo del libro sobre el cineasta que escribió Eduardo de la Vega Alfaro, recordaba que en una ocasión le preguntó a Orol cómo era posible que, en una escena de una de sus películas, ametrallase a un grupo de gángsters sentados de espaldas a un gran ventanal sin que se quebrase un solo vidrio. Y que Orol respondió: «¿Y qué? ¿Me iba usted a pagar los vidrios rotos? Y además, cree usted que el público va al cine a ver vidrios rotos?».
Seguramente el maestro Luis Buñuel tenía razón cuando le dijo a Elena Poniatowska en una entrevista que el churro cinematográfico puede ser a veces un cúmulo de aciertos técnicos, que incluso puede ganar un Premio Óscar, e incluso ser vitoreado en los festivales. Para el maestro Buñuel el churro era un caso más de actitud que de otra cosa, de conformismo, de borreguismo, de seguir haciendo lo ya está hecho, y no atreverse a dar un paso más allá, hacia lo novedoso, a no conformarse jamás con más de lo mismo.
Pero hay más de un «rey del churro». El Santo, el enmascarado de Plata, hizo tantos churros que se puede decir que «dignificó ese término» con sus magistrales lances. Y se sabe que él mismo estaba convencido de que todas sus películas eran puros churros, como lo demuestra una anécdota contada por Gabriel López, guardaespaldas de El Santo, en la cual refiere que al luchador le gustaba ir a ver sus películas al cine y que en cierta ocasión López le comentó que exhibían Las momias de Guanajuato en el cine Sonora, a lo que El Enmascarado de Plata contestó: «Órale, vamos, tú disparas el chocolate y yo los churros».
A continuación (y para visionar durante los calurosos días que tenemos por delante) una recomendación de los mejores churros de producción nacional, imprescindibles para quien quiera pasar momentos entretenidos, sin grandes pretensiones intelectuales:
Charros contra gángsters, El charro del arrabal, Cabaret Shangai, de Juan Orol.
El Santo contra las mujeres vampiro, El Santo contra los zombies, El Santo en el museo de cera, pero, sobre todo, Santo, el enmascarado de plata, contra la invasión de los marcianos.
El extraño hijo del Sheriff, Puerto maldito y prácticamente toda la filmografía de los hermanos Almada, excepto, quizás, Todo por nada y las películas de Juan Antonio de la Riva donde aparece Mario, como Pueblo de Madera y El Gavilán de la Sierra, así como películas donde actuó Mario, como Divinas palabras» y La viuda negra entre otras.
Vacaciones de terror con Pedrito Fernández con todo y muñeca diabólica incluida.
Cañitas. Presencia, El triángulo diabólico de Las Bermudas«…y algunos otros churros que puedan olvidárseme.
Hasta la próxima.
Luis Raúl Herrera Piñón es el jefe de la Unidad de Cine de la Quinta Gameros desde hace 19 años, tiempo en el que ha privilegiado la difusión de la cultura, a través de cine de calidad. Durante años publicó en El Heraldo de Chihuahua su columna Rollos cortos, en donde hacía crónicas y crítica de cine.
A un hombre llamado Mauro, mi padre
Por Marco Benavides
No puedo recordar cuándo me di cuenta de tu presencia en mi vida, desde mis primeros momentos de conciencia de mi entorno, hasta el día en que el inexorable paso del tiempo nos separó para siempre. Fue solo un momento, una singularidad en el éter y la vasta extensión del Cosmos. Y ahí estaba yo, tu hijo. Fuiste mucho más que un progenitor: fuiste el faro que iluminó mi camino, el ejemplo que siempre traté de seguir, y la voz que orientó mis decisiones importantes.
Naciste en tiempos de cambios turbulentos y desafíos que yo solo conocí a través de tus relatos. Creciste en una época donde la fortaleza y la perseverancia eran moneda corriente, valores que sin duda te impregnaron de una determinación inquebrantable. Viviste en tu infancia la circunstancia del país durante una guerra mundial.
Nada se tiraba de primera intención, con eso tenías que arreglártelas hasta que se acabara completamente. Fuiste hijo de una familia con doce, en un ambiente en el que no había más para todos que todos que trabajar duro, físicamente, de sol a sol, para obtener el sustento. Con el pasar de los años, y a medida que te convertiste en padre, esos valores se transformaron en las bases de nuestro hogar.
Recuerdo tus manos fuertes, siempre dispuestas a trabajar arduamente por nuestra familia. Tus horas interminables en el trabajo nunca fueron motivo de queja; al contrario, nos enseñaste el valor del esfuerzo y la dedicación. Aunque tus jornadas eran largas y a veces agotadoras, siempre encontrabas tiempo para estar con nosotros, para escuchar nuestras inquietudes y celebrar nuestros logros más pequeños como si fueran grandes hazañas. Recuerdo que de niño me inspiró a ser médico el aroma de tu maletín de cuero, con tu instrumental de trabajo, que yo veía con curiosidad infantil, como un tesoro.
Te gustaban los automóviles, y sabías de mecánica desde joven. Me enseñaste al ayudarte a cambiar una llanta, limpiar unas bujías o un filtro de aire para motor. Recuerdo claramente que me enseñaste lo que era el tiempo del motor, cómo medirlo y ajustarlo. Te gustaba tener tu carro siempre limpio y reluciente, y estabas orgulloso cuando me enseñaste a manejarlo.
Médico de profesión, tu sabiduría era tan vasta como tu corazón. A través de tus palabras aprendí lecciones que ningún libro podría enseñar. Recuerdo tus consejos sobre la importancia de la honestidad y la humildad, sobre cómo enfrentar los desafíos con valentía y cómo tratar a los demás con respeto y compasión.
Cada conversación contigo era una oportunidad para aprender algo nuevo, no solo sobre el mundo que nos rodeaba, sino también sobre mí mismo. Me enseñaste lo que era la presión sanguínea y cómo medirla. Estuviste ahí cuando el jurado que había aprobado mi examen profesional estuvo de visita en la casa. Orgulloso de mí sin duda, pero nunca obsequioso.
Tu amor por la literatura marcó profundamente mi propia pasión por las palabras. Desde temprana edad me enseñaste a apreciar la belleza de un buen libro, a perderme en las historias que transportan a mundos desconocidos y a encontrar consuelo en las palabras de los grandes escritores. Recuerdo claramente que me platicabas sobre la Divina Comedia, y yo escuchaba fascinado.
Sabías francés, y en alguna ocasión con motivo de un triunfo de Francia en el futbol cantamos juntos la Marsellesa. A menudo recuerdo cómo compartíamos nuestros pensamientos sobre libros favoritos, intercambiando ideas y reflexiones como dos almas que se comprenden profundamente.
Pero más allá de tus palabras y tu arduo trabajo, lo que más valoro de ti, querido padre, es tu amor incondicional. Eras duro, a veces reacio a la razón de los demás, especialmente cuando los años se te vinieron encima, con el sufrimiento familiar y los problemas de salud, pero siempre estuviste ahí para mí, en los momentos felices y en los momentos difíciles.
Un día como cualquiera, caminaba a tu lado y de alguna parte salió un perro que me atacó, pero tú te pusiste delante de él, espantando al animal con tu valor. Tus abrazos eran el refugio donde encontraba consuelo, me dabas una bendición en la frente con la señal de la Cruz cada vez que me iba lejos, tu risa era la melodía que alegraba los días, y tu presencia era la certeza de que nunca estaba solo en este singular viaje llamado vida.
Aunque el tiempo nos haya separado físicamente, sé que tu legado perdurará en mi alma cada día que respire y tenga conciencia. Me enseñaste el verdadero significado de la familia, el sacrificio y el amor desinteresado. Cada vez que miro atrás, veo tu influencia en las decisiones que tomo, en las palabras que elijo y en la manera de ver el mundo que me rodea. Fuiste y siempre serás mi guía y mi inspiración para superarme. Cuando ya te ibas, en esa cama de hospital, herido de muerte por la sepsis, tuve la oportunidad de besar tu frente y decirte al oído cuánto te quería, pedirte que descansaras del dolor.
Hoy, mientras escribo estas palabras llenas de gratitud, pienso en todas las veces que desearía haberte dicho esto en persona, haber podido expresar cuánto significabas para mí. Pero no eras un hombre de palabras sentimentales. Callado y determinado, expresabas tu amor por mí de mil y una otras formas. Pero tengo la certeza en lo más profundo de mi corazón, que de alguna manera estás aquí, leyendo estas líneas y sintiendo la admiración que emana de cada palabra.
Gracias, querido padre, por todo lo que hiciste por mí. Tu vida fue un regalo para los que tuvimos el privilegio de conocerte, y tu memoria vivirá eternamente en nuestros corazones. Que allá, donde sea que estés, tengas la paz y la felicidad que mereces, sabiendo que tu amor perdura en cada uno de nosotros, tus hijos, que seguimos adelante con el legado que dejaste.
16 junio 2024
Marco Vinicio Benavides Sánchez es médico cirujano y partero por la Universidad Autónoma de Chihuahua; título en cirugía general por la Universidad Autónoma de Coahuila; entrenamiento clínico en servicio en trasplante de órganos y tejidos en la Universität Innsbruck, el Hospital Universitario en Austria, y en el Instituto Mexicano del Seguro Social. Ha trabajado en el Instituto Mexicano del Seguro Social como médico general, cirujano general y cirujano de trasplante, y también fue jefe del Departamento de Cirugía General, coordinador clínico y subdirector médico. Actualmente jubilado por años de servicio. Autor y coautor de artículos médicos en trasplante renal e inmunosupresión. Experiencia académica como profesor de cirugía en la Universidad Autónoma de Chihuahua; profesor de anatomía y fisiología en la Universidad de Durango. Actualmente, investiga sobre inteligencia artificial en medicina. Es autor y editor de la revista web Med Multilingua.
El gato se asomó saliendo despacito de su cueva. Ignoraba que una sentencia de muerte se cernía sobre su cabeza
Por Fructuoso Irigoyen Rascón
El gato se asomó saliendo despacito de su cueva. Ignoraba que una sentencia de muerte se cernía sobre su cabeza. Era que para los humanos se había excedido, había cruzado la raya… pero si los gatos no saben de rayas, eso es cosa de los humanos.
Había señales de que esto pasaría, ya sospechaban los humanos que era él quien se había robado aquellas cecinas que desaparecieron del lugar donde las extendían para que se secaran al sol. Claro es que la primera vez que eso sucedió habían sospechado que el otro clan de humanos se las habían llevado. Pero ahora el otro clan ya no estaba, la tos los había matado a todos. Tenía que ser el gato.
Más no fue el robo de la cecina lo que colmó el plato, sino el ataque al niño. El pobrecito apenas comezaba a caminar sin apoyo, su mamá lo vigilaba mientras el hacía sus pininos en el espacio que a manera de atrio mantenían frente a la choza. El gato saltó sobre él, intentaba devorárselo. La mamá saltó desde donde estaba sentada agitando un palo.
—¡Fuera de aquí maldito gato!
Tal fue el escándalo que el gato huyó despavorido dejando atrás su presa. Y llegaron todos —prácticamente todos, menos los que andaban fuera cazando— y casi se paralizaron al ver al infante sangrando profusamente. Una vez que dejó de sangrar y que lavaron los rasguños:
—¡Pobrecito, marcado de por vida!
Su carita de ángel rasgada y ‒anticipaban‒ cubierta de cicatrices.
—¡Debíamos de haberlo matado desde que robó las cecinas!
Llegaron los cazadores, que eran tres. Aunque usted no lo crea se llamaban Tum, Pum y Turum. Vieron al niño y apenas creían lo que les decían que le había pasado.
—¡Vamos por él! —sentenció Turum.
Tum, el cazador más viejo y con mayor experiencia, habló entonces:
—No, no vamos por él. Ha probado la sangre del niño y volverá por más. Dejemos que él venga a nosotros. Aquí lo mataremos.
Más que por la fina lógica cinegética de Tum, por el respeto —tal vez miedo— que le tenían, todos apoyaron su opinión. Tomarían turnos, aunque el ataque al niño había sido de día, es bien sabido que los gatos rondan de noche. Los tres cazadores comezarían; seguiría la mamá del niño, la única persona que había visto al gato. Al narrar a los demás cómo era el animal, dejó claro que, aunque enorme, no era uno de esos dientes de sable de que hablaban en las tertulias alrededor del fuego.
—Dicen que ya se acabaron. Tum tiene un colmillo ¿lo cazaste?
—No, lo cambié por una piel a uno del otro clan.
—De los que mató la tos.
—De esos mismos.
El tema era ‒por lo menos‒ incómodo. La extinción del tigre de dientes de sable y del otro clan hacían que temieran que tambén ellos mismos pudieran estar en camino a la extinción. Un comentario que resumía este temor:
—No nos podemos dar el lujo de perder un niño.
Ali, la mamá del niño alistaba ya su garrote, el mismo con el que había salido a espantar al gato.
Tum la interpeló:
—No basta con espantarlo, o golpearlo. Necesitas algo más que ese palo para matarlo —dijo, mostrándole el hacha de piedra que siempre lo acompañaba.
Pum, por su parte, coqueteaba con el nuevo invento que ahora se difundía como el fuego de campamento en campamento: el arco y la flecha. Todavía no se les ponía puntas de sílex a las flechas, eran estas simples jaras con puntas afiladas. A pesar de su poca eficacia más allá de unos pocos metros, el arma había demostrado su letalidad en varios encuentros con otros clanes.
No tuvieron que esperar mucho.
Pum estaba de guardia, la noche empezaba a caer y de entre la maleza salió el gato. Pulsó el arco, puso en él la mejor flecha que tenía, caminó dos pasos acercándose al animal y disparó. La flecha voló pero ya iba completamente de lado cuando alcanzó al felino. Volvió este la cabeza y encontró al que lo había atacado. Ya ponía en el arco una segunda flecha cuando el enorme felino se avalanzó sobre él. Con una tremenda tarascada casi amputó la mano que pulsaba la cuerda del arco. Su grito despertó a todos. Tal como había pasado cuando el gato atacó al niño, la mujer salió de la choza blandiendo su garrote y gritando. Y tal como aquella vez, el gato huyó espantado.
Tum tomó su hacha y salió del campamento siguiendo la huella del gato y las gotitas de sangre de su amigo que dejaba en su camino. Aunque con dificultades pues comenzaba a lloviznar ‒y pronto la lluvia borraría las huellas‒, llegó Tum a la cueva, la misma que aparece al principio de este relato. Su instinto de cazador y unas huellas recientes le indicaban que el gato ya había estado allí pero había salido de nuevo, se había marchado. El cazador decidió de todos modos explorar la cueva. Agachándose, casi poniéndose a gatas, libró la entrada y se vio en una amplia cueva. Alcanzó a ver los cachorritos en un rincón y un instante después sintió las garras de la gata clavarse en sus hombros y la parte superior del pecho. Sus fauces ya se cerraban sobre su cuello. La hembra era más pequeña que el macho, pero dos veces más feroz. Su piel más obscura.
Habiendo cometido un error ‒puede pasarle a cualquiera, incluso a un cazador experto como él‒ Tum estaba en un terrible predicamento, con la gata encima y limitado por las paredes, piso y techo de la cueva no podía blandir su hacha. Acumulaba heridas hasta que pudo arrojar al suelo a la gata. Entonces pudo atestarle un hachazo y partirle la cabeza. La gata convulsionó y minutos después dejó de moverse. Los cachorritos miraban espantados al asesino de su madre.
Todavía evaluando sus heridas y aplicando presión sobre la mayor de ellas, la que sangraba más, en medio de esto pensó en llevarse los gatitos al campamento para que jugaran con ellos los niños —antes de matarlos. En eso oyó un ruido que venía de la entrada de la cueva —es el gato, pensó— y se disponía a continuar la lucha para lo cual agarró con fuerza el mango de su hacha. Pero fue una falsa alarma. Siguió ocupándose de sus heridas, procediendo luego a desollar a la gata muerta.
No dejando de vigilar la entrada de la cueva, por si volvía el gato macho, se ocupó de colocar los gatitos en un costal que llevaba y que le servía de ordinario para llevar los frutos de su caza. Otro ruido, otra falsa alarma. Salió de la cueva con sus heridas sangrando, la piel de la gata enrollada bajo el brazo y los cachorros en el costal. A pesar de que ahora llovía con más intensidad, permaneció varias horas junto a la entrada de la cueva, pero el gato brilló por su ausencia. Tal vez ‒pensó Tum‒ estaba observándole oculto en la maleza. Las heridas a cada momento se tornaban más dolorosas. Así que decidió retirarse al campamento.
Al aparecer Tum en el patio encontró a su gente ahí reunida. Viendo la piel que cargaba bajo el brazo gritaron de júbilo pensando que era la del gato. Pronto aclaró el cazador que no era la piel del gato sino la de su compañera. Entonces depositó el costal con los gatitos en el suelo y estos se asomaron y pronto estaban rodeados de los niños que se complacían en abrazarlos, levantarlos, dejarlos caer. Los gatitos no sabían si era juego o tortura. Tum se había dejado caer pesadamente mientras que dos mujeres examinaban sus heridas. ¡Dejarse querer!
—Ésta es más profunda, la del cuello. Las otras sanarán pronto.
Tum cayó en la cuenta que el niño que había sido atacado primero no se encontraba entre aquellos que se complacían en jugar con los gatitos.
—¿Y Ugluk? —preguntó temiendo que lo peor hubiera sucedido, que hubiera fallecido por las heridas.
Emitió un suspiro de alivio cuando le dijeron: «Solo es que le tiene mucho miedo a los gatos». Pensó entonces: «Ya se le pasará».
Con los dos cazadores de más experiencia fuera de combate, solo quedaba Turum, aquel fornido joven que no ocultaba su ambición de desplazar a Tum como el cazador estrella del clan. Esta era su oportunidad. Ya tenía un plan en mente y lo propuso al clan. Tum sintió que el plan de Turum no era lo mejor que se podía hacer, pero adolorido y febril por sus heridas que comenzaban a mostrar signos de estar infectadas, no dijo nada.
Lo que propuso Turum fue matar a dos de los tres cachorros y dejar los cuerpecillos en el atrio frente a la choza y derramar su sangre alrededor de ellos, una de las patas traseras del tercer gatito debería atarse a una estaca a manera que este maullara desesperado y atrajera al gato macho. Él aguardaría escondido detrás de un arbusto que había al borde del patio con un hacha similar a la de Tum.
El gato apareció esa noche ‒¿atraído por los maullidos de su hijuelo? ¿por el olor de la sangre? ¿por venganza? o ¿simplemente por hambre?‒ Los gruñidos que profería sugerían que era una combinación de todo eso. El animal se veía enfurecido. Una vez que avanzó hasta donde estaban los gatitos, los muertos y el vivo, el gatito sobreviviente parecía responderle con tiernos maullidos.
Turum saltó desde su escondite y dirigió su hacha a la cabeza del gato, pero —cosa del miedo o de la excitación— dio en el cuello del bicho. Maulló de dolor y se hubiera esperado que fuera a echarse encima de Turum ‒el cazador cazado. En ese momento desde la puerta de la casa se oyó un grito ‒ya familiar. Era Ali. Y nuevamente el gato huyó despavorido.
El gato no volvió a aparecer por el campamento del clan. Sería que murió por la herida que Turum ciertamente le habia causado ‒aunque todos lo dudaban‒, o que al perder su familia y ver vulnerada su morada busco una nueva guarida. Cuando Tum se recuperó salió a buscarlo sin éxito. Un cazador de otro clan que encontró un día que se alejó de sus lugares de caza habituales le contó que un gato como el que él buscaba había sido ultimado por alguien de su clan. El caso es que el gato desapareció, pero no el miedo. El miedo a veces protege a quien lo sufre.
El gatito fue creciendo y los niños lo consentían como el prmer día. Todos sabían lo que habría de pasar, y pasó. Un día rasguñó a uno de los chiquillos, pudo ser un accidente, pero a todos quedó claro que las uñas del animal tenían filo cumo de navajas. No tuvo una segunda oportunidad. Tum explicó serenamente a los niños que ansiosamente buscaban al felino por todos los rincones:
—Nomás se fue. Lo llamó la voz de la selva.
El famoso médico y explorador Fructuoso Irigoyen Rascón, autor de Cerocahui, avisa que acaba de aparecer su nuevo libro, Nace Chihuahua, Gabriel Tepórame y Diego Guajardo Fajardo, los forjadores, publicado por la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez. En el colofón dice que la edición es de 2019, sin embargo, a causa de la pandemia, apenas acaba de salir de imprenta este agosto de 2021.
Foto Gaspar Jiménez
Un día, de repente, llegué
Por Sergio Torres
Un día, de repente, llegué al mundo. Era martes. Estaba lloviendo, la casa de la partera tenía una enorme ceiba al lado. Mi papá llevó a mi mamá montada en una bicicleta de su casa a la otra. Esperar mi nacimiento fue esperar también la muerte de mi gemelo, el bueno, el que nunca llegó a respirar. Era el cumpleaños de mi papá, era el nacimiento de los mellizos, era la muerte de uno de ellos. Era el agua para el café en la casa de enfrente, cruzando la calle vivía mi abuela paterna. Era el día en que se celebraba la vida, en el que la muerte les recordaba su permanencia temporal.
Sergio Torres. Licenciado en Artes, músico desde la infancia, dibujante y compositor de canciones. Maestro de música por vocación.