El
Innombrable
Por Tony Cazares
En los
delirios de su mocedad, Ignacio Martos soñó durante las madrugadas de luna
nueva con el fantasma de su padre: harapiento, al filo de un catre duro con
resortes espigados, entre mugrosas pilas de hojalata; justo como lo miró morir
hacía varios años. Lo soñaba de carnes tullidas, apeñuscándose con mano
temblorosa en las suyas para conjurar el fuego eterno de sus últimas palabras:
─Recuerda
siempre, hijo mío: morí por el ratero del Innombrable, el tipejo cabrón que me
lo ha quitado todo, el que nos condenó a esta pocilga. No dejes nunca que te
hagan lo mismo; no te fíes de nadie.
*
Ignacio
sería el niño que creció quitándole las garrapatas a su perro El Flaco. Se hizo
púber a la vigilia de los ciempiés monstruosos que durante la noche se
enroscaban por los recovecos del sillón. Así llegó una reveladora mañana en
donde se descubrió joven, después de que su viejo lo llevara a trabajar a la
pisca sobre las largas matas de chile, apaciguándose el gusano del hambre a
punta de maseca con agua. Entrada la hora de comida, resintió como nunca el
rencor que a diario profesaba su padre contra El Innombrable: un sujeto del
cual Ignacio oía solamente las mezquindades, pero nunca su nombre.
En la casa
habían prohibido nombrarlo, porque el simple hecho de escuchar aquellas letras
le provocaba agruras a su padre, se le iban calentando las entrañas, después la
lengua le echaba lumbre y del puro resquemor le salían las más atroces majaderías.
Solo él tuvo el inalienable derecho de mencionarlo, por lo común, cuando se le
aplacaba el estómago.
*
Durante
su triste lecho, Ignacio se acercó a su oído aparente para poderle preguntar:
─¿Cómo
se llama ese maldito que te jodió la vida, padre? Dime ya de una buena vez.
─Se
llama Isidoro Becerra, vive allá en Las Villas ─alcanzó a decirle, con un
suspiro ya oscilante sobre el mundo.
─Lo voy
a matar ─contestó Ignacio a regañadientes, pero el eco de aquella determinación
solo reverberaría en su sombra, mientras le bajaba los párpados arrugados al
cadáver de su padre.
Nomás
de verlo daba lástimas. Estaba allí, con los brazos haciendo una cruz sobre su
blando pecho. En su aura, irascible como de costumbre, se le podían esculcar
los mil corajes que fueron jorobándolo, las cóleras que lo empequeñecieron.
El
padre de Ignacio, desde joven, había sido muy trabajador. Se la mantenía con
llagas en los pies, con el espinazo chueco por su incomparable cometido. Se
dispuso a trabajar para salvarse de su condena: la de ser pobre. Su tiempo lo
invirtió, desde muy pequeño, descargando grandes sacos de mercancía para la
granja de los Becerra.
Empezó acarreándoles
hasta el bordón. Luego, ya amaestrado por la edad, los movía a cualquier sitio
sin mucho desgaste. Pensaba que lo verdaderamente difícil era la rutina:
despertar con el cantar del gallo, subirse a los camiones donde solo cabía
replegado entre las tablas rotas y el olor a mariguana, volver abatido, con el
sol quemándole hasta los huesos.
El día
de su desdicha se disfrazó de fortuna. El viejo terrateniente Becerra había
muerto y los hijos no querían quedarse con la labor. Por tal circunstancia,
procedieron al remate. Lo que ellos querían era reclamar dinero lo más rápido
posible; sin embargo, nunca les pasó en la mente que el primero en pararse con
el precio en la mano sería el padre de Ignacio: el Ignacio mayor, quien apenas
se acabalaba con su sudor de toda la vida.
Ellos,
los hijos del gran Becerra, se aprovecharon de su ignorancia para elaborar un
fraude que les resolviera el mundo si no prosperaban en sus demás oficios:
inscribieron una cláusula de retroventa a los diez años, por la sexta parte del
valor original. Inservible, realmente, porque la manera en que despojaron al
Ignacio mayor fue mediante un secuestro.
Lo
sorprendieron a la década siguiente, cuando arreaba su mandado de la ciudad.
Entonces los tres pistoleros de Isidoro Becerra le brincaron de los matorrales,
lo bajaron de su camioneta correosa para azotarle una paliza que le retumbó las
orejas hasta la muerte. A la mañana, apareció moribundo sobre el monte,
sangrado y sin tierras, pero vivo. Le faltaban cuatro dedos, uno por cada mano
y cada pie.
Ahora a
Ignacio, el hijo, se le habían clavado sobre la boca de las vísceras unas
rotundas ganas de venganza. Allá iba, rumbo a Las Villas, apretujado en una
traila llena de gente. El olor a humanidad se le ensañaba sobre las narices
como un lazo profundo de convicción. Él no sabía de otros olores que no fueran
los de la oronda peste, aquellos vientos fétidos que lo corretearon por cada
pasillo húmedo de su casa, en el corralón de las gallinas o sobre los frutos podridos
del campo.
Llegó a
Las Villas como el muchacho joven que desembarca en una ciudad llena de sueños.
La grave diferencia era, sin embargo, que él se destinaba a matar. Encontró la
granja ilegítima de Isidoro Becerra justo donde le había dicho su padre:
enseguida del desteñido monumento al tarahumara.
Se dispuso
a entrar como un trabajador cualquiera, sin apuros a su plan. Allí fue donde
conoció a su enraizado enemigo: un fulano intachable, con campera lisa a
cuadros, el cual comandaba a sus súbditos con el señalamiento atroz de su boca.
El tenerlo tan cerca lo hacía enervar, le provocaba arrebatos que bien pudieron
terminar en un homicidio poco calculado. No obstante, Ignacio domeñó sus
arranques de ira, fue estudiándolo con cautela, lo reconoció mediante todos sus
sentidos. Sabía, por ejemplo, que olía a lavanda; que hablaba trocho, como un niño
chiple; que a las nueve en punto, se encerraba siempre para almorzar en su recóndito
cuarto.
Por
ironía, los pormenores que deslumbraron la consciencia de Ignacio no se
redujeron solo a la persona de Isidoro Becerra. Reconoció, entre aquellas
tardes abrasivas, una mirada color de miel que le menguaba su desprecio al
mundo.
En los
ojos diáfanos de Esperanza, Ignacio encontró razones para ponerse nervioso por
cosas ajenas a su resentimiento; acaso fuera por ternura, no lo sabía. La única
certidumbre era que los martes, bien temprano, cuando ella se paseaba por los
surcos con un huacal para recoger los tomates rancios, a él le daba por
inventarse formas estúpidas que pudieran mantenerla fija durante unos segundos
más. Le hacía comentarios insípidos sobre el tiempo; la perogrullada: hace
calor.
Entonces
Esperanza, fugitiva, le traía un vaso de agua a escondidas del cacique; sacaba
jugos fríos de la abarrotada nevera para dárselos a Ignacio como una señal
irrefutable de su interés. Ella había trabajado allí desde que tuvo uso de
razón, vislumbró las primeras luces entre largos pastizales y no conocía de
hombres, sino solamente aquellas carcachas inmundas de carne que con ojos
viejos y lascivos la imaginaban sin trapos. Por eso, al descubrir la firme juventud
de Ignacio, ella creyó hallar la puerta de entrada al verdadero mundo; se
tendió sin más para seducirlo.
En
cambio, Ignacio nunca supo de las astucias que utilizaba Esperanza para
conseguirlo todo, sino hasta esa ocasión tremenda en que la escuchó decirle
“papá” a Isidoro Becerra. Se sintió con la soga al pescuezo. Titubeó. No la
amaba, en realidad, pero las inmensas contrariedades lo hacían querer
despabilar el amor; aunque aquella noche de luna nueva el despabilado fue otro.
Despertó en las filas del sueño. Su padre, el Ignacio Mayor, lo recibió a punta
de cachetadas.
─¡Para
eso me gustabas! No te creí tan mala paga ─le dijo─. ¿De verdad te vas a
olvidar de mí por la hija de Becerra?
─No,
padre. Eso nunca.
─Pues
házmelo saber con acciones. Ya ve y mátalo, para que yo pueda descansar en paz,
para que se esfumen mis remordimientos de éste jodido mundo.
─Mañana
mismo, padre.
A la
hora de trabajo, le propuso a Esperanza que saliera con él a la ciudad. Se lo
dijo, con el fin de pedírselo a Becerra, encarándolo. Ella accedió, emocionada,
dándole pase directo al cuarto de Isidoro durante su almuerzo.
─Vengo
a pedirle permiso para salir con su hija, jefe.
─Cierra
la puerta y salte, Esperanza.
Apenas
sonó la liviana tranca de la puerta, el joven Ignacio se abalanzó hacia su
patrón en un espectáculo de sangre, con su navaja oxidada pudo tajarle la
garganta. Allí estaba Isidoro, agónico, mientras tenía a sus pies el karma
encarnizado del tiempo. Atrás, del lado contrario a la puerta de madera, estaba
su hija, Esperanza, escuchándolo morir.
Ignacio
se fugó, impune, pero detrás de sus pasos lo seguiría algo mucho más diligente
que la ley: el rencor. Sus ansiedades no se calmaron jamás; incluso empeoraron,
porque no volvió a encontrarse con su papá ni en sueños. La descolorida foto
que conservaba de él fue despintándose con los años; se sintió morir, pero no
era cierto.
Él
selló su muerte de otra manera.
En la sobremesa
de una joven Esperanza, casada con un vejete libidinoso, cuando a ella iban
llenándosele las pláticas de odio tras terminar la comida. Entonces el último
vástago de los Becerra daba oídos a los rencores de su madre, inundándose de
rabia contra El Innombrable: un tal Ignacio.
Tony Cazares, Marco Antonio Zubia Cazares, estudia Derecho en la Universidad Autónoma de Chihuahua. Publica cuentos en su blog de Facebook y en otras redes sociales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario