jueves, 14 de enero de 2021

Luis Kimball. En el estuario ova una especie incubada en el frío

 

En el estuario ova una especie incubada en el frío

Estuario, libro de RAG

 


Por Luis Kimball

 

 

Leo Estuario de Reyna Armendáriz González variando de café muy caliente a Merlot. Porque en el estuario ova una especie incubada en el frío, porque el libro empieza en el 23 de enero de 1973 con un nacimiento bajo la nevada de pluma gruesa y ahora mismo es enero.

 

Me conocí de noche y la nieve era pesada/ Me allegué en una casa del bosque. Una casa mojada y verdinegra que pudo prometerme algunos días mientras nacía./ Algunos días/ llena/ de algún día.

 

poema del invierno original; el frio que quizá solo ese padre quitaba a la manera en que Ajmatova se sentía desnudada en la nieve bajo la mirada abrazadora del propio:

 

Vivo por eso mis once a oscuras. El pinchazo siempre húmedo y nuevo del reloj sobre mi espalda labrantía. Las manos calientes que emergieron de mi padre: partero, gigantón, tejedor de cobijas para fríos interminables.   

 

Y es el texto más cálido; enseña un paisaje idílico, y las manos del padre partero, grande, protector y representativo; lo más que subirá la temperatura en delante será enterándose tibia tras el temblor de la vela que alumbra el parto, como si la llama misma sintiera el frío:

 

A diario/ me deslumbra la vela que a pie de parto tembló más importante que el hielo./ Soplo mi recién nacido miedo al número veintitrés./ El único vacío de la cábala de enero. Cuna/ para mujercitas medio tibias florecidas en las piernas de alguna madre bellísima. (p. 11; Al prólogo).

 

descripcion terseada del crecimiento de una rama primeriza que debe avanzar sin flor, fruto u hoja durante los meses cíclicos en que Perséfone se retira a cumplir deberes:

 

Voy a gestarme/ en el hondísimo ventrílocuo del cuerpo/ para entender por qué muevo las manos/ y escribo esto/ ato los dedos/ duermo/ sueño/que voy a gestarme otra vez/   en la memoria/ para entender por qué/ no muevo ya las manos/ y sin embargo escribo. (p. 14; Círculo).

 

Los retornos continuarán y lo largo del poemario daremos una y otra vez con aire, negro, sombras y entumecimientos de madera mojada del primer al tercer nivel comparativo de la metáfora, integrará lo comparado a la corteza, cómo aquella metáfora natural cual nombró Borges, presentando de testigos versos de Safo:

 

Me polinizan/ días sobre otros y otros/ días (p. 16; y que afuera no hay mundo).

 

(Nosotros/ bosques de la conciencia/ Nietzschanos/ Imbéciles sin tregua)

 

En sus sombreros/ niebla y alegría de la tierra (también al pie de Correspondencias, de Baudeillere; p. 19; Campesinos).

 

La proyección kantiana bajará peldaños más desoladores: tras el abandono; conversaciones explicativas, como ha tenido cualquiera, que aumentan la desconexión (la nada de lo desconectado); del recuerdo sin olvido; la inmemoria, por ampliar la cosa quitada se aumenta el hueco de una manera que ni siquiera lleva bordes que lo contengan.

 

Hablas/ con prisa

 

Es ese el dialecto del desencuentro (p. 29; día del adiós).

 

Un sin nada se vuelve el único lugar preciso/ para sentirme delatada/ y mucho/ más inexplicable junto a mi memoria. (p. 28; Amniesia).

 

A lo largo del poemario la soledad se va mostrando en lugar más confortable, el dentro de la caja negra.

 

...me estiro como un gato/ duermo el día entero/ dentro de mí. (p. 16; Y que afuera no hay mundo).

 

Esta es una noche/ solo/ Esta es una caja/ de todo lo que existe/ y todo lo que existe es negro/ Nada más. (p. 36; Caja)

 

Incluso para cumplir las leyes del hospedaje, fíjese a dónde invita al padre (quién aún no ha muerto):

 

recordarlo/ como si hubiera muerto/ y fuese mi vacío su tumba rumorosa/ intensa de sus flores/ oscuro/ interno abrazo/ tibio (p. 22; Memoria) (Desde luego cantó el Cántico, y su Neruda doctoró la habitación). 

 

La figura del padre no renuncia a la persistencia; como cada elemento del poemario, y aunque hagan entradas y salidas, uno acaba entendiendo que están tras el telón todo el tiempo, delatando una construcción clásica:

 

Suelo/ amar a mi padre con violencia/ más cercanamente lejos/ de su olor de sombrero viejo (p. 22; Memoria).

 

Con su ateísmo religiosamente declarado, la voz que narra se sabe destinada (es decir: predestinada por esos dioses en que no cree porque han dejado el lugar al barrido del viento) y va cumpliendo el dictado de dicho destino; su sino, al modo helénico:

 

En algunos rincones el tejido/ Él/ el callado/ ha lavado sus redes/ se ha quitado el apellido/ ácido monosilabo/ y no ha querido desprenderme/ ninguna añorable entraña/ que penda feliz de tu memoría/ de los hijos alegres/ sucios/ desoñados (p. 24; Lavando las redes) (El tejido es la trama; ella el hueco que ha quedado imaginando lo posible; ahora quitado porque la imaginación nos une y la encontró en el punto para nombrarlo).

 

No es que apoye sexualizar la literatura, pero el libro tiene una tercer estancia llamada En algún canto de género; así que diré esto sin temor a que se me grité “facista”; como hoy es costumbre civil autorregular la expresión moralizando y reclamar sin pudor de escándalo lo políticamente incorrecto apenas pronunciado: Hay libros, en su gran mayoría escritos por mujeres, que cuando uno lo piensa parece no poder existir sin una escritora, pues salvo grandes actores como Lemebrel; La Romana, y por supuesto Messie Bovary, linde y deslinde de estas categorías adjetivas, los rasgos en común no pueden venir de la jornada honesta de un ficcionante varón.

 

“Yo no canto para esto ni aquello” (aludiendo a las motivaciones épicas y líricas de la literatura), escribía Margarita Michelena en El velo centelleante, a mediados del siglo pasado, escribe para salir de mi rostro en tinieblas/ a recordar los muros de mi casa, pues también regenteaba la casa literaria de Madame Woolf, en que se va reconociendo a ciegas haciéndola a su forma, pero mientras, narrándola con tacto propio pidiendo les revele el rostro:

 

Me conocí de noche y me voy desconociendo a tientas. (p. 11)

 

Los ojos cerrados persisten

 

para entender por qué muevo las manos/ y escribo esto/ ato los dedos/ duermo (p. 14).

 

el día está dentro de mi casa (p. 75; Ama de la casa tierra)

 

A tientas, el tacto no se limitará a los dedos:

 

Nacemos/ las mujeres/ Y es un día para que el mundo baje al río/ por nuestra súbita cordura/ Cuerpo sea un asilo de trinos/ Mujer sea césped de hacerle el amor a todo./ En ella se lave sumiso/ un satélite de agua/ un acre de tierra bien llamado varón/ florezca en los genitales/ humilde escancie la vida/ humilde/ interminable/ prisionero del viaje. (p. 73; Utopía para partir).

 

En el Estuario se está naciendo todo el tiempo, u ovando, o ovillando; esperando nacer. O festejando haberlo hecho volviendo a la posición fetal, lejano a las mayorías de edad tan ideales a que convoca Focault.

 

Y no es fortuito. Vea, los adjetivos que uno va coleccionando, que nos bajan de tal modo la temperatura en el alma, son estos:

 

musgo inenarrable entre la tinta/ Verdes alas aguafresca y niebla (p. 25)

 

la sangre el hielo de la corriente eléctrica:

 

el tósigo eléctrico de la sangre (p. 34; Tomografía del anhelo).

 

El fuego mínimo del amor:

 

¿Amarnos/ sobre el fósforo que no se apaga?” (p. 36; Caja).

 

igual el toque de azul que entra en casi todos sus rojos, como lleva la bugambilia.

Los colores matizando siempre antes que tonalizar, página tras página sobre un fondo inmaculado como la nieve que parece nunca haber salido de sobre el estuario, y ya que se invitó al velo centelleante de Michelena; vea el de esta novia fría; estos “muévase Burton, que estamos empezando la lectura”:

 

Hay en esta muerte/ un alfiler de utilería/ se usa/ (¡se usa!)/ para prenderse el océano/ como una novia. (p. 45; Viaje en avión).

 

Ni el vino está cruzado por los candorosos alfileres del sol, adivine usted qué uva pudre hasta el negro, pues va a apurarlo en desconsoladora urdimbre de vaso largo:

 

El ebrio sabio lo plantó de vaso largo/ larguísimo del negro vino/ que se amamanta siempre con sorbos/ de esa/ la tan lánguida historia de nuestro fondo” (pág. 33 Anacreonte y el amor).

 

Cómo aquella vela del inicio, la propia autora tiembla en la página:

 

se extiende hasta la radícula de su talle/

 

Tiembla/ huro racimo de alcatraces/ se encoge de pronto/ se suelta de pronto/ entre su hombre (p. 86; Cabelleras).

 

o se ovilla:

 

Esperé el relevo de las siete/ blanca y desnuda/ como todas las mujeres/ anchurosa como recipiente de besos/ ovillada como el miedo.../ (p. 82; Expiación)

 

o vuela:

 

para pensarme/ tan furiosamente libre/ como mi muerta vuela por el parque (p. 99; III)

 

A través de las páginas destaca una autora en la plenitud de sus treintas construyendo imaginarios femeninos; cuidadosa de la disciplina clásica, no tan simple como balancear fondo y forma para producir concepto, sino guardando la distancia del observador objetivo, pues si los textos aparecen narrados siempre en primera persona sin delatar o deslindar personaje; a merced de la circunstancia la autora no le auxilia, ni le sana: ningún cobijo; llegando a describirlo desde fuera:

 

La alegría se autosubasta/ como una estrella secular/ Impele dientes al mendigo/ al pobre harapiento de los otros/ Muerde como el mar y ensancha la cara (p. 25; Verdes alas).

 

Así mismo:

 

(Por dios/ que me he vuelto un minutero sobre el patio/ mi río rojo que brega en su lago rojo/ la sustancia inmóvil de la corriente) (p. 26; Tan afuera de las cosas).

 

como algún cálido matón de sueños/ que sonriente... soleroso/ atrapa/ una y otra vez/   la vida/ ya sin mí. (p. 23; El pajar).

 

A pesar de no alimentarse de fuentes comunes en la literatura de tendencia, se destaca lo moderno en muchos de sus textos, pues la mitad del poemario hace referencia y desconfianza a temas propios de la tradición literaria, materia que le conforma. Y como dice Clement Greenber en su libro La pintura moderna, la esencia de lo moderno consiste en la utilización de los métodos de una disciplina para criticar esa disciplina. En el campo de las artes es muy claro. Además cumple con la segunda intempestiva nitzscheana, incorporando a su ser anacronismos por evitar la temporalidad imperante. 

Si bien el hipérbaton fue vulgarizado como uno de los recursos retóricos de la poética, vilmente usado tantas veces solo para dar realce al sustantivo, o sorprender incautos, en el subtítulo del libro aparece el orden natural de las cosas nombradas, primero remotas (primero lejanas muy) y ya allá, muy lejos, apenas vacías y al parecer casi inhabitadas estancias. Así, sin más. 

Ya de paso: notas dulces, algo más cálidas entran en la segunda estancia, abriendo con un poema del momento de amor, luego vendrán otra vez las evocaciones a poblarlo de viento.

 

(La gente/ camina seca y oscura detrás de sí misma/ quizá por eso/ yo no tengo una sombra/ mi haz de sol no tiene pieza de reflejo/ mi haz de sol/ mi gran tumba de fuego aéreo) (p. 44; IV)

 

Hacia la cuarta estancia, vendrá el discurso de género nombrando la herencia cerúlea de la naranja como el árbol genealógico, apuntalando su imaginario con la textura, pero antes dará a luz como no lo entendería un hombre:

 

Tiro/ mi barriga al mundo/ Un hijo/ Un canto de manos de agua. (p. 76; Canción de cuna).

 

Al final, en Paseos involuntarios, se despide cada vez llamando más a esa oscuridad interior, a ese interior de lo que se nombra ser:

 

Aves/ fertilizadas con el hielo/...

 

/No sé/ si en ellas donde vivo y salgo a verme/ Muladar de mi

 

(he venido sin rumbo a visitarme/ en huecos negros que le cantan frío/ a la médula de la fuente) (p. 100; IV).

 

 No culpe por la estética del libro a imaginarios de subvertientes nordicas del metal, que ellos, imagen; música y portadas priva regla de los tercios y proporción dórica. No, se alimenta de pautas diferentes; les iba a hablar de la cadencia endecasilabica que delata a lectores de Lamartine; que me recuerda ritmos monásticos del bajo medioevo y varias veces turbiedad de las imágenes simbolistas, pero el libro me hela las manos.

No es me parece un libro amable, y no tiene por qué serlo. Tampoco parece una denuncia, y si la hay, no la respalda solo una autora original, sino un imaginario completo proveniente de otra nación, una legión completa. Si es usted mujer o exquisito, supongo que Estuario espera su lectura.

 

Todas las lluvias/ son todas tus lluvias, Pablo/ (Así,/ como te ladran tus amigos/ o tu hermana la del bosque/ que se convierte con tu voz).

 

Armendáriz González, Reyna: Estuario. Editorial UACH, México, 2005.

 




Luis Kimball nació en Chihuahua en 1974. Vivió en Chihuahua, en Veracruz, en la ciudad de México, y ahora reside en Querétaro. Hizo estudios universitarios que no le satisficieron. Se interesa en el conocimiento y escribe desde joven, ha publicado en la revista Solar y en Manual del desierto. Es coautor del poemario Luna de hiel para tres, y autor de Puros de amor. Ha participado en la coordinación de espacios culturales y actualmente coordina el taller literario Escritura al día.

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