Nota para un regalo
El agua y la sombra, de Servín
Por Luis Kimball
Para
Margaret Feigin
Aquí te dejo este loto, simple como una flor./ Es una flor./
Apareció en el agua del parque/ de entre unos círculos de sombras/ ritmos
vegetales/ de entre la capa lenta de detritos, algo/ como una masa caída negra:
las flores potenciales./ Fue capullo primero, cofre cerrado y dedos sin abrir/
pero después/ qué lenta se entregó la perfección./ Lo atraje con una vara, una
modesta rama/ cazadora de símbolos./ Es un símbolo./ Ponle azúcar al agua/ deja
el loto en el vaso. Y que haya sol/ para que viva algo más, porque tan simple/
es una flor. Se va a cerrar de noche ‒cansa ser tanta luz‒/
pero es joven el aire, el año recomienza y mañana/ otra vez se abrirá/ más
débilmente, más/ finalmente. Y entonces/ haz tú que se desdoble/ la flor en
llamas, el astro símbolo/ el loto perfección (p. 11).
A Enrique Servín le tocó hablar primero. O escribir primero o
todas esas cosas que nos hacen saber que tenemos en común algo que sale de la
proporción antropoidal: la imaginación y cierta capacidad de la especie para
producir belleza.
Señalaré en este poema, con el que abre el libro, la masa negra
como elemento siniestro, equilibrando la escena, sin que lo luminoso de la
imagen sea agraviado ni puesto en compensación burda o simetrías inmediatas y
solutivas. Esa concreción de lo oscuro y tierno de lo muerto se une al flujo de
la imagen en forma que no hereda de lo orgánico, sino del arte de oriente,
quizá del escrutado por poetas occidentales anteriores, pues nunca pierde el
patrón rítmico de la crónica.
Mientras en el imaginario promocional dominante parecemos
destinados a la comodidad, olvidamos que el confort no es la belleza y tal cosa
resulta un saqueo terrible para quien la conoce.
Ojalá no se entere que me animé a hablar sobre El agua y la
sombra. A saber qué comentaría de mi observación, pero de seguro algo
gracioso. También alcanzo a imaginarlo nervioso por dentro, como niño nervioso,
haciendo memoria de lo escrito. Prodigiosamente. Se trata de una compilación
sobre una producción de quince años.
Si en la literatura moderna hay un prefacio enternecedor, sin duda
estamos hablando cada vez de aquel con que Cervantes sume en certidumbre sus
dudas sobre haber logrado el objeto de arte, comenzando por disculparse. De
igual modo es modesto el prefacio de Enrique Servín. Y aunque cede, como suele
hacer cualquier maestro, el título de “poema” a los esfuerzos núbiles, por
dentro es estricto “y cuando vio mi libro me dice: ‘Ah, ya vi que ahora andas
de poeta’ y yo, asumiendo que ya lo era antes, sentí muy gacho”. Pero se
entiende a sí mismo igual, con vergüenza suficiente para no andar diciéndolo
porque ahí está el montón de poetas: todos esos ojos ampliando la flor en el
agua de la mirada que se hunde pa’ dentro mientras va pelando el llano en lo
que otros, que casi les dejan sin silla, pasan a recoger también su pedazo de
mundo.
Con nombre o sin él, lo que importa es el poema; ni su poesía, ni
su estructura; en todo caso, muy secundariamente.
Acerca del tomo, que integra el total de su obra publicada,
antecedida solo por dos plaquettes contenidos en El agua y la sombra, y
cosa menos en alguna antología, dice que su principal defecto sería la
pretensión, que es defecto solo de no lograr lo pretendido; luego nos presenta
el elemento mínimo del agua:
Una gota se
suelta/ desciende/ sola/ vuela
La forma redonda se sostiene en la asonancia de vocales abiertas
mientras alitera con aire y agua, por completar la imagen que ocluye la
sucesión de momentos, llamando a lo unitario o simultáneo.
Un instante es perfecta
Impide el desgaste, permitiendo que la luz invierta una imagen
también liberada del tiempo a través del lente de agua detenido en este verso
más largo, justo a la mitad del nivel:
redonda/ mundo/ estrella/ Una gota se estrella
(p. 12; Trayectoria).
Liberando al mundo en esa misma suspensión, da paso a lo infinito
por medio de lo ilimitado de la superficie de la gota (no de lo inagotable), lo
intemporal, que no pierde oportunidad para entrar a invadir la memoria.
Veinte años atrás, confesaba haber viajado solo en los libros,
pues aún no iba por el mar, ni conocía la isla de Malta; solo el tiempo que
vivió haciendo trabajo indocumentado en Los Ángeles, como comenta al final del
libro. Indocumentado o ilegal, finalmente el indeseado que logró retratar la
belleza, siempre efímera de aquellos nacidos como nosotros para ser más
desconocidos en cuanto más vistos:
Eran un joven alto, su hermana, quizá, y un niño.// No
la belleza evidente, que ya hubiera bastado, de los tres./ Reían ajenos al
sopor rutinario de los otros./ Hablaban persa./ Era ya una propuesta el gesto
del menor, una como conciencia temprana/ del poder de lo bello, que nos sabe
engendrar y destruir./ Como si una actitud, apenas perceptible, modificara su
perfección./ Afuera algo muy vago renacía, respirar era fácil/ y adentro, en el
camión nos separaban/ las tajadas de luz de las rendijas/ y los vidrios
volvieron más brillante/ al emblema dorado en el pecho de aquel joven
zoroastriano;/ Hormozd; Aura Mazda. Los demonios y el viento” (p. 24).
Podría ser Fassbinder, a juzgar por el uso de los
filtros y luces para subrayar el sentido en una expresión del cuerpo, pero
también Cavafis, a juzgar por la certidumbre con que adora al cuerpo y los
demonios del hundimiento en la carne y por como agrupa en conjuntos concretos
que nos dan su eternidad al excluirnos de un trato humano en específico (que
nos la dan por excluirnos de su eternidad, que se encuentra en ese instante de
placer que funde el éxtasis humano en sudores).
Méritos propios le permitirían, años después, recorrer el mundo
más a sus anchas; pero de aquellos ayeres queda la profunda y simple reflexión
del poema:
Estoy en otro país, eso dicen los mapas/ la historia, o algún otro
detalle/ caras extrañas, risas que se ríen/ con acento extranjero.
/Esta, es cierto/ no podría ser mi ciudad./
Pero si clavo una pala en el suelo/ el suelo, húmedo por el
invierno/ se abre como allá, y la lombriz/ se revuelca sin patria, porque ama
la vida.
/Y las moscas, idénticas, se paran/ también sobre montones de
basura.
/Y el carrizal, y el frío/ hablan lengua que entiendo
(p. 39; Ilegal).
Continúa con la paz del mundo, evocando la honestidad del cielo,
como haría un griego, pero esta vez ya rozándose con esta experiencia tan
equiparable con lo grande eterno divino. Así que el cielo viene apocado, desde
el paganismo, como Cavafis que siempre canta y prefiere los placeres del cuerpo
y de las cosas como un oficio libre del temor cristiano y como ofrenda clara a
lo estival.
Misterio fugitivo,/ en pleno mediodía: el misterio
gozoso/ de aquel trino en la luz (p. 13; Trino en la luz).
Lo irresoluble del placer de la carne en el lenguaje antiguo de
las culturas holísticas, claro, con esa delicadeza que deslinda tan bien de lo
masculino y lo grandilocuente al alma que debe volar libre como el canto.
Esos límites del tiempo citados aquí, al cuerpo de las cosas,
enuncian nuestro desgaste, tan conocido en las enumeraciones de las cosas
cuando nuestro tiempo de dominio ha desaparecido, se volverán a hallar a lo
largo del poemario, como en Regreso (p. 26) o mirando una foto en Grupo de muchachos
jugando al béisbol:
El más joven del grupo, sin embargo (y aquí parece un niño)/ es mi
abuelo, que murió de vejez/ hará treinta años/ Treinta años de no estar en este
mundo; de no ser.
/Grupo de fantasmas jugando al béisbol.”
(p. 29)
.
Juega con el claroscuro del blanco y negro, herencia del
expresionismo en el cine alemán, dándole un toque de color a la Palma sola de
Figueroa.
Viejos muros la cercan/ árbol raro del aire, tronco como un
naufragio/ y hojas como una mano/ radiante
(...)
/Imposible saberlo. La palma se define/ como una verdinegra/
explosión hacia el cielo.
Volveré a mencionar el equilibrio, genera una gran estabilidad:
Y hermosa, inmerecida/ se eleva, en el desierto/
mientras se aleja el día (p. 14; Palma sola en la tarde).
Le causó mucha gracia que en el tomo de la desaparecida Uqbar
apenas se mencionaran los lirismos de su literatura por muy menores, como las
torres de sangre o los tigres de cristal; aquí entrega la versión
impresionista, no solo por lo íntimo, sino por el barrido del tiempo pasado en
la sensación al sobreponer la nota de esta pincelada:
Una mano que corta una mínima torre./ Un paisaje de
vidrio vegetal,/ Una ciudad de hierba, El aire” (p. 15; La música, la hierba).
Iremi: aquí también renuncia a la crónica por el laberinto
interior en que encierra la huida del ciervo; recordaría a ciertos laberintos
de Escher o Fiedenberg, en mayor calma y misterio, pues solo se asiste con la
delgada y siseante grafía de la palabra:
Ciervo, ven.
/Mas como el ciervo/ vives adentro ‒recorres/ un paisaje interior‒,
Y huyes de los cazadores” (p. 16).
Evocando el encuentro amoroso de los cuerpos en el manantial de
agua lustral o elevando espejos como Rilke, enmarcados con significados de
carácter o debilidad o ilusión:
...y la luna/ era la nave de oro del espejo, muy alto frente a mí,
que se acercaba/ de aquella pared. De orillas irisadas y maderas más viejas/
que la voz de esa tía que se meneaba y reía siempre
(p. 38; Lunas).
*
Palabra sola
En esta sección, que alaba la magia de la palabra, comienza el
poema Palabra sola, con estos versos casi pueriles, que no pierden esa holgada
frescura que nos hace quererla acompañar junto al rebaño de jóvenes:
Hela
allí toda sola, una palabra hermosa/ con el cabello suelto frente al mar
Continúa la alegoría y con confianza en la palabra poética: su
estrella:
a merced de la arena, de las olas y el aire/ de todo lo que
encierra, abarca el mar” (p. 31; Palabra sola).
Su admirado Joyce testimonia cómo el peine azul se trastocaba en
verde, no como una pérdida de la memoria, sino como parte del proceso de
construcción de nuestras memorias, que son historia, cuanto somos porque fuimos
y habremos de ser:
Mi abuela dice que el primer carro que vi era azul./ Al recordar
que recordaba, yo digo que era verde./ El carro ya no existe.
Fíjese:
1.- El carro ya no existe (no sabemos cómo lo sabe, pero ya es
incomprobable).
2.- Entonces, ¿cuál es el carro que ya no existe?, ¿el verde o el azul?
3.- Si pudo comprobarlo, su equívoco es falso.
4.- Entonces, ¿qué son las aseveraciones en el poema?
5.- O está haciendo desaparecer a la abuela o hay gato encerrado.
6.- La abuela desapareció ya, desde luego; pero aún hay gato
encerrado. Quizá sea ya el gato mismo, como ocurre en Finnigans wake...
Como una imagen rayada por una vara en el agua/ los recuerdos se
funden, se confunden” (p. 21 Carro pintado de
azul).
Como ve, se funden, pero gracias a la preposición. Esto se explica
un poco más: no podrían ser el uno sin el otro; es decir, que el dato falso y
el dato verdadero apenas valdrán cuando fundan la memoria.
Las evocaciones a sus lecturas son claras. Aparecen enumeraciones
sustantivas como en San Juan de la Cruz, la cadencia de Vicente Alexainder y el
humor fino por ligero de Oscar Wilde.
Interrumpe el adulto, ‒Volar es aburrido para
un pájaro/ y es cosa de los pájaros./ Lo que quiere decir es que atreverse es
peligroso y soñar/ es peligroso” (p. 22; Canción del
mago).
(— ¿Cuándo han visto un ángel? —Los hemos visto,
señor. ¡Claro que los hemos visto, en sueños! —le respondían los niños, y el
profesor de matemáticas fruncía el ceño y adoptaba su aire más severo. Le
parecía muy reprobable que los niños soñaran; Wilde).
Las influencias posibles marcan mucho los comparativos de
Cummings, elementos subjetivos animados en los objetos del trascendentalismo
estadounidense o descriptivas del iluminismo. Sin embargo, los rumbos propios
están bien marcados y las influencias se reducen a pocos autores.
En La luna en Ciudad Juárez, se reconocen el poeta y los chinos
que hacen cola desde la noche por el pasaporte al país de la ilusión. El poeta
mencionó a Li Po, la mujer recitó un poema sobre la luna; se entendieron como
pudieron y rieron; ahí estaban todos, bajo la misma luna, la de Li Po y la de
todos los hombres y mujeres,
Sorprendido siempre por la sintaxis de un idioma, que en sus
normas reta siempre a la lógica gramatical (el cómo pensamos), pero finalmente
el idioma vecino es siempre cercano a nuestras emociones:
La luna en ciudad Juárez. Los chinos haciendo cola./ Las
multitudes esperando/ en línea, al aire libre, porque quieren permisos,
pasaportes./ Los descubro. Los saludo en mi chino precario. Es suficiente./
Pierden su lugar, se amontonan alrededor de mí.
Aparece el hombre interesado en la lógica de los otros idiomas
porque rompen la propia; es el poeta, no el políglota, que querrá primero el
paso normado del puente para entender al otro desde una lógica humana:
Asentimos. Ellos se dicen cosas en chino y ríen/ Al otro lado de
su mundo./ Tan lejos./ Haciendo cola en Ciudad Juárez/ frente a los policías y
las vallas metálicas (p. 23).
Es capaz de juntar continentes con la paciencia de la voz (p. 32;
Eventos), tal es la confianza que tiene en la palabra. El poeta evoca como nada
antigüedades, consciente de que se comparan con su propia antigüedad, la casa
del padre, los años de ayer en que se fue joven, la casa de la abuela, primeras
timideces, las hermanas bellas, amigos heroicos.
No admite las fealdades omisivas de un mundo solo confortable,
donde el placer está siendo escindido de manera oscura o invisible. Enseguida
compone el conjuro para que las palabras salven ese pedazo de dolor que cuesta
el goce, la fuerte mordida que llama al placer en lo que arranca y ahora falta
mientras abre lo memorable en la experiencia (de la falta a lo afectado: lo
afectivo):
¿Fue esto
realmente así?/ Ahora imposible preguntarlo/ ambas son tierra en los
cementerios./ Y un profundo silencio, no más, las sobrevive (p. 41; Ella lo guardaba).
Insiste en crear nuevas formas, asentando el por qué su amor al
lenguaje, mostrando en distintas situaciones como del hombre ‒la mujer‒ solo sobreviven sus cosas y en
cada una de ellas el código de su cultura: digital ‒hay un elogio dedicado solo a los
dedos: expresivos, lluvia constrictora sobre el teclado inerme.
Fuertes y
breves como un árbol naciente/ capaces de doblarse; puentes/ son mi segunda
lengua estos dedos que dicen, sin hablar, tantas cosas
(p. 53).
A traves de Sueñario, a veces despierta, a veces no; pero no hay
surrealismo en el sentido en que se manosea la palabra como refiriendo todo lo
soñado al manifiesto de 1924 que redactó André Breton. No, en dicho movimiento
se prefiere el sueño como una distorsión de la realidad, una locura a la cual
solo es posible aferrarse por negar cualquier lógica de una Europa de
entreguerras. Aquí no, aquí Enrique Servín nos cuenta todo sin aspavientos, sin
soñar como un loco, tranquilo, en el amanecer, más cercano a la tradición persa
de terminar lo soñado antes de levantarse y contarlo o no, como también en el
sueño, refiere, hace el rarámuri para continuar el día.
Metrópolis irrumpe a doble página, impreso con letra grande sobre
la horizontal del libro, cual discurso o manifiesto de la revolución de
octubre. La posmodernidad que aparece al fusionarse la estética nacional
socialista de la famosa película de Lang guionizada por su esposa… mientras nos
mete en túneles subacuáticos por encima de un techo donde en vez de las palomas
que forman veleros en el poema, pasan submarinos y tambos ‒casi basura‒.
Cosas más casi obligan a hacer un libro sobre este libro; pero
mejor le cuento: apenas el siglo pasado escuché al autor decir aquello de “no
hay literatura con pies de página” y difiero y difiere Gerardo Deniss; pero
también el autor hizo su excepción, como si la guardara solo para escribir el
poema del cocodrilo que se come a una sirena, que con todo y pie de página
acabará por ser un poema famoso.
Luego seguirá con su original versión de la patria, cual hiciera
Jose Emilio Pacheco en Yo no amo a mi patria, pero desde luego, recargándose
generosamente en sus significantes, es decir, el simbolismo ese que une y lleva
a desinflar el pecho y reconsiderar si patria es aquello en nombre de lo que se
mata; como erige toda la propaganda militar.
Todo esto será mejor que
usted mismo lo lea: está por salir una reimpresión del libro.
Ya dije que uno no se apresura a llamar poeta a cualquiera, es
más, ¿para qué?, si lo que hace falta es el poema. Servín dijo que no debería
hacerse menos que haya cuarenta poetas en una ciudad; lo único alarmante era
que hubiera otros tantos muchachos consignados por homicidio en la misma ciudad
‒más los
impunes‒
y que eso se aceptara como normal. Pero lea, de la Oración del avestruz:
Que no escuche el ruido, Señor/ ‒este rumor de cosas que se
agrietan, se degradan/ el ruido insoportable de cosas que se derrumban‒.
Que si lo escucho/ pueda entrar en la casa/ y esconderme
Enrique Servín Herrera: El agua y la sombra. Editorial
UACH, México, 2003.
Luis Kimball nació en Chihuahua en 1974. Vivió en Chihuahua, en Veracruz, en la ciudad de México, y ahora reside en Querétaro. Hizo estudios universitarios que no le satisficieron. Se interesa en el conocimiento y escribe desde joven, ha publicado en la revista Solar y en Manual del desierto. Es coautor del poemario Luna de hiel para tres, y autor de Puros de amor. Ha participado en la coordinación de espacios culturales y actualmente coordina el taller literario Escritura al día.
No hay comentarios:
Publicar un comentario