lunes, 25 de enero de 2021

Lilvia Soto. De las hormigas rojas y los miligramos

 

De las hormigas rojas y los miligramos

 

 

Por Lilvia Soto

 

 

Para Sandra Soto Ayers

 

 

I

 

Grano a grano

se la llevan.

Sobre la espalda y entre los pies

la transportan

por estrechos y oscuros pasadizos 

a sus amplias cámaras.

 

Jalan, empujan,

arrastran y levitan

cada miligramo oscuro

de ladrillo rojo y de adobe seco.

 

Las sacerdotisas de la muerte,

las hormigas rojas que viven

detrás de la casa de los abuelos,

oyen la canción del viento

y hacen la labor del tiempo.

 

Al desmoronarse cada ladrillo rojo

bajo el ardiente sol,

al esparcirse cada adobe

en el viento,

lo arrastran,

uno más para la oscuridad.

 

 

II

 

El magnífico palomar que el abuelo

como amoroso arquitecto

construyó,

y del que día a día

preparó

para mi hermana Sandra

un pichón fresco

para alimentar

su flaco cuerpo de sietemesina,

ha descendido todo

por la misteriosa entrada

de la morada de las hormigas.

 

 

III

 

El gran tejabán de adobe

donde el primo Alfonso

sentado en su banco de tres patas

ordeñaba las vacas,

el tejabán oloroso a alfalfa

donde el abuelo hospedaba

su yegua preferida,

el tejabán donde los animales

vivían en bucólica armonía

pastoreados por Penny,

el gordo pequinés del abuelo,

ha desaparecido,

grano a grano,

por la misteriosa entrada.

 

 

IV

 

El gallinero donde la abuela

guardaba sus gallinas,

donde día a día

recogíamos huevos frescos

para los almuerzos de los trabajadores

y para los pasteles

con los que celebrábamos

el cumpleaños de cada primo,

se ha derrumbado,

una ruina más

que ha bajado a la oscuridad.

 

 

V

 

El granero donde el abuelo

guardaba los sacos

de frijol y de maíz

para vender a los lugareños,

regalar a las hijas que se iban,

alimentar a los nietos y trabajadores

que comían en la cocina

alrededor de la mesa de patas de león,

el granero donde el abuelo guardaba

las cajas de semilla

de melón, calabacita, pepino,

sandía, chile vallero,

para sembrar la siguiente cosecha,

sobre la espalda y entre los pies

de las hormigas rojas

ha entrado, grano a grano,

a la oscuridad.

 

 

VI

 

El taller donde el abuelo guardaba

rastrillos, azadones y alicates,

limas, horquillas y martillos,

palas, guadañas, carretillas,

clavos, tuercas y tornillos

de todos los estilos y tamaños,

el taller de las herramientas

donde el abuelo construía,

afilaba y remendaba

la maquinaria que mantenía la vida de la granja

y a la familia viva,

ha descendido

a la oscuridad del hormiguero.

 

 

VII

 

El excusado que construyó el abuelo

en el campo más lejano,

de tablas sin pintar,

con techo de dos aguas y puerta con aldaba,

el excusado de doble asiento donde

madres e hijas y tías y primas

platicaban y soñaban con las ofertas

del catálogo de Sears,

el temido excusado que

evitábamos de noche,

por miedo a las arañas y la oscuridad,

y cuando era inevitable

lo visitábamos en parejas,

tomadas de la mano y con linterna,

el humilde excusado

que tantos susurros escuchó

ha desaparecido

por la misteriosa entrada.

 

 

VIII

 

Pero en el gran salón

donde la Reina Madre preside

todavía queda espacio

para la centenaria casa de ladrillo

donde los abuelos criaron

a sus ocho hijos

y a numerosos nietos y sobrinos.

 

El sol ardiente,

la danza frenética del viento,

los años de desidia,

han desmoronado cada miligramo

que las hormigas rojas acarrean

sobre la espalda y entre los pies

por el estrecho pasadizo

a la misteriosa cámara.

 

 

IX

 

Aún queda algo,

algo que parece casa

donde los primos viven

con ventanas rotas,

techo que gotea,

ladrillos que se desmoronan.

No están solos.

Los antiguos fantasmas

que heredaron los abuelos

de los primeros moradores de la casa

han reclamado sus derechos

de colonos.

 

 

Todavía queda algo

pero ya no por mucho tiempo,

pues las sacerdotisas de la muerte,

las hormigas rojas

que reinan en el patio de la casa

escuchan el rugido del viento

y hacen la labor del tiempo.

 

 

X

 

Y cuando el último miligramo

desaparezca,

¿bajarán los antiguos fantasmas

con las hormigas rojas,

o se quedarán a vagar

por la milenaria tierra ancestral

calcinada por el sol,

azotada por el viento?

 

¿O jalarán las hormigas rojas

al sol y al viento

por la misteriosa entrada?

 





Lilvia Soto nació en Nuevo Casas Grandes, emigró a Estados Unidos a los 15 años, reside en Philadelphia, Pennsylvania. Tiene un doctorado en lengua y literatura hispánica de Stonybrook University en Long Island, Nueva York. Ha enseñado literatura y creación literaria en Harvard y en otras universidades norteamericanas. Fue cofundadora y directora de La Casa Latina: The University of Pennsylvania Center for Hispanic Excellence. Fue directora residente de un programa de estudios en el extranjero de las universidades Cornell, Michigan y Pennsylvania en Sevilla, España.

1 comentario:

  1. Gran poema. Notable. Un sonido continuo, más allá de las palabras.

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