Hawaii
Por
Patricia Ramírez García y Jesús Chávez Marín
Hugo
leyó la carta que dejó Bertha en el buró. Eran las cinco de la mañana; se había
levantado al baño, urgido por la próstata inflamada. Cuando vio el papel, de
golpe se dio cuenta que ella no estaba en su lado de la cama. Diez minutos
después vio que su clóset estaba vacío, la camioneta Honda no estaba en la
cochera. A esas horas de la oscura madrugada su esposa se había largado de la
casa.
En la
vida cotidiana, Bertha acostumbraba esperarlo por las tardes a comer, luego
de la mañana sola, esperando por su compañía. Pero lo único que hallaba era desinterés
de un viejo que apenas quería pronunciar palabra alguna.
Es lo
primero que se le vino a la mente a Hugo con la adrenalina de la sorpresa. Le
había colmado el plato a la vieja, estiró demasiado la liga y hoy, al parecer,
acababa de romperse. Puta madre. Y apenas el mes pasado había puesto la empresa
a su nombre, como estrategia para arreglar una complicada situación fiscal. ¿Y
ahora qué hago? Me lleva la chingada.
Tenía
días planeando todo, vio departamentos, juntó sus joyas, papeles
importantes, y preparó maletas mientras Hugo roncaba a pierna suelta.
Nunca se enteró lo que esa partida le había costado a Berta. Ella tenía las
manos temblorosas frente al volante, sus pertenencias en la cajuela, las
piernas le temblaban. Por unos segundos dudó de si estaba haciendo lo correcto;
repasó todas las veces que intentó solucionarlo de una manera diferente, pero no
halló otra salida.
El
hombre sintió en el pecho y en las sienes un shot de adrenalina. Se dio un baño
rápido, tomó un vaso de leche con dos plátanos y salió a la cochera, trepó al carro y salió disparado. Pero tuvo que detenerse a los dos minutos, a mitad de
la calle: cuando subió de prisa no se había dado cuenta de que dos llantas del
automóvil estaban totalmente vacías. Cuando se bajó a revisar, vio que la
proverbial eficiencia de su esposa era infalible: La cabrona preparó con todo
detalle la escapada, pensó furioso.
Media
hora antes, Berta se había armado de valor. Tomó la navaja que había escondido
en la guantera y sigilosamente bajó de su auto. Había que ganar tiempo para
llegar al aeropuerto. Mientras masacraba las llantas del auto de Hugo, rompiendo el pivote del aire, sintió
la ira resurgir de sus entrañas. Con cada estocada se liberaba, su rostro se
volvió feroz, tenía los dientes apretados y los ojos llenos de coraje. Esta vez
se va a arrepentir: escucho salir de su boca esos pensamientos reprimidos por
mucho tiempo
Cómo
pude ser tan imbécil. El monólogo interior de Hugo seguía furioso. Pero es que
cómo me iba a imaginar que mi esposita me fuera a traicionar, ella tan sumisa y
leal siempre, aguantando vara como las buenas hembras de antes, no como las de
ahora que ya no sirven para nada. Esta sí que no la vi venir. En cuanto pueda
llegar a la oficina le tengo que hablar al licenciado Flores Salas, a ver si se
puede revertir lo del cambio de propietario de todo el desmadre. Si no, esta
jija de la chingada me va a dejar en la calle, pero qué pendejo, qué pendejo,
qué pendejo, estee, pero cómo me iba a imaginar que me fuera a dar esta puñalada
por la espalda.
Berta
se aferraba al volante mientras pisaba a fondo el acelerador. Le ordenó a su
teléfono marcar a Juana, su abogada. Está hecho: dijo con voz firme, mientras
una lágrima se acumuló en cada uno de los ojos. Le voy a dar un buen susto;
ojalá y le dé un infarto, pensó mientras seguía conduciendo a toda velocidad.
―Mi plan salió a la perfección.
Una mueca macabra de satisfacción
apareció en su rostro, tantos años siendo la buena del cuento ya no era
divertido. Cuánto tiempo perdido. Ojalá me hubiera despabilado antes.
El
alegato que presentó el licenciado Flores Salas fue desmantelado punto por
punto en la primera audiencia por la joven abogada Juana Mora, quien había sido
una estudiante de nueves y dieces en la Facultad de Derecho de la UACH y en los
años recientes se había convertido en litigante invencible. El viejo licenciado
que representaba mediante cuota litis las empresas de Hugo se había
quedado atrás. Durante las últimas décadas del siglo 20 llegó a tener
gran prestigio como maestro, como funcionario y como abogado litigante, pero
ahora era ya casi un anciano y sus estrategias estaban muy rebasadas por tantas
reformas y actualizaciones que le pasaron de noche.
Juana
llamó a Berta una tarde de verano, al salir del juzgado. Todo será tuyo. Flores
Salas ha sudado como puerco intentando defender lo indefendible. Berta, suspiró con un dejo de remordimiento. Pronto se recompuso y pensó: el pobre infeliz
sabrá lo que es suplicar sin respuesta, ver su futuro desaparecer en un santiamén.
Nadie lo librará de esto.
Berta
por fin sintió la paz. Ya no tenía remordimientos ni dudas: Hugo se lo merecía.
Es su turno de soportar desplantes y malos tratos, morirá como el hombre
miserable que es. Hawaii me espera.
Patricia Ramírez García es artista visual, egresada de la Facultad de Artes de la Universidad Autónoma de Chihuahua, especializada en maquillaje para televisión y fotografía. Tiene dos exposiciones fotográficas en solitario y muchas otras colectivas. Actualmente trabaja en el Programa de Cultura Comunitaria, en el área de Interacciones, de la Secretaría de Cultura de México.
Jesús Chávez Marín es editor de Estilo Mápula, revista de literatura.
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