Libro de historias de una Ángela contemporánea
Por Luis Kimball
La escritora Susana Avitia Ponce de León nos entrega, en el libro Ángela,
60 relatos contemporáneos. Es fácil decirlo, pero ¿de cuál contemporaneidad?
Mario: los niños están con la vecina, recógelos y acuéstalos
cuando llegues, me fui a la asamblea de la sociedad de odontología (p.
17; Ángela).
La mayoría de los relatos vienen de una mujer, al parecer
profesionista, unas veces casada, otras divorciada y finalmente abandonada; en
resumen, acabo integrando a Ángela como una protagonista general.
Mario es igual que tú, eso piensas, tienen iguales gustos en la
comida, un trabajo estable, disfrutan el mismo tipo de música, de cine, hasta
le has encontrado algún parecido físico contigo (p.
41; Dos en uno).
El título del libro ya dice lo suyo, pues signa el personaje
espiritual - urbano de una generación dentro de cierta época y clase social.
Te detienes en Sanborns; a última hora se te antoja buscar una
revista, como si no tuvieras todos los rincones de tu casa atestados de
revistas, algunas sin haberlas abierto y te da más rabia no poder afrontar que
lo que buscas es disolver tu soledad entre toda esa gente curiosa y feliz de la
tienda (p. 39).
Aunque nunca lo menciona, asistí a sus escenas amatorias con
música de Sara Macluhan, o el radio, o silencio cruzando aire limpio y
blanqueado por objetos de precio, que a entender de la narradora no le quitan
lo “gris” a esa trampa del bienestar impuesto por el establishment.
[…] el plástico no pudo rellenar el vacío que sientes en tu interior
(p. 39 y 40; Saltos de la imaginación).
Importa que Ángela, Dalia, Dolores... no dejarán de disfrutar lo
suyo, la ropa, su trabajo, su cuerpo y el peso de su cuerpo, consciente del
poder de sus pechos y de su manejabilidad como frutos anzuelares:
Del baño se desprende un fuerte aroma de rosas, la tina está llena
de burbujas.
[…] pensé en la mastectomía como una
venganza, iba a ser igual que la nueva decoración de mi casa, desaparecer todos
los sitios que a él le gustaban. Pero he decidido quedarme con ellos, me
llevaré sus huellas en el tejido muerto de mis senos que también me
traicionaron.
Mañana, cuando acuda a firmar la sentencia de divorcio, los luciré
como nunca (p. 124).
Describe atuendos y me pregunto si serían costosos. Hay una
minuciosa descripción de la andrajosa camiseta de una mujer que llora, que
podría enmarcarse.
Comencé por mencionar que es literatura contemporánea, lo cual, de
resultar cierto, no dice gran cosa: grosso modo: algo publicado después
de 1945; pero tres cualidades lo justifican como tal:
a) No tiene atavismos modernistas del romanticismo tardío.
b) No ajusta en estructuras narrativas del cuento o la novela
corta, pues no abandera grandes verdades y, por el tiempo narrativo en que se
cumple su estética, solo ajusta al de los hechos sin principio, final y
desenlace: aun los que aparecen de esa manera, aparecen más bien como
“extractos”.
c) Sus valores no son un monolito estructural regido por la moral
cristiana u otra ideología.
Por ahí empieza lo revelador del texto, lo difícil de nombrar. La
narrativa es amable, nunca sorprendente; sí muy bien escrita, haciendo creíble
incluso el detalle de un aterrizaje sin piso en la avioneta. Se hace presente
un estilo propio, que puede parecerles poco, pero sería de lo que más me
importa señalar.
Nunca imaginé que Fernando llegaría tan lejos. Sé lo mucho que le
molesta mi constante antojo por el pan tostado con mermelada de fresa y queso
crema, pero pedir el divorcio por eso es inaudito
(p. 131; Incompatibles).
Los personajes son conocedores del sabor dulce que deja el lápiz
labial en el beso ‒fina observación de una mujer‒. Una protagonista sin diatribas
entre gustar lo callejero y después Perisur mientras nombra simplemente fresa a
su peatonaje, sin necesitar francés ni anglicismos.
La otra vez lo impresioné. Sabía exactamente cuándo había escrito
cada libro y de qué se trataban. Gracias a Dios existen las sinopsis...
(p. 136).
A lo largo de los relatos, los personajes aparecen planchados,
bien ataviados, con mesas bien servidas o en cómodas camas que nada piden al
cine; pero no piensen en Guadalupe Loaeza: no; son una clase del progresismo
americano que de lo social sabe que se han ganado las cosas con estudio y que
hay que tener buen gusto para disfrutar del arte.
[…] nos dedicamos a comer ecología,
a amarnos en el verde bosque, con la espalda lacerada por piedras, tierra y no
sé qué tanta ecología incrustada en mi piel. Fui feliz los primeros días (p.
143).
Los contratos para escribir guiones de radio y televisión de
pacotilla, como dice él, quedaron rezagados, nuestros ingresos también.
Entonces me reconcilié con mi naturaleza bullanguera, bohemia a medias, porque
tanto extraño las noches de sábado con olor incienso en cualquier café de
Coyoacán, como los centros comerciales de Polanco (p.
144).
Es un libro, además de entretenido y muy fácil de leer, necesario
para recordar que no venimos de un antier a un ahora, que hay generaciones
intermedias, todas esas que no coinciden con nuestra juventud o nuestra
cuarentena. Sus personajes no caen en diatribas de moral profunda o
ideológicas, su abismo se ahonda en reflexiones sobre su acontecer. Son mujeres
que han vivido el amor no el romanticismo‒
y creen en él, y vivieron aún en el margen para ser infieles o para que les
fueran infieles y significara algo políticamente pronunciable.
Me hace pensar en el historiador conservador Paul Johnes, para
quien hubo una clase media que vivió el sueño americano de la clase media con
el nivel de vida más alto del mundo, como prometieron los espectaculares de la
posguerra; luego vendría el desencanto.
A menudo me pregunto por la estética de los años noventa. ¿Qué la
define sino esa parquedad oficinesca, donde la oferta del cuerpo femenino se hacía
con parca y ajustada minifalda negra? Imagine: hasta para el suicidio, la
protagonista escritora e ingenua de este relato, escoge un camisón negro recto
y opaco: rechaza el blanco, ‘podría confundirme con la colcha’.
Los relatos son cortos y dinámicos, pero no llevan ninguna prisa.
El libro se toma su tiempo para nombrar la casa de la madre y mostrarnos el
tiempo de enfermedad y las muertes de una y otra. Grietas o deterioro, se
detienen para volver de la lejana niñez al presente donde las hojas podadas,
correctamente embolsadas a la entrada con el cierre bien ajustado ‒ya le ando añadiendo‒ vuelven a echar el antiguo mecanismo
con la nueva esposa, habiendo desarrollando el mismo papel para su turno de
fantasmas.
Te detienes frente a la puerta, solo puedes compararla con la casa
de la abuela: blanca, brillante, sin una sola grieta por donde pudieran escapar
las ideas amordazadas de tus quince años. Por fin te decides a entrar, el olor
a zanahorias horneadas con canela te da la bienvenida, te produce náuseas,
siempre preferiste el apple pie que servían en Mac
Donals al odiado pastel de zanahoria de la abuela (p. 11).
Avitia nos abre la puerta a un mundo de personas que conocemos y
olvidamos: nosotros mismos apenas unos años atrás.
Poco más sobre este libro: Cada escena es creíble. En cinco
relatos aparecen finales truqueados, delatados: la propia autora se burlará de
ello a través de otro personaje; pero sobre todo nos devolverá una imagen en
cada cuadro con su belleza, esa que ocurrió, dicen, experencialmente en la
humanidad hace poco y no solo en películas bien producidas: Hay amor
(auténtico); hay rabia (lo mismo); morbo (simple).
El hombre es siempre representativo. Sabemos quién es, cómo se
viste:
Lo vi reclinado sobre el poste del semáforo, no pude alejar mis
ojos de su camisa púrpura, algo magnético en la textura de la tela me atrajo (p.
111; La agenda).
Dice cómo se porta, qué le desespera y qué platica, pero no
aparecen sus pensamientos, ni emociones, solo el gesto, por ejemplo, de arquear
la ceja. Los hombres en todo momento aparecen descritos, no interpretados ni
entendidos; pueden perder, pero nunca titubean. (A los lectores hombres nos
puede entrar con justeza el miedo de aparecer tan como actuamos y tan desconocidos).
Como gran diferencia, la mujer que va en busca de la amiga que es
esposa perfecta se sorprenderá con nosotros al enterarse de que Disneyland
tiene un amante. Lo inédito no es que lo tenga, sino la sorpresa de la mundana,
y la nuestra, al ver que apenas llegará a sospechar por el aura de la amiga
cuando se retira, que de ese otro conversador comprensivo y maravilloso, la muy
zorra, ni siquiera está realmente enamorada... Ahí lo dejo porque
magistralmente ahí lo deja la autora, para que uno siga ya aparte, en el puro
disfrute del aire.
Avitia Ponce de León, Susana: Ángela. Editorial UACH, México,
2006.
Luis Kimball nació en Chihuahua en 1974. Vivió en Chihuahua, en Veracruz, en la ciudad de México, y ahora reside en Querétaro. Hizo estudios universitarios que no le satisficieron. Se interesa en el conocimiento y escribe desde joven, ha publicado en la revista Solar y en Manual del desierto. Es coautor del poemario Luna de hiel para tres, y autor de Puros de amor. Ha participado en la coordinación de espacios culturales y actualmente coordina el taller literario Escritura al día.
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