miércoles, 20 de enero de 2021

Arelí Chavira. Un elevador de paredes cuadradas y techo alto


 Un elevador de paredes cuadradas y techo alto

 

 

Por Arelí Chavira

 

 

Es un elevador de paredes cuadradas y techo alto, con botones colocados de manera vertical, del mayor al menor, que se iluminan conforme sube o baja del piso más alto hasta el sótano. Si al menos tuviera un elevadorista podría hablar con alguien; ¿por qué no usé las escaleras como siempre?, quizá solo me hubiese torcido un tobillo, nunca lo sabré.

Veo en el suelo unas pequeñas manchas, tal vez alguna pareja aprovechó el excitante peligro del ascensor para darle rienda suelta a la pasión prohibida. Por lo demás, es como un paisaje donde solo se escucha el eco. Descubrí a un novio que tuve, disfrutando de charlas clandestinas.

Ronda una mosca y veo un espejo donde los pasajeros se miran mientras se elevan o descienden; disimuladamente, si van en compañía, o de forma desinhibida, si están solos. Cuando nadie nos ve podemos ser sinceros.

Cualquier lugar con espejo parece más grande de lo que es, todos lo saben. Un ascensorista también, aunque en estos tiempos ya es un trabajo en desuso. A nadie le gusta viajar con desconocidos en un espacio tan pequeño; los usuarios se incomodan, tratan de disimular, aprietan los puños, carraspean, levantan la barbilla y miran fijamente los botones, calculando los pisos que les quedan, esperando que se iluminen cuanto antes, que cesen de sonar los motores y se abran las puertas. En una distancia tan corta los detalles se notan aún más.

Las personas solo quieren que el trayecto sea rápido, no hay nada interesante.

Cuando lo tomaba con un novio que tuve (a él no le gusta transpirar), siempre nos miraban, algunos se daban codazos, otros reprimían los músculos de la cara para despistar. Los peores son aquellos que no paran de parlotear, lo hacen para que no se note lo que piensan, hablan sobre cualquier cosa y cuando ya no tienen nada más que decir, observan su celular, el techo, taconean, respiran entrecortadamente, se miran de reojo en el espejo, o se ponen a tararear una canción.

Si hubiera bajado a pie, ahora estaría en el Kaldi disfrutando de un chai especiado, observando historias para contar. Un novio que tuve decía que mejor me dedicara a la contemplación de su extravagancia que, a decir verdad, nunca encontré. Él es muy parco y nada cariñoso. La gente no se empareja para eso.

La primera vez que subí a un ascensor tendría ocho años. Recuerdo que arrancaban tan bruscamente que las tripas se te quedaban un rato en el piso de arriba antes de volver a su lugar. Como están las cosas, creo que es mejor quedarme soltera, más vale sola que mal acompañada.

La mosca zumba alrededor mío; lanzo manotazos al aire, salto, vuelvo a saltar, pero no la alcanzo, se para sobre el espejo, también tiene su corazoncito, y va subiendo, luego se detiene para frotarse las manos; se sabe a salvo. Está sujeto sin remaches y ocupa toda una pared. Me desabotono la blusa para usarla como arma.

La luz de emergencia empieza a parpadear y el reflejo de mi rostro aparece y desaparece. En la adolescencia no me gustaba mirarme al espejo, era aterrador. No es una cuestión de aceptarse o no aceptarse, es algo más terrible. Pensaba que en cualquier momento mi cara cobraría vida y haría un gesto macabro, que de repente se echaría a reír sola y, si eso sucedía, nunca sabría si pasó en realidad o fue mi imaginación, que ya para esas alturas me llevaría a pensar que la taza del sanitario se cerraría de repente, que alguien me tocaría la espalda o la puerta del baño se cerraría con fuerza. Cuando conocí a un novio que tuve me dijo que a él le pasaba todo lo contrario. Lanzo mi blusa al aire: fallo. Vuelvo a lanzarla, pero no se eleva, un novio que tuve se empeñaba en comprarme blusas de seda que no pesan.

Por fin la luz de emergencia deja de parpadear, creo que el ascensor se ha encogido. Golpeo la puerta, pregunto que si alguien me escucha; la mosca vuela en círculos por encima de mi cabeza.

Pulso todos los botones y no pasa nada, ni sube ni baja. Un artefacto de estos solo puede hacer eso, subir o bajar, es simple, solo dos opciones, nadie espera que lo lleve a Timbuctú, o le resuelva la vida, ni se crea grandes expectativas. Un ascensor es solo eso.

Tiene una trampilla en el techo, pero no llego y de todas maneras, ¿a dónde me llevaría?, salir de guatemala para entrar a guatepeor. A muchos les pasa, al final de cuentas todo se resumen en elegir, uno no puede vivir sin esperanza. Algunas personas pueden ser muy valientes, yo lo soy, no sé porque carajos hoy decidí usarlo. Podía haber bajado por las escaleras, a veces no se acierta.

Quizás se haya ido la luz en todas partes, seguro que hay mucha gente en mi situación; tal vez un novio que yo tuve esté extasiado en su reflejo que ni cuenta se haya dado y…

¿Hay alguien ahí?

¡Siiii, aquí estoooy!

…lo apoden luego el narciso del elevador, buen título para un relato.

 





Arelí Chavira es licenciada en letras españolas por la Universidad Autónoma de Chihuahua con maestría en University of New Mexico in Las Cruces. Tiene publicados los libros de relatos Mudanza de Jazmín, publicado por el Instituto Chihuahuense de la Cultura en 2015, y Lo que nos unió, publicado por Onomatopeya Editorial. Actualmente es profesora de literatura en la Universidad Tec Milenio, donde además coordina un taller literario.

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