Cuando Jim Morrison
vivió en Ciudad Juárez
Por Miguel Ángel
Chávez Díaz de León
Todos me conocen
como El Charro. Así me nombran y así se me quedó. Así me bautizaron los
tirilones del barrio porque mi padre trabajaba de mariachi en la Avenida Juárez
tocando el tololoche.
Desde los 12 años
le puse a las pastas: píldoras, cajones de muerto, zapatos, capsulas y de tocho
morocho y de todos colores. La mois nada más era para relajarme, cinco frajos
diarios por lo menos. Nací en la calle Fierro número 520 norte, a tres cuadras
de la Iglesia del Carmen. Del Carmen se llama este barrio. Queda a 20 minutos a
pie de El Paso y del Puente Negro, y a diez minutos del Centro. A cinco de la
De Piedra, la antigua peni.
Quiero contarles
esto antes de que me vaya a morir, pues tengo 67 años. Casi todos los huesos me
los han quebrado, dos balazos en la panza, cinco filerazos y dos puñaladas en
la espalda. Soy diabético, no tengo una pierna. Me sacan a la banqueta a que me
dé el sol en una silla de ruedas. Caí un chingo de veces al bote por
carterista, faltas al orden público y otras chingaderas. Ya no fumo, ni
cigarros Baronet. ¿Todavía venden esos venenos?
Fui el más
chingón del barrio. Nunca trabajé, pero tuve el mejor equipo de sonido del
barrio. Recuerdo un putal mi modular Fisher que tocaba discos y cartuchos 8
tracks. Era la envidia de todos los culeros del barrio. Y mi colección de
discos, ¡puro rock del bueno!
Tuve una ranfla,
nada más me duró un año. Ese Charger 1965, con placas de California, me lo
regaló Jim Morrison cuando vino a Juárez en 1969. De él quiero contarles. Del
Rey Lagarto. Que vivió en mi cantón cerca de un mes. Nos la pasamos bien
grifotes y bien ácidos.
*
Les voy a contar
dónde conocí a Morrison, el cantante de los Doors, y cómo me hice su compa.
Yo en ese tiempo
(1969) era el mejor carterista del Mercado Cuauhtémoc y sus alrededores. No era
un raterillo cualquiera, era carterista de los buenos. Me conocían todos los
tranzas de la zona centro y los policías, a los cuales tenía que darles una
feria todos los jueves, si no, no me dejaban camellar.
En la esquina de
la Vicente Guerrero y Noche Triste, pegado a la Plaza de Armas, está la cantina
El Buen Tiempo. Todavía existe. Sus puertitas antes, eran de madera y de esas
que se ven en las películas del oeste. Ahora cierra con unas normales y una
cortina de acero, porque la rapiña está cabrón.
Una tarde de
febrero, o tal vez de marzo de 1969, hacía frío. Me quedé en El Buen Tiempo
platicando con el Camel. Era quizá el carterista más fino, este puto trabajaba
en la avenida Juárez y el Mercado Juárez. Los mismos policías ojetes le dieron
ese territorio para que trabajara, porque sus dos de bastos pasaban
desapercibidos a los turistas a los que se chingaba. Les sacaba las carteras
suavecito. Ni trompa. Así que solo había denuncias a la policía de carteras
extraviadas.
El Camel me dejó
picado con las Cruz Blanca, porque tuvo que irse con una jaina que tenía en la
Hidalgo. Así que me quedé solo tomando cerveza. En la cantina había como cinco
pelafustanes. Dos jugando dominó en una mesa del fondo, dos en los bancos de la
barra y uno más de a solapa como yo. Cada quien en su pedo.
Me paré a ponerle
una cora a la rockola, puse unas rolitas de aquellita. En eso me le quedé
viendo a uno de los de la barra. Era un barbón medio hippioso. Pensé a ratos
que el pinche andrajoso era un aspirante a mojado. Yo ya andaba medio pedo. Él
levantó la beer Cruz Blanca en son de paz.
Volví a mi mesa a
termínarme la cerveza y las rolas. Ya eran las tres de la tarde. Busqué mis
fajos en la bolsa de mi chamarra, saqué uno sin sacar la cajetilla. Toqué la
bolsita con pastas que me había dado el Camel y me dije: “Ahorita que llegue al
barrio me aviento unas pa’ bajo, luego un churro y pongo el cartucho rojo de
los Rolling Stones”.
En eso, el
puñetas de barbas de la barra se acerca poco a poco a mi mesa. Pensé de volada:
Este vato es maricón o me va a pedir una feria porque se quiere brincar al otro
lado.
Se acerca. Me
fijo bien y el vato ya me parece gringo y además trae una loquera, se le nota.
Greñudo, botas de pipiluyo, pantalón de mezclilla y una chaqueta del army. El
barbón se vine contoneando (por eso lo de joto) al ritmo de la rola que puse.
–Comee estaaas
¡amiguo! –me dice mientras se sienta a toda madre junto a mí– tienees
marijwana. ¡Tengow dólaresss!
Era un gringo.
Era raro verlo ahí, porque los gabachos nunca se metían en esos tugurios
cercanos a la plaza y al mercado Cuauhtémoc. A lo más que llegaban era a la
Segunda de Ugarte, donde había varios cabarets y bares de mala muerte. Pero los
de acá, del área del mercado, eran frecuentados por pura raza de Juaritos.
De entrada, me
cayó bien el pinchi gringo. Le dije que la calmara, que no fuera tan rápido.
–Teikirisi
gringito. Píchame un pisto y te llevo a que compres toda la grifa que quieras.
Los que estaban
entretenidos con las mulas y los güeros oyeron lo de la mota, pero ellos
siguieron haciendo la sopa.
Le grite al Papuchas
que nos sirviera dos Straight American. Los Juárez Whisky llegaron de volada.
El Papuchas nos dio carilla para que los pagáramos.
Tire totacha para
que el gringo pagara. Sacó dos billetes de a dólar y todos contentos.
En eso me di
cuenta de que el norteamericano traía la cartera gorda de dólares. Y me dije: Tres
pistos más y a este hippy me lo llevo pal Arroyo Colorado, cerca del barrio, lo
puteo, le bajo la cartera. Y tomo vacaciones. Fui bueno para el trompo,
el mejor del barrio para tirar chingazos. Y soy bajito. Me encantaban los
madrazos y los tiros. No había a puto al que me le culeara. Por eso caí un
chorro de veces al tribilín cuando estaba morro. Dicen que una vez maté
a un bato de la colonia Zapata, pero puras cuentos. Si capeo que lo madrié
gacho, pero lo deje vivito todavía cuando lo arrojé al Arroyo Colorado. Hoy le
dicen viaducto Díaz Ordaz.
Todavía me
acuerdo de mi departamentito. Tenía un cuarto enorme principal, una sala con
tres sillones rojos; al fondo, una habitación más chirris donde estaba una cama
y un closet. Allí mismo estaban el tolido y la regadera, y ya para salir al
patio había otra cuarto con la cocineta, una estufita de gas y un trastero de
lámina blanca de las Industrias Zaragoza.
Mis cartuchos de
8 tracks preferidos eran los de Frank Zappa, Pink Floyd, los Rolling Stone, Led
Zeppelin, los Doors, los Creedence y los Beatles. Siempre ponía el cartucho
rojo de los Stones cuando estaba bien atizado, siempre. Con los Doors empezaba
a fumar, le seguía con Led Zeppelin y con los Pink Floyd terminaba bien grifote
y muchas veces cruzado con pastas multicolores. Como postre, ya saliendo de la
loquera ponía a los Rolling Stone.
Así era la cueva
que rentaba. Ahí hice un chingo de reventones y loqueras.
*
En la Plaza de
Armas lo colorié mejor. Peso welter pesado, melena mugrosa hasta los hombros,
barbón, traía una camisa de manga larga, era de manta, de las que vendían en
las artesanías de la Juárez. Unos tramos de mezclilla acampanado, muy puerco, y
unos guaraches de correas cruzadas y suelas goodyear oxo. Al principio no supe
si era hippy de verdad o un pinche gringo pendejón y ricachón en busca de
motita.
De todos modos me
lo iba a chingar. Le tumbaría los dólarucos, le pondría unas patadas en el culo
y lo dejaría cerca del río, para que se fuera a llorar al otro lado, allá con
sus carnales güeros.
Cuando llegamos a
la Presidencia Municipal, que estaba atrás de Catedral, el hippy me dijo que
tenía su carro estacionado en la avenida 16. Se aferró a que fuéramos por él.
Valió madres. Cambio de planes. Los dólares se alejaron más.
Nos fuimos por la
16. Su carro estaba frente a la tienda de Marcos M. Flores. Era un Charger
1965, color negro, rines de rayos niquelados y llantas cara blanca. Perrote. El
cigarrero y unos empleados de la farmacia y casa de cambio San Luis lo estaban
chuleando.
–What is you name
–le dije al bato mientras nos subíamos a su ranfla.
–James Douglas –me
contestó.
–Yo soy El Charro.
En silencio lo
fui guiando hasta llegar a la 16 y Fierro. A dos cuadras, en los Baños Del
Carmen, vende grifa don Emérito. Quizá las más chingona que se vendía en Juárez
por aquellos años.
Ya en el camino
había cambiado de disco. Ya no me lo iba a transear. Lo del carro me mató el
patadón. Ya era mucho pedo deshacerme también del Charger.
Me dije pa’
dentro. “Mejor le digo que se moche con una feria por el favor”.
A don Emérito le
compré 50 dólares de mariguana. Era como para poner grifos a todos los putos
del barrio durante tres días. Salí de los baños con una bolsa de papel llena de
mota y don Eme me dio cinco pastas de pilón. Salí ganando, pues minutos antes
James me había dado dos billetes de 50 dólares para comprarlos de yerba, pero
era demasiado. Un billete se instaló en mi cartera.
Al gringo le
brillaron los ojitos. Revisó la bolsa. Lo que olió y vio le había gustado.
Otros cincuenta de agradecimiento.
O sea que ya me
había ganado 100 dólares sin haberme jalado una cartera. Me sentí a gusto.
Productivo.
Y más porque
James me preguntó que dónde podríamos fumar sin que nadie la hiciera de pedo.
Estábamos a dos
cuadras de mi depa. Y ahí tenía un paquete de sábanas americanas para
forjar.
En 50 segundos ya
estábamos dentro de mi covacha. Afuera la luz del poste alumbraba. En la Fierro
los chavos ya estaban jugando a los encantados de esquina a esquina. Yo
forjaba.
Douglas,
agachado, se puso a revisar mi colección de LPs que tenía ordenaditos en las
rejas de tomate. También inspeccionó la reja con los cartuchos. Me preguntó que
si nada más escuchaba puro rock.
Prendió el
tocadiscos. Un ele pe de los Rolling Stones empezó a girar, era Aftermath, el
sexto disco de los maestros, al mismo tiempo que la mota de don Emérito olió
bonito. Y de un jalón que le di empezaron a tronar los coquitos.
James también con
su churro en la mano empezó a bailar. En la otra mano traía el disco Strange
Days de los Doors. La mariguana nos envolvía suavemente.
Y me dijo:
–Charruo, este
ser yo. –señaló la portada.
No le hice caso.
Me senté en mi sillón rojo. Cerré los ojos mientras los Rolling Stone me decían
a mí nada más que la noche, mi puerta, la mariguana y el carro del gringo
estaban pintados de negro, entonces veo que mi corazón también es negro. (Se
escucha la canción Paint in Black).
Toda esa noche
nos la pasamos bien locotes. Solos. Pusimos discos y cartuchos hasta el
amanecer.
A las once de la
mañana me desperté buscando qué comer. Una bolsa de pan Bimbo con 4 rebanadas
me dieron alivio. James estaba echado en el sillón grande en la sala. Me dio
cura como estaba acurrucado. Parecía un bebé. Con sus manos en medio de las
rodillas. Roncaba con ganas.
Me di un baño
vaquero, y luego fui con mi jefita a echarme un taco.
Volví al depa. El
Charger 65 y su dueño todavía estaban ahí. Lo quise despertar, pero el pinchi
zafado estaba bien ido de borracho y grifo. Así que lo basculié. Revisé su
cartera de cuero fino. Estaba choncha, traía harta lana. Nada más le di bajé
con los billetes que traía sueltos en las bolsas de su pantalón. Veintisiete
dólares y tres de a 50 pesos.
Le saqué la
licencia de manejar del estado de California, expedida a James Douglas Morrison
Clarke. Seguí esculcando su cartera. Entre los papeles traía un boleto viejo de
un concierto donde se anunciaba a The Doors en el Whisky a Go Go de Los
Angeles, California.
Ahí fue cuando me
cayó el veinte. En chinga lo volteé para verle la cara. Se la vi bien y casi me
truena un güevo. ¡No jodas! ¿A poco este puto es Jim Morrison? Tenía toda la
finta. Hasta la crudota se me quitó.
No me la creía.
Intenté, otra vez despertarlo, pero el güey seguía en su quinto sueño.
Salí todo
emocionado con las llaves de su carro. Abrí la cajuela del Charger. Ropa sucia.
Unas botas de joto, unos tenis, un micrófono, un estuche de herramientas,
cuatro latas de sopa Campbells sin abrir, un sleeping Bag, un gato, un galón de
gasolina lleno, una tienda de acampar, cuatro libros de sepa la chingada (todos
en inglés), una llanta extra, más equipo para acampar, una chaqueta de piloto,
una cruceta, una cometa inservible con el dibujo a colores de una águila, de
esas de los indios gringos y una cajita de madera con varios cuadernos.
Cerré la cajuela
y revisé a fondo el interior del Charger. En el asiento de atrás dos libros más,
unos pantalones y una sudadera de la Universidad de Miami. Basura en el piso
incluyendo cinco botes vacíos de Budweiser.
En la cajuelita
del frente dos billetes de Abraham Lincoln, el manual del Charger, dos
desarmadores, unas pinzas perras. Un mapa turístico de El Paso y otro de Ciudad
Juárez. No más.
En eso la voz del
Pichicata me asustó y me sacó de onda:
–Ora pues, pinche
Charro, anoche no nos quisiste abrir, puto. Se oían las rolas a madre y por más
que te tumbamos la puerta ni madre que abriste. De seguro estabas con una
morrita. Y ahorita te las estas agandallando con lo que trae en la ranfla.
¡Móchate güey!
–Gánele
Pichicata. No este chingando si no le pongo unos patines. ¡Sáquese a la verga!
–No te emperres,
Charro. ¿Vas a ir al centro a chambear?
A las cuatro de
la tarde Jim Morrison revivió en el sillón rojo. Se sentó como pudo,
agarrándose la melena y rascándose los güevos. Luego miró detenidamente la
sala, me miró un instante. Se levantó y se paró frente a la ventana, abrió la
cortina imitación terciopelo. Creo que estaba checando si estaba su carro o si
era de día o de noche. De reversa volvió a sentarse en el sillón.
–Estuvo de
aquella la loquera ¿verdad mi Jim?
Y me fui a
calentar la sopa Cambells. En el bote de basura dos latas y en la cajuela del
Charger otras dos sin abrir.
Yo no me la
creía. El mismito Jim Morrison, papi de Los Doors y un chingo de güeyes
rockeros de aquí y de Estados Unidos, el Rey Lagarto, estaba en mi
departamento, ubicado en la calle Fierro colonia Del Carmen, en Ciudad Juárez.
¡No mamen!
Y pensar que me
lo iba a madrear después de tumbarle la cartera y arrojarlo al viaducto. Ahí
donde se junta con el río Bravo.
Jim estaba como
aturdido. Aun así, no quiso sopita. Prefirió pedirme el baño para darse un
shower con agua helada. No tenía boilet, ni falta hacía.
Le arrimé una
toalla y una bolsita de champú Vanart. La única que me quedaba.
Estaba nervioso.
Como si fuera la pinche criada del Rey… Lagarto.
Por suerte tenía
una cámara Kodak instamatic 25 con rollo que se me había pegado junto con un
bolso de una señora en el mercado. Nunca la había usado.
La preparé, igual
que un plumón para que me autografiara la portada del long play. Tenía que
tomarle la foto junto a mis posters y mi estero Fisher, para que los putitos
del barrio me creyeran que Jim Morrison estuvo en mi casa. Es más, pensé: Hasta
los jotos del periódico del Fronterizo me la pueden comprar a un chingo de
lana. En eso me cayó el veinte. Salí en chinga a la esquina de la Ramón Rayón,
en caliente me subí a un árbol y arranqué la placa con el nombre de la calle.
Fierro Sur
Col del Carmen
Ciudad Juárez
Así no habría
duda.
Se tardó en el
tolido más de media hora. No sé si también estaba tirando la piedra o se la
estaba jalando. Me valía madres, era el cantante de The Doors y podía hacer lo
que le diera su chingada gana. Era bienvenido en el cantón de El Charro.
Por fin salió el
gringito. Yo en un acto de arrepentimiento le puse en la mesa de la cocina todo
la feria que le había tumbado en mala onda.
–Es for you. ¡Te
lo ganaste! Es tuyo ¡Tomaolo!
Puntos
suspensivos. Luego me dijo al chile pelón: Qierro pedirteee uno favor. Yo
quereeer si me das chance de quedarrrmeee contigwo unwos días acá en your
house. No problem?
Para no
hacérselas más cardiaca. Jim Morrison estuvo viviendo en mi depa de la calle
Fierro 26 días.
Llenó dos
cuadernos Scribe de doble raya con versos, yo creía que eran rolas. Me dijo él
mismo que eran poemas.
Durante su
visita, solo salimos cuatro veces del depa, bueno, salió conmigo, porque nunca
salió solo. Yo sí me salía unos días a carterear, más que nada para que los
compas no la hicieran de pedo. Y evitar que me anduvieran buscando.
Le gustaba estar
encerrado, solo con latas de sopa Cambbells, un guato de mota, unos papelitos
con LSD que traía consigo desde Gringolandia y cerveza Cruz Blanca hecha cien
por ciento en Juaritos.
Se aventaba unos
viajesotes. Varias veces me subí con él. Nos poníamos unos loquerones
con todo lo posible. Esos días nadie podía entrar a mi depa.
Fueron los días
más felices de mi perra vida.
Convivir con este
vato fue una experiencia psicodélica. Hoy lo cuento porque mis días están
contados. No tardo en colgar los tenis. O sea que ya mero chupo faros.
Por eso te la
cuento, Miguelón. Para que la pongas en alguno de tus libros. Tú que eras del
barrio. Y para que sepa que me van a recordar. Porque de seguro me voy a morir,
igualito que Jim Morrison. Ya vez, se suicidó, y nunca se supo que vivió un mes
en Ciudad Juárez. En mi depa de la calle Fierro.
Esta historia se
la quise vender hace tiempo al Diario de Juárez, pero no me creyeron, por eso
que se vayan a chingar a su madre. Por eso te lo cuento a ti.
Miguel Ángel Chávez Díaz de León es licenciado en ciencias de la comunicación por uach - uacj. Egresó del Taller Literario del Museo de Arte del INBA de Ciudad Juárez, bajo la coordinación de David Ojeda. Premio Binacional de Poesía Frontera Ford Pellicer-Frost 1998 por Crónicas de los hombres y las tierras del norte. Premio Nacional de Periodismo 2009 por la crónica El dulce encanto de mi embolia. Ha publicado los libros Poemas completos de libros inconclusos, Policía de Ciudad Juárez, Road to Ciudad Juárez, Obra reunida (1984 – 2009), entre otros.
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