Un elevador de paredes cuadradas y techo alto
Por Arelí Chavira
Es un elevador de paredes
cuadradas y techo alto, con botones colocados de manera vertical, del mayor al
menor, que se iluminan conforme sube o baja del piso más alto hasta el sótano. Si
al menos tuviera un elevadorista podría hablar con alguien; ¿por qué no usé las
escaleras como siempre?, quizá solo me hubiese torcido un tobillo, nunca lo
sabré.
Veo en el suelo unas pequeñas
manchas, tal vez alguna pareja aprovechó el excitante peligro del ascensor para
darle rienda suelta a la pasión prohibida. Por lo demás, es como un paisaje
donde solo se escucha el eco. Descubrí a un novio que tuve, disfrutando de charlas
clandestinas.
Ronda una mosca y veo un espejo
donde los pasajeros se miran mientras se elevan o descienden; disimuladamente,
si van en compañía, o de forma desinhibida, si están solos. Cuando nadie nos ve
podemos ser sinceros.
Cualquier lugar con espejo parece
más grande de lo que es, todos lo saben. Un ascensorista también, aunque en
estos tiempos ya es un trabajo en desuso. A nadie le gusta viajar con
desconocidos en un espacio tan pequeño; los usuarios se incomodan, tratan de
disimular, aprietan los puños, carraspean, levantan la barbilla y miran fijamente
los botones, calculando los pisos que les quedan, esperando que se iluminen
cuanto antes, que cesen de sonar los motores y se abran las puertas. En una
distancia tan corta los detalles se notan aún más.
Las personas solo quieren que el
trayecto sea rápido, no hay nada interesante.
Cuando lo tomaba con un novio que
tuve (a él no le gusta transpirar), siempre nos miraban, algunos se daban
codazos, otros reprimían los músculos de la cara para despistar. Los peores son
aquellos que no paran de parlotear, lo hacen para que no se note lo que
piensan, hablan sobre cualquier cosa y cuando ya no tienen nada más que decir, observan
su celular, el techo, taconean, respiran entrecortadamente, se miran de reojo
en el espejo, o se ponen a tararear una canción.
Si hubiera bajado a pie, ahora
estaría en el Kaldi disfrutando de un chai especiado, observando historias para
contar. Un novio que tuve decía que mejor me dedicara a la contemplación de su
extravagancia que, a decir verdad, nunca encontré. Él es muy parco y nada
cariñoso. La gente no se empareja para eso.
La primera vez que subí a un
ascensor tendría ocho años. Recuerdo que arrancaban tan bruscamente que las
tripas se te quedaban un rato en el piso de arriba antes de volver a su lugar. Como
están las cosas, creo que es mejor quedarme soltera, más vale sola que mal
acompañada.
La mosca zumba alrededor mío;
lanzo manotazos al aire, salto, vuelvo a saltar, pero no la alcanzo, se para
sobre el espejo, también tiene su corazoncito, y va subiendo, luego se detiene para
frotarse las manos; se sabe a salvo. Está sujeto sin remaches y ocupa toda una
pared. Me desabotono la blusa para usarla como arma.
La luz de emergencia empieza a
parpadear y el reflejo de mi rostro aparece y desaparece. En la adolescencia no
me gustaba mirarme al espejo, era aterrador. No es una cuestión de aceptarse o
no aceptarse, es algo más terrible. Pensaba que en cualquier momento mi cara cobraría
vida y haría un gesto macabro, que de repente se echaría a reír sola y, si eso sucedía,
nunca sabría si pasó en realidad o fue mi imaginación, que ya para esas alturas
me llevaría a pensar que la taza del sanitario se cerraría de repente, que
alguien me tocaría la espalda o la puerta del baño se cerraría con fuerza.
Cuando conocí a un novio que tuve me dijo que a él le pasaba todo lo contrario.
Lanzo mi blusa al aire: fallo. Vuelvo a lanzarla, pero no se eleva, un novio
que tuve se empeñaba en comprarme blusas de seda que no pesan.
Por fin la luz de emergencia deja
de parpadear, creo que el ascensor se ha encogido. Golpeo la puerta, pregunto
que si alguien me escucha; la mosca vuela en círculos por encima de mi cabeza.
Pulso todos los botones y no pasa
nada, ni sube ni baja. Un artefacto de estos solo puede hacer eso, subir o
bajar, es simple, solo dos opciones, nadie espera que lo lleve a Timbuctú, o le
resuelva la vida, ni se crea grandes expectativas. Un ascensor es solo eso.
Tiene una trampilla en el techo, pero
no llego y de todas maneras, ¿a dónde me llevaría?, salir de guatemala para
entrar a guatepeor. A muchos les pasa, al final de cuentas todo se resumen en
elegir, uno no puede vivir sin esperanza. Algunas personas pueden ser muy
valientes, yo lo soy, no sé porque carajos hoy decidí usarlo. Podía haber
bajado por las escaleras, a veces no se acierta.
Quizás se haya ido la luz en todas
partes, seguro que hay mucha gente en mi situación; tal vez un novio que yo
tuve esté extasiado en su reflejo que ni cuenta se haya dado y…
―¿Hay
alguien ahí?
―¡Siiii,
aquí estoooy!
…lo apoden luego el narciso
del elevador, buen título para un relato.
Arelí Chavira es licenciada en letras españolas por la Universidad Autónoma de Chihuahua con maestría en University of New Mexico in Las Cruces. Tiene publicados los libros de relatos Mudanza de Jazmín, publicado por el Instituto Chihuahuense de la Cultura en 2015, y Lo que nos unió, publicado por Onomatopeya Editorial. Actualmente es profesora de literatura en la Universidad Tec Milenio, donde además coordina un taller literario.
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