El pasillo y el jardín oscuro
Por Jaime Chavira Ornelas
Camina de prisa, pues ya se le hizo tarde para llegar
al hospital. El día es frio, siente las manos, la cara y los pies entumidos, es
un tipo alto y delgado, la delgada chamara y los pantalones de polyester no le
ayudan para templar el clima; de casa al hospital hay cinco kilómetros y los
camina seis días a la semana; lo hace para ahorrar los veinticuatro pesos que
gastaría en el camión.
Terminó la carrera de medicina entre becas y prestamos,
ahora trata de hacer su servicio social en el viejo Hospital Central. Los
últimos cuatro meses han sido de locura, tal parece que toda la ciudad esta
enferma, los pacientes pululan; Casimiro no pierde la paciencia y atiende a
todo el que le mandan. Su jefe le pide que se quede a cubrir el ultimo turno de
la noche porque hace falta personal, no puede negarse a pesar de lo cansado que
se siente. Va al comedor a tomarse un café, se sienta por un momento y le
parece oír voces en el corredor que esta cerrado para el publico, se levanta y
va a ver quien viene.
Nadie
El tétrico corredor está vacío, regresa a su asiento y
mira su reloj ‒11:45 pm‒, de nuevo escucha un susurro, le
parece que mencionaban su nombre, y grita:
―¿Quién anda ahí?
Todo queda en silencio. Toma su último trago de café,
se encoge de hombros y camina hacia la sala de emergencias. Cuando sale del
comedor y empieza a caminar por el corredor, siente que le tocan la espalda con
algo sumamente frío, lo cual le provoca un salto. Grita:
―Ah cabrón.
Voltea con rapidez y no hay nadie. Camina de prisa,
casi corriendo llega a la sala de emergencias. Sentada tranquilamente esta
Carlota, una de las enfermeras, Ve entrar a Casimiro y le dice:
―¿Qué te pasa? ¿Por qué vienes tan asustado?
Él no contesta; se sienta muy pensativo tratando de
comprender qué pasó.
*
Dieron las tres de la mañana y en la sala de
emergencias se siguen atendiendo pacientes. Casimiro está exhausto, pero su
vocación de servicio le da fuerzas para seguir. Le dice a Carlota:
―Voy al baño.
Sale apresurado, camina por el lúgubre pasillo y entra;
está obscuro, busca el interruptor, lo acciona y no prende el foco.
―Chingada ―exclama
Busca el encendedor en su bolsillo, con la tenue luz
localiza el mingitorio y trata con una sola mano de orinar.
―Pinche zipper.
Hasta que por fin libera el líquido de su inflada
vejiga. De pronto siente una presencia detrás, voltea. La tenue luz del
encendedor ilumina un rostro pálido y tétrico. Él se queda inmóvil, siente cómo
la tibia orina corre por su pierna pero no pude moverse, solo sale un leve
gemido de su boca y el rostro aun aluzado abre su espantosa boca de un tamaño
espectral tratando de morder el rostro de Casimiro. Por fin grita horrorizado,
tira el encendedor y trata de localizar la salida en la obscuridad, sin lógralo.
Siente un dolor intenso en la pierna derecha, pero sacando fuerzas de flaqueza
logra encontrar la perilla de la salida, corre desesperado por el pasillo, que
ahora parece más lúgubre y largo, se mueve de prisa pero no reconoce el lugar,
es un pasillo desconocido. Entra la luz de la luna por los viejos ventanales,
se detiene y solo puede escuchar su respiración agitada, se ve sus piernas y se
da cuenta que aún tiene su pene de fuera, lo mete y cierra el zipper, hace un
giro de ciento ochenta grados y todavía no reconoce el lugar, trata de pensar,
hace un mapa mental. Grita:
―Dónde chingados estoy? ¡Carlotaaa! ―pero solo escucha el eco.
Sale al patio por una puerta maltrecha, es un patio
con árboles negros y casi secos, la luna les da un tinte de rostros monstruosos.
Voltea para salir del patio y la puerta ya no está.
―Ayuda… auxilio… alguien ayúdenme ―grita, pero no hay respuesta, todo parece abandonado.
Pasaron horas o tal vez minutos, Casimiro perdió la
noción del tiempo. El patio ruinoso es como un espectro gigantesco que quiere
tragarse todo. Trata de gritar de nuevo pero no sale sonido alguno de su boca,
el silencio es también una mancha que invade sus sentidos, siente como penetra
en su cuerpo, se arrodilla y pide clemencia a un Dios al que nunca antes había
tratado de buscar, inclusive llegó a negar su existencia.
Ahora siente lo pequeña y frágil que es la vida. Cae
de bruces contra el piso y se desmaya.
Despierta en una cama del hospital, tiene entubado el
suero, siente un fuerte dolor de cabeza, trata de moverse, pero el cuerpo lo
siente de plomo, la garganta adolorida y reseca.
Llega una enfermera, le toma el pulso, le introduce un
termómetro en la boca, lo saca después de un minuto y toca su frente, le dice;
―Tal parece que bajó la fiebre, doctor.
Casimiro trata de hablar, pero no puede. La enfermera
se retira y al mismo tiempo le dice:
―Vaya infección que se pescó. Lo bueno es que ya podemos decir que vivirá.
―Con un leve sonrisa desaparece,
cerrando la puerta.
Luego de diez días, Casimiro sale del hospital. Más
falco, más pobre, pero más creyente que nunca.
Jaime Chavira Ornelas tiene licenciatura en manejo de negocios, varios cursos de manejo de almacenes, control de inventario, ventas, negociación y motivación, lingüística, control de emociones e inteligencia emocional, manejo de personal. Desde hace 30 años escribe poemas y relatos. Actualmente se dedica a la venta de automóviles y asiste a un taller literario.
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