Las mujeres de mi vida
Por Arelí Chavira
A Nadia, una mujer que rompió con los patrones que
violentan y de la que hay que aprender.
Mi abuela se llamaba Manuela, de cariño le decían Manuelita, aunque ella
odiaba ese diminutivo. Dejó una huella profunda en la gente que la conoció. Fue
una señora con el carácter bien puesto, fuerte como el café negro de antes de
Starbucks y del chai late especiado; esas mujeres que no se guardaban sus
opiniones, hablaban con palabrotas y sacaban adelante, solas, a su familia en
una época en la que los hombres eran indispensables para hacerse respetar, ¿les
suena?; ni siquiera dejó que sus hijos llevaran el apellido de su marido; qué bueno.
Además, me gusta más Mendoza que Salcido.
Bueno, Manuelita siempre trabajó, hasta que sus huesos ya no le dieron más.
Entonces tomó su monedero y fue al gobierno a exigir lo que ella creyó que era
suyo, de la tal manera que logró dos pensiones pequeñas que le duraron hasta el
día que murió. Así de entrona y autosuficiente.
Pocos saben de su vida antes de convertirse en la viejita piedrera
que fue. Nació en Satevó, en 1941; a los doce años se mudó con su familia a
Chihuahua. No se llevaba bien con su mamá, es decir, mi bisabuela, porque nunca
aceptó hacerse cargo de sus hermanos, no era su obligación, como tampoco ser
sumisa. A los quince se casó con Luis Salcido, que tenía veinticinco, creo que
para alejarse de la familia, sin saber lo que le esperaba.
Tuvo ocho hijos, le sobrevivieron cinco, entre ellos mi mamá; sin embargo,
cuando ella estaba pequeña, estalló la bomba que disolvería el matrimonio: el “señor”
tenía otra familia muuuy bien formada con su esposa ‘original’ y cinco hijos
varones.
Este “hombre”, porque no lo veo como abuelo, con el afán de que mi abuelita
Manuela no supiera, la golpeaba y la dejaba encerrada por días y, ¿pueden creer
que tuvo la desfachatez de ponerle los mismos nombres a los hijos de ambas
familias, e incluso el nombre de su primera esposa a una de mis tías? Entiendo
que quizá Manuela no sea un nombre bonito, pero llamar a una de sus hijas con el
nombre de la otra mujer, me hace desear escupirle la cara si hubiera podido. A
tal extremo llegó su machismo e ignorancia que, como a yegua fina, a la fuerza
le tatúo en el brazo y la pierna su nombre con letras mayúsculas: LUIS; mi viejita
tuvo que cargar con ese tipo hasta el día de su muerte. Pese a toda esta mala vida
que le dio, nunca la recuerdo hablando mal de él. La única ocasión que le
escuché resentimiento fue cuando me confesó que la obligó a abortar a su último
hijo; esa experiencia rompió su espíritu y la convirtió en una mujer dura,
aparentemente sin sentimientos.
Sé que pasó el resto de su vida marcada en cuerpo y espíritu por este tipo,
no supo o no pudo reponerse, porque su segundo esposo, Ángel, un hombre al que
todos consideramos como padre y abuelo, nunca recibió el amor que merecía. Es
que para ese punto Manuelita ya no creía en que ellos merecieran su respeto y
tolerancia, menos su cariño.
La abuela murió con remordimientos, reconoció que no fue una esposa ni una
madre ejemplar. Se concentró en tener todo lo que necesitó para no pedirle nada
a nadie, pero a un costo muy alto: tiempo de convivencia, afecto y sobre todo
el cuidado emocional y físico que todas merecemos.
Me considero realmente afortunada de lograr que abriera su caparazón; para
mí fue la mejor abuela que la vida me pudo dar y gracias a ella he valorado
muchas cosas. Siempre me dijo: a los hombres llórales unos días y ya, a lo que
sigue; a los hijos nunca los dejes por nadie, menos por un hombre, pero
piénsalo bien antes de tenerlos, no estás obligada; además, este mundo está de
la chingada, mejor sigue con tus perros.
Sus palabras siguen muy presentes en mi vida, a diferencia de mi tía Ana,
hermana menor de mi madre. También se casó y se embarazó muy joven; un
matrimonio muy “afortunado y lindo”, decían; dos hijos y un marido amoroso que,
como una señal de advertencia, también se llamaba Manuel; de esos tipos que
todos quisiéramos tener de tíos, maridos, novios y demás. Fui como una hija más
para él, tuve una relación tan especial con ellos que, el día que Ana nos llamó
para decirnos que el tío Manuel llevaba un día perdido, el mundo se me vino
abajo, me imaginé lo peor.
Le dijo: ahorita regreso para llevarte a cenar por tu cumpleaños. Ojalá y
nunca hubiera regresado. A los dos días tuvimos razón de él, no estaba muerto,
andaba de parranda con una mujer con la que ya tenía tiempo saliendo y, como un
alud que provoca una gran bola de nieve, toda la verdad nos cayó encima, sobre
todo a mi tía. Manuel la había engañado tantísimas veces que no podíamos contarlas.
Por fin ella confesó que la razón por la que jamás podía tomar una siesta era
que una de la tantas veces Manuel aprovechó ese momento de sueño para irse, y
como la mayoría de las mujeres que se ven envueltas en relaciones así, pensó:
pues mejor ya no me duermo.
En fin, tras el divorcio le vino una depresión tan fuerte que le provocó intensos
ataques epilépticos. Su ánimo se ensombreció, pasó de ser la bromista de la
familia, la divertida, a una mujer que lloraba todo el tiempo, que ya no reía y
que tenía miedo de salir al supermercado sola. ¿Qué voy a hacer?, me
preguntaba, ¿cómo voy a poder vivir sin él?, ¿cómo voy a seguir con mi vida?, ¡no
puedo, no puedo hacerlo si no está conmigo!, y efectivamente, no pudo.
Después de dos intentos de suicidio, cinco años con psiquiatras,
tratamientos, medicamentos, pláticas interminables que le recordaban la chica maravillosa
que era y la vida hermosa que le estaba esperando, finalmente se quitó la vida y
dejó a “nuestro querido Manuel” una carta culpándolo de todo lo que la hizo
sufrir durante veinticuatro años de matrimonio.
Mi mamá hasta la fecha me dice que no podemos culparlo de eso, y es cierto,
al final de cuentas no fue él, sino la codependencia que tía Ana desarrolló. Al
fin y al cabo, se nos ha enseñado que somos medias naranjas. La lección de vida
de la abuela aún no fue suficiente, a veces es demasiado, se hace lo que se
puede con lo que se tiene.
Mi madre tampoco supo del todo cómo utilizar el ejemplo de la abuela, y es
que no es fácil ir contra corriente cuando no se nos ha enseñado a nadar. Tiene
todo mi respeto y admiración, porque, aunque no fue la mejor manera de lidiar
con un matrimonio que no la hacía feliz, al menos sigue aquí, y más le vale
porque ella me prometió que jamás haría algo como lo que hizo su hermana.
Después de dieciocho años de casados mis padres se divorciaron, el asunto fue
que mi mamá ya había encontrado a alguien más para cuando esto ocurrió. No la juzgo,
pero, aunque amo a mi papá, sé que vino a cargarla con sus traumas de la
infancia, como si ella no tuviera suficientes.
Macho alfa, lomo plateado, manipulador que es, la chantajeó hasta el
cansancio y cada vez que ella le pedía el divorcio, él le lanzaba la típica
amenaza: “si me dejas me mato”. Ah, pero como es súper dramático, iría a la
casa de la abuela y se dispararía delante de todos, echándole la culpa a mi
mamá. Obviamente para mi madre, acostumbrada a cuidar de todos, era inconcebible
permitir algo así, por lo que decidió seguir casada y muy bonita, porque ni mi
hermano ni yo nos dimos cuenta de nada. Fue otro hombre el que le dio el valor
y la motivó a buscar su felicidad. No obstante, habría que esperar a que
nosotros, sus hijos, fuéramos mayores. La justificación perfecta, no es fácil
dejar una relación así.
Como era de esperar, mi papá nunca se mató, sigue súper vivo, feliz y soltero.
La no tan mala noticia es que la pareja de mi mamá no resultó ser su felicidad.
No es mal hombre, ni nada, solo que no le dio prioridad a una mujer que cambió
toda su vida con la esperanza de recibir algo mejor; quizá el verdadero cambio
en ese momento debió de ser de dentro hacia afuera y no al revés. Ahora, mi mamá está soltera, tranquila, cuidando
de sí misma, de sus hijos y su nieto. No hay más que pueda desear para ella.
Y yo, pues he aprehendido de las mujeres de mi vida. Con quince años de
matrimonio sigo íntegra física y mentalmente, bueno, más o menos, porque todos
tenemos nuestras cosas. Me casé con un hombre que, a pesar de que vivió en un
entorno machista, aprendió a tratarme con respeto, naturalmente, desde la
reciprocidad. Ha sido un largo camino de dar y recibir, de estirar y luego
ceder, pero sobre todo de abierta comunicación.
Me costó mucho llegar a ese equilibrio porque, por un lado, tuve una abuela,
a quien las circunstancias y carácter la llevaron a cambiar el cariño y los
afectos por una coraza de hierro; por otro, a la tía Ana, con su dolor a flor
de piel; y, por si fuera poco, a mi mamá con sus vacilaciones. Así que hubo
momentos en los que preferí callar para llevar la fiesta en paz: error, casi
nada de estas cosas se arregla con silencio. También muchos años me dije que no
era bueno abrirse completamente, entregar todo, como dicen las canciones:
error, jamás por miedo dejes de hacer lo que quieres u obsequies lo que tienes,
eso sí, el amor propio es primero.
No soy de las mujeres afortunadas que tienen todo o que les tocó lo mejor, pero sí soy de aquellas que han visto, oído y aprehendido; tengo muy claro que la violencia no solo es física, está presente cuando te obligan a hacer algo que no quieres, cuando no te dan el lugar que te corresponde en la familia y en todos lados; cuando te engañan pero te convencen de que eres tú la culpable, la dramática, la toxica, cuando te chantajean y amenazan, cuando no recibes lo que pides y mereces.
Arelí Chavira es licenciada en letras españolas por la Universidad Autónoma de Chihuahua con maestría en University of New Mexico in Las Cruces. Tiene publicados los libros de relatos Mudanza de Jazmín, publicado por el Instituto Chihuahuense de la Cultura en 2015, y Lo que nos unió, publicado por Onomatopeya Editorial. Actualmente es profesora de literatura en la Universidad Tec Milenio, donde además coordina un taller literario.
No hay comentarios:
Publicar un comentario